Ayudó a fundar una base de la Antártida a pico y pala y trabajó a 30 grados bajo cero para hacer patria: la increíble hazaña de un pionero argentino

La sorprendente vida de Juan Carlos Luján, uno de los integrantes de la Patrulla Soberanía que en octubre de 1969 logró romper el aislamiento con el continente blanco al cimentar la primera pista de aterrizaje para vuelos intercontinentales. Condecorado por su actuación en Malvinas como tripulante de Hércules, esta es la historia de un pionero que hizo historia hace cinco décadas

Los trabajos de la Patrulla Soberanía en la meseta de la isla Marambio para construir una pista de aterrizaje que rompiera el aislamiento en el desierto blanco.

No eran superhombres. Eran argentinos con otros ideales, decididos a hacer patria y promover la grandeza del país. Tenían la audacia de los aventureros y una estructura mental resiliente para sobrellevar la adversidad.

Medio siglo atrás, el sacrificio en los hielos perennes se recompensaba con la "conquista" de la naturaleza prístina e ingobernable de la Antártida. Por eso los antárticos -aquellos audaces que se postulaban para permanecer por lo menos un año en el lejano continente blanco- se perfilaban con otra fragua. Y no eran pocos los que anhelaban la experiencia inaugural de permanecer en el aislamiento polar: a fines de los años '60 sumaban unos 400 aspirantes. Aunque sólo uno de cada 10 lo lograba.

Hace 50 años hubo 40 preelegidos que habían sorteado filtros sucesivos: los estudios teóricos de geoglaciología, meteorología, primeros auxilios y un largo y riguroso entrenamiento en la alta montaña invernal. Además de la destreza en esquí y la resistencia física, habían superado pruebas de supervivencia extrema. Primero en la Escuela de Instrucción Andina en Bariloche y más tarde en la cara más inexpugnable del cerro Tronador. Allí construían iglúes y cavaban cuevas en el hielo. Luego se introducían en abismales grietas y con sogas y técnicas de andinismo se adiestraban en rescates previendo la propia supervivencia. La meta era escaparle a la trampa de hendijas y de mar congelado del endeble suelo antártico.

En 1969 mientras el hombre llegaba a la luna, la Argentina lograba unir el continente a la Antártida, hasta ese entonces aislado. Gracias a esa hazaña, el país inauguró los primeros vuelos  vuelos intercontinentales.

Cumplida la instrucción, restaba el último peldaño: un examen psíquico severísimo. Primero con psicólogos que mediante dibujos interpelaban las fragilidades humanas; luego con psiquiatras que sopesaban la estructura mental. Un breve intercambio dialéctico alcanzaba para auscultar flaquezas y ganarse el sello de "No es apto".

El suboficial auxiliar Juan Carlos Luján ingresó a aquel consultorio temeroso de que un desliz de incorrección pulverizara su anhelo. Había visto al tendal de rechazados y eso socavaba su autoestima. Luján no conocía la Antártida, pero ya la amaba. Sabía de sus tragedias y proezas y la imaginaba como un terruño estridente en su mudez; sobrecogedor en su soledad. Desconocía que el embrujo lo acompañaría de por vida.

El comienzo de la Base Marambio: carpas sobre el barro congelado y vuelos que anevizaban (aterrizaban en la nieve) en la isla

Luján disimuló su inseguridad al ingresar al consultorio y al enfrentar al médico un escalofrío estremeció su cuerpo:

—Usted, Luján, tiene su estructura psicológica completamente deteriorada—le espetó, sin otros preámbulos.

El diagnóstico, precipitado, arbitrario, lo desconcertó y cuando trató de recomponerse, el psiquiatra enseguida le sonrió. Le extendió la mano y en tono picaresco se retractó: "Lo felicito, que tenga mucha suerte en la Antártida".

Aquel fue el punto inaugural de una vida dedicada a transmitir las vivencias en el hielo y a difundir la historia de la presencia argentina en el desierto blanco. Como explorador e historiador antártico, muchos años después también fundaría un museo en Villa Adelina sobre un hito que lo tiene como protagonista: la fundación de la Base Marambio que él junto a otros 20 camaradas hizo posible siglo atrás.

Parte de la Patrulla Soberanía que logró unir la Antártida con el continente en 1969

La Patrulla Soberanía

Junto a otros 20 elegidos en la primavera de 1968 el suboficial se embarcó en el rompehielos ARA San Martín. Había sido seleccionado para sumarse a la dotación de la base antártica Matienzo. Se trataba entonces de una de las cinco bases permanentes del país en el continente blanco. Él y sus camaradas tenían como misión integrar una patrulla que, si bien no lo intuían, marcaría un punto de inflexión en la historia y serviría como puerta de entrada a la Antártida. Así nació la Patrulla Soberanía.

La Fuerza Aérea Argentina (FAA) buscaba romper el aislamiento antártico y trazar un puente aéreo con el continente, de manera de obviar los 15 días de navegación entre los hielos australes posible sólo en primavera y verano y conectar la Antártida con Buenos Aires en un vuelo de 7 horas todo el año.

El rompehielos ARA San Martín fue hasta fines de los años ’60 la única vía para llegar al continente blanco

Para esa osadía habían explorado dos posibles locaciones: la isla 25 de mayo (actual base chilena Frei), que enseguida fue tomada por los rusos (exbase Bellingshausen) y otra isla inhóspita de 18 km de largo por 8 de ancho, entonces bautizada Seymour, por el navegante inglés que primero la divisó. El propósito era cimentar una pista natural sobre el permafrost -el barro congelado típico del lugar- para que aviones de gran porte con trenes de aterrizaje convencionales (ruedas, en vez de esquíes) pudieran trasladar tropa, vehículos pesados, casas desarmadas y la logística para una nueva base de la FAA.

Ningún otro país hasta entonces lo había intentado. La Argentina había sido pionera al establecerse de manera permanente en la masa polar en 1904, con la fundación de la base Orcadas y durante 40 años también había sido el único. Faltaba romper el statu quo y dar aquel gran salto aéreo.

El comienzo de la aventura

Las contingencias para la patrulla Soberanía fueron muchas. De entrada, el hielo consolidado en el mar le impidió al rompehielos alcanzar la base Matienzo. Debieron asentarse en otra base contigua, Esperanza. Con un avión turbohélice Twin Otter, con esquíes, cuando finalmente arribaron, se encontraron con la estructura operativa de la base en emergencia: por el aislamiento escaseaban los víveres. Se relevó a la dotación y recién cuando normalizaron su funcionamiento, emprendieron la aventura de dimensiones épicas.

Vista cenital del campamento antártico en la ex isla Seymour en 1969

En la isla Seymour, 200 km al sur de Matienzo, en sucesivos vuelos exploratorios, la Fuerza Aérea había vislumbrado mediante relevamientos fotográficos una meseta entre el predominio de las ondulaciones antárticas. Por sus características geomorfológicas esa planicie podía ser apta para emplazar la pista natural. Además, contaba con una peculiaridad: el terreno se elevaba 197 msnm y los vientos antárticos de hasta 200 km por hora barrían la nieve de la superficie.

Para comprobar la resistencia del suelo, capaz de soportar a esos galpones con alas que son los Hércules, lanzaban desde el aire bolsas con piedras. El terreno superaba esas pruebas. Pero restaba una faena titánica: picar en el hielo y despejar el suelo de piedras y rocas de gran tamaño para materializar la pista.

Hacia allí se dirigió la Patrulla Soberanía: 21 hombres entre oficiales y suboficiales que soportando temperaturas de -30º, plantaron sus carpas en la isla desierta. Los sucesivos vuelos de un avión Beaver trasladaban a los hombres y a sus pertrechos: picos, palas, barretas, alimentos, medicamentos y equipos de radio. Pocos elementos, pero los suficientes para que la determinación de aquellos pioneros esculpiera sobre el suelo la proeza.

Los aviones monomotor Beaver con esquíes para conectar las diferentes base

Anevizaron en la Bahía López de Bertodano, a unos 1000 metros del mar. En una breve ceremonia, la patrulla tomó posesión de aquel lugar virgen, inhabitado. Luján, con una caña de colihue, improvisó el mástil donde flameó por primera vez el pabellón nacional. Se labró un acta, se la leyó por radio a la Cancillería y se rebautizó a aquella isla con el nombre de uno de los pioneros en la exploración antártica: el comodoro Gustavo Argentino Marambio.

En dos horas y media, tres adelantados treparon la meseta y, al certificar que las condiciones de solidez eran propicias, instalaron allí el campamento. Durante tres meses y en jornadas extenuantes, sólo con picos, palas, barretas y la fuerza humana, la patrulla Soberanía fue despejando las piedras y nivelando la pista natural, de 25 metros de ancho por 900 de largo. Más tarde contaron con la ayuda de carretillas y herramientas renovadas lanzadas desde un Hércules junto con refuerzos de alimentos y correspondencia familiar para aliviarles la faena. Los picos y palas, originalmente de 50 cm, se habían reducido a la mitad de tanto machacar el hielo, duro como el concreto.

Así, a pesar de las condiciones extremas, el 29 de octubre de 1969 por primera vez en la historia mundial un avión turbo hélice, un Fokker S27, cruzó el Pasaje de Drake desde Río Gallegos y tras recorrer 1350 kilómetros, en 3.30 horas y aterrizó en la Antártida.

29 de octubre de 1969: un Fokker S-27 de la Fuerza Aérea une por primera vez Río Gallegos con la Base Marambio.

"Para nosotros fue una locura porque se cumplía una utopía—rememora Luján, en diálogo con Infobae—. Por primera vez se rompía el aislamiento entre ambos continentes. Llorábamos de emoción porque cuando decíamos por radio que estábamos haciendo una pista natural, la gente no nos creía. Pero ese vuelo inaugural fue la ventana para un cambio radical con las dotaciones antárticas: los heridos podían ser rescatados y ya no se tenía que permanecer un año si se suscitaban contingencias. Más tarde también se pudieron instalar familias en la Base Esperanza y el 11 de abril de 1970, cuando aterrizó el primer Hércules, procedente desde El Palomar, con 10.000 kilos de carga, la nueva base Marambio comenzaba a tomar forma. Gran parte del material vino desarmado en esos vuelos. Uno tiene el orgullo de que Argentina realmente fue pionera en los vuelos intercontinentales".

El histórico aterrizaje de un Hércules C-130 en la pista de Marambio

-¿Cómo fue la vida aquellos meses de trabajo en la meseta?

-Nuestra vida transcurría prácticamente afuera. Usábamos una carpa como comedor, en la otra montamos una radio estación y en las otras dormíamos. Comíamos huevo en polvo, frutas y verduras deshidratadas y cortábamos en panes la nieve para hacer agua y tomar mate cocido. Amanecíamos dentro de las carpas con la barba y los músculos faciales congelados y nos salían como estalactitas por los orificios de la nariz, porque adentro de las carpas hacía tanto frío como afuera. Desayunábamos, nos poníamos a trabajar y así eran nuestros días.

El suboficial, explorador e historiador antártico Juan Carlos Luján, en un de sus regresos a la base que ayudó a fundar.

-¿Alguno se deprimió entre tanta soledad?

-Para ir uno tenía que tener mucho equilibrio psicológico. A uno de nuestros compañeros estando allá se le enfermó de gravedad su hijo de tres años. Vivíamos la evolución de su estado de salud en cada comunicación por radio porque él nos contaba las novedades. Nos alegrábamos con cada mejoría y nos entristecíamos a la par cuando el cuadro se complicaba. El chico finalmente falleció y su padre no pudo siquiera ir a su entierro: la pista todavía era un proyecto. Seguíamos aislados. Al margen de eso, imagine la convivencia entre un grupo de gente que se ve la cara las 24 horas del día. Es complicado y a la armonía había que mantenerla entre todos. Nosotros éramos 18 de la Base Matienzo y había otros tres de la Base Petrel. Sólo a uno lo relevaron al comienzo porque se lo veía muy ansioso y extrañaba a la familia. Regresó en uno de los aviones con esquíes que intercomunican las bases y de allí en helicóptero al rompehielos. En mi caso, tenía 30 años y era soltero.

Vista aérea de la base Marambio

-¿Estando allá, sentía que estaba haciendo historia?

-No, como militares cumplíamos con nuestra misión. Entonces no tomábamos conciencia de lo que representó aquel hito. Pero trabajábamos con mucho orgullo. Siempre digo que no se defiende lo que no se ama y no se ama lo que no se conoce. Y esa conexión aérea ha ayudado para que todos los que vinieron después también puedan amarla, investigarla y defender pacíficamente la soberanía de nuestro territorio. Hoy en Marambio hay un cartel que dice: "Cuando llegaste, apenas me conocías. Cuando te vayas, me llevarás contigo". Y es así. Yo he tenido la suerte de regresar a esa paz inconmensurable muchos 29 de octubre ya que tras esa misión comencé a trabajar en el Comando Antártico. Es muy difícil de expresar en palabras lo que uno vive allí: como uno está obligado a arreglarse solo con lo que tiene y sobre todo hacer las cosas porque no hay otros que la hagan por uno. Y hoy cuando pienso en las dotaciones de las seis bases permanentes argentinas no se puede dejar de reconocer cómo un núcleo tan chiquito de gente cumple una tarea tan importante como es la de defender un pedazo de patria que es la que reclama el país.

Las bases argentinas en el continente blanco

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