El ex fiscal general Alberto Ferrara participó en más de 400 juicios, entre ellos el del caso Monzón. Olvidó las caras y las situaciones de la mayoría de sus acusados, pero nunca borró de su cabeza la imagen más fuerte del 22 de noviembre de 1991: ese día, en Mar del Plata, el poderoso sindicalista y político Diego Ibáñez miró con odio a uno de los secuestradores y asesinos de su hijo Guillermo, de 28 años.
"Vi miles de rostros, gestos, episodios, aunque por mi salud mental y por el devenir de la vida los olvidé, pero ese día, en esa sala donde se desarrolló la última jornada del juicio oral, mientras los jueces leían la sentencia, sentí que Ibáñez mató con la mirada al mayor culpable del aberrante crimen de su hijo. El hombre se puso amarillo, además lo estaban condenando a perpetua".
Eso le dice Ferrara a Infobae. Tiene un casete VHS con el juicio, pero no está interesado en que alguien lo digitalice. No quiere volver a ver ninguna de esas imágenes. Mucho menos las del juicio en el que se condenó al ex campeón del mundo Carlos Monzón por matar y tirar del balcón a su mujer Alicia Muñiz.
La mirada furiosa que no olvida Ferrara apuntó contra un hombre que hoy está en libertad. Es Juan Carlos Molina (hoy 63 años), que fue concuñado de Diego Ibáñez (61 años al momento del secuestro), ex diputado nacional, hombre con poder en las 62 organizaciones peronistas y secretario general del Sindicato Unido de Petroleros del Estado (SUPE).
En esa mirada estaba condensado, como envasado al vacío, todo el dolor y el odio de una traición impensada, la peor traición que pudo haber recibido.
El caso conmocionó al país. No sólo por los detalles, sino porque el padre de la víctima era amigo del por entonces presidente Carlos Menem, quien viajó a Mar del Plata para acompañar a la familia. "Se trataría de delincuentes comunes y el caso no tiene ninguna vinculación con la destacada participación que tiene su padre en el país a nivel político y gremial", dice un fragmento de una de las notas del diario marplatense La Capital.
El calvario
Aquel 6 de julio de 1990, a Guillermo le tendieron dos trampas. La primera fue un llamado de una mujer llamada Carmen Pascual, esposa de uno de los captores y condenada nueve años, quien lo citó en un café de La Perla, a diez cuadras del centro, para contarle los detalles de la infidelidad de su pareja. Claro está: era un señuelo, información falsa. Guillermo fue a la cita, pero la mujer no estaba. Salió y se subió a su camioneta Ford F-100 -que llegó a conducir el ex presidente Carlos Menem, amigo de su padre-, y en el camino, a la altura de la estación de trenes, Molina le hizo señas desesperadas. Dijo que su auto había tenido un desperfecto mecánico. Simuló un encuentro casual, pero todo era parte de una celada. En eso, este caso se parece al del clan Puccio: el siniestro Arquímedes Puccio utilizaba a su hijo Alejandro como anzuelo de las víctimas, a quien conocían por su notable desempeño como rugbier.
Molina, según siguen creyendo los investigadores, se había obsesionado con secuestrarlo. No sólo para obtener dinero a cambio del rescate, sino porque presuntamente odiaba a los Ibáñez. "No está claro si fue despedido de una empresa de la familia o si quedó afuera de un negocio, pero no los quería", dice una fuente del caso.
Según las crónicas de la época, Molina le pidió a Guillermo que lo llevara hasta el barrio Libertad, a unos cinco kilómetros del centro.
—Tengo que solucionar algo urgente, te pido el favor —le dijo.
Guillermo Ibáñez accedió porque conocía a Molina. "Además era solidario, era como un chico de gran corazón", recuerda su hermana Alicia.
Guillermo lo llevó, y en el camino, desde un Fiat 128 y un Taunus, se bajaron los otros dos captores. Eran Roberto Acerbi (42 al momento del delito) y Néstor Ausqui (26), a quienes Guillermo conocía porque paraban en el bar Doria III, en la calle 12 de octubre, zona del Puerto. Eran dos ex choferes de camiones y colectivos que habían sido despedidos. Ibáñez fue amenazado, maniatado y encapuchado. Lo trasladaron a la casa de Ausqui, en Brandsen 8900, a unas 15 cuadras del lugar donde la Policía encontró, horas más tarde, la camioneta de Guillermo.
Ese dato no es menor: la Policía terminó pidiendo disculpas porque no rastrilló como debía la zona. El secuestrado estaba en ese radio.
Poco después, Diego Ibáñez recibió el primer llamado de la banda: le exigieron dos millones de dólares. Se llegó a decir que su amigo Alfredo Yabrán (que cobraría una siniestra notoriedad años siete años después por el crimen de José Luis Cabezas) le prestó dinero. Pero nunca se llegó a pagar el rescate. El empresario pidió una prueba de vida de su hijo. "Busquen en la cabina telefónica del Automóvil Club", dijo la voz de uno de los captores.
Ese dato trascendió en los medios, lo que nunca sería perdonado por Ibáñez.
—Levantate, con tu viejo está todo arreglado. Vamos a hacer el canje.
Era la madrugada del 9 de julio. Pero Ibáñez ya estaba sentenciado a muerte desde antes del secuestro. "Estaba claro que lo iban a matar porque conocía a Molina. La banda había cavado un foso de 90 centímetros de profundidad por un metro de diámetro", cuenta Ferrara.
Ese lugar, un baldío de la ruta 210 y Berutti, estaba situado a unas tres cuadras de la casa donde lo mantuvieron en cautiverio. Ibáñez estaba encapuchado y maniatado. La ejecución fue tenebrosa: lo golpearon en la nuca con una maza. Y en el piso le pegaron en la cabeza con la misma pala con la que cavaron su tumba.
"Fueron crueles y por eso deberían haber estado presos de por vida. La autopsia reveló que existían restos de tierra en la tráquea de Guillermo, por lo que lo enterraron aún con vida. No se cobró rescate, el tema es que se armó un mito de que la familia Ibáñez era millonaria y dormía arriba de colchones de dinero, pero no es así. A Guillermo lo tenían atado a con una cadena que compraron con su propia tarjeta de crédito", recordó Alicia, hermana de la víctima, en una entrevista que le concedió al periodista Gustavo Visciarelli para el diario La Capital, en 2007, cuando los secuestradores obtuvieron la libertad condicional por un fallo de la Cámara Penal de Mar del Plata.
Visciarelli cubrió el caso en su momento junto a otro histórico y notable periodista de Mar del Plata: Adalberto Vecchiarelli. Los dos investigaron y descubrieron detalles de uno de los casos más resonantes de la historia criminal argentina.
Una amiga de Guillermo, que pidió reserva de identidad, reveló: "Guillermo tuvo un hijo con una mujer, pero se separó y conoció a otra mujer, quien al momento del secuestro estaba embarazada de una nena. Una versión es que la esposa de Asqui le dijo que quería hablar con él para contarle algo de su mujer. Y cuando estaba secuestrado, a Guillermo le hacen escribir una nota y le escribe al padre: '¿Te acordás papá el día que me pegaste en el baño?'. Y eso había pasado un día en el que habían vuelto de la casa de Molina, uno de los secuestradores. Y le ponía las M grandes para que se diera cuenta. Pero su padre no capto esa señal".
La hermana de Ibáñez confirmó que los secuestradores le hicieron escribir en ese recorte de diario una anécdota. ¿Haberla descifrado hubiese cambiado la historia? Nunca se sabrá.
El plan del secuestro se había definido tiempo antes, entre los captores. Un cuarto hombre, que habría participado pero fue dejado afuera de la banda, se presentó a los pesquisas y les dijo que le habían propuesto participar del hecho pero que no sabía que se trataba del hijo de Ibáñez. No le creyeron, pero aportó datos de los culpables. Ese hombre murió tiempo después.
El hallazgo ocurrió el 25 de julio. "Menem llega a Mar del Plata", tituló el diario El Atlántico de esa ciudad. "Ibáñez fue encontrado muerto de un tiro", titularon los diarios, pero no hubo disparos. "No usaron armas para no alertar a los vecinos", dijo Alicia.
El mundo político y sindical, desde Menem al gobernador bonaerense Eduardo Duhalde y Lorenzo Miguel, viajaron al entierro del hijo de Ibáñez, quien ese día enfrentó a los periodistas y les dijo: "La mitad de la culpa es de ustedes". Lo hizo en referencia a la publicación del dato del teléfono público.
Ese día, quebrado, gritó: "¡Por qué no me mataron a mí!". Luego se abrazó con Menem. Algunas personas se acercaron al cementerio Colinas de Paz, de Miramar, y pidieron por la pena de muerte.
Por el caso, Menem pidió enviar al Congreso un pedido para que se analice instaurar la pena de muerte en la Argentina para delitos "aberrantes", entre ellos el secuestro y la violación seguida de muerte. Pero reculó porque la Iglesia se opuso, más allá de que pensaba lanzar un plebiscito. "He decidido", admitió en la mesa de Mirtha Legrand. También dijo que conoció a Alfredo Yabrán circunstancialmente, cuando se lo presentó su amigo Ibáñez.
Los unía una amistad que había nacido cuando Menem estaba lejísimos de ser presidente, aunque por entonces, década del 70, anunciaba: "Algún día voy a llegar a la Casa Rosada".
"Con los secuestradores libres, volvimos a revivir el infierno. Ya nos intentaron secuestrar dos veces", dijo a La Capital en 2007. Además reveló que durante el secuestro, un miembro de la familia se reunió con un enigmático grupo comando que pidió 20 mil dólares a cambio de la liberación de Guillermo. "Decían que sabían dónde estaba y que podían rescatarlo. Era mentira, pero si venían de otro planeta a decirnos que podían traerlo con vida, nos reuníamos".
Quienes lo conocieron, dicen que Guillermo era una gran persona. Su hermana aún guarda una foto en la que se lo ve a los 12 años llorando por la obtención de un título del club de fútbol Talleres. Seguía los pasos de su padre en el mundo empresarial y hasta Menem lo tenía como un niño mimado porque compartían, como su padre, la pasión por el fútbol y el automovilismo.
Por su padre sentía amor, pero a también un respeto que por momentos era temor.
Una amiga de Guillermo Ibáñez, que pidió reserva de identidad, cuenta: "Lo conocí a los 15 años más o menos, en el Puerto. Me llevaba tres años. Éramos un grupo grande, hijos de gente de la pesca, de empresarios del Puerto y trabajadores. Era super amiguero, no lo digo porque se haya muerto. Necesitabas un favor y él te lo hacía, te prestaba el auto, la camioneta, te conseguía alojamiento en los hoteles del SUPE en todos lados. Una vez fuimos a ver a Queen y no recuerdo haber pagado la entrada, tenía una camioneta Ford color beige. Te conseguía pasajes si tenías que viajar, era muy servicial, un pibe que parecía necesitado de que lo quisieran".
"Guillermo tenía una relación muy fuerte con su padre. Cuando estuvo detenido en plena dictadura, como muchos sindicalistas, él lo iba a ver siempre a la cárcel de Magdalena. Pero también es cierto que le tenía cierto temor: un día estaba fumando en El Doria, y entró Diego y Guillermo no hizo a tiempo a tirar el cigarro y para que no lo viera fumar, se lo metió para adentro de la boca y se quemó toda la lengua", recuerda la amiga de la víctima.
La tragedia pareció ensañarse con los Ibáñez. Hace unos años, el hijo de Guillermo murió atropellado por un tren en Capital Federal.
Y lo que ocurrió con su abuelo es de público conocimiento: el 1 de enero de 1995 murió en un accidente de tránsito cerca de Balcarce.
En las próximas horas pensaba viajar a Buenos Aires para reunirse con Menem, que estaba por lanzar su campaña. "Lloró todos los días de su vida por su hijo y siempre sospechamos que no fue un accidente", le dijo Alicia a Infobae. Ibáñez siempre recalcó que nunca pensó en vengar la muerte de su hijo. "El fantasma de Guillermo seguirá a esos canallas aun después de muertos, yo no me vengaré, pero espero contener a la gente de mi entorno que sí quiere hacerlo", llegó a decir. En su último suspiro, le pidió al camionero que lo encontró aprisionado en su auto volcado, que le diera su reloj a su hija Alicia. Los malos rumores señalaron que ahí tenía el número impreso de una cuenta bancaria. Pero la verdad era otra: ese reloj era de su hijo Guillermo, el objeto que miraba todos los días para mantenerlo vivo en el recuerdo.
Informe y colaboración: Bruno Verdenelli
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