El presidente Raúl Alfonsín tomó el auricular del intercom y saludó a todos los pasajeros del Tango 01: funcionarios, periodistas, legisladores de la oposición, gremialistas y empresarios. Les expuso someramente los objetivos del viaje, aunque todos los conocían de sobra. Pero subrayó un propósito adicional: colocar 3 millones de toneladas de trigo que habían quedado en los silos por el incumplimiento de la entonces Unión Soviética.
-Eso dejalo por mi cuenta, Raúl -se escuchó desde las primeras filas.
Alfonsín no pudo reprimir un gesto de contrariedad. El que había hablado era Ricardo Pueyrredon, su director de Ceremonial y Protocolo, no su ministro de Economía.
Tataranieto de Juan Martín, primer Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata; bisnieto de Prilidiano, ingeniero y pintor, e hijo de Honorio, ministro de Agricultura y luego canciller de Hipólito Yrigoyen, Ricardo Pueyrredon pudo desentenderse de una agobiante cantidad de puentes, plazas, avenidas y museos cargados en su mochila genealógica para ser por su propio mérito el David Ogilvy argentino: el creador de la publicidad hecha acá.
En 1922 su padre fue designado embajador en los Estados Unidos. Ricardo se transformó en Richard al cursar el secundario en la Sidwell Friends School, una escuela elitista de Washington DC que tuvo entre sus alumnos a varios "hijos presidenciales" como Archibald Roosevelt, Tricia Nixon, Chelsea Clinton y Sasha Obama.
Por aquellos años '20, los únicos alumnos extranjeros eran Pueyrredon y Setsuko Matsudaira, la hija del embajador japonés. En las fiestas estudiantiles, ese argentino rubio era el único que sacaba a bailar y la rescataba del bochorno de quedar planchando. Él la recordó siempre como la más culta, inteligente y divertida de la clase.
Tras el golpe de 1930 la familia Pueyrredon tuvo que volver a la Argentina y Richard decidió contrariar el deseo paterno de que estudiara Derecho: lo suyo sería la publicidad. Trabajó 3 años en J. Walter Thompson y en 1939 fundó su propia agencia, Pueyrredon Propaganda: la primera agencia de publicidad argentina, la primera en firmar sus avisos y la primera en promover una candidatura política.
Comenzó con un único cliente: la textil Masllorens, a la que pronto se sumaron los relojes Omega y Tissot, la automotriz Ford y la gaseosa Pepsi. En 1960 Pueyrredon Propaganda tenía un plantel de 100 empleados, facturaba más que las grandes agencias extranjeras e impulsaba la carrera de creativos como Pablo Gowland, David Ratto, Alberto Borrini y Carlos Montero.
Ese año, Richard Pueyrredon se asoció con el otrora zar de la elevisión cubana, Goar Mestre, y con Carlos Vigil, de Editorial Atlántida, para lanzar Producciones Argentinas de Televisión, Proartel, la productora de contenidos de la señal Canal 13.
Paradójicamente, el triunfo de sus candidatos radicales en 1963 marcó el derrumbe de la agencia: apenas electo, el presidente Arturo Illia le pidió a Richard que asumiera la embajada en Canadá. Los clientes de PP estaban acostumbrados al trato coloquial con el jefe y cuando el jefe se fue, ellos también se fueron.
El golpe de Juan Carlos Onganía forzó el retorno de una familia Pueyrredon empobrecida, aunque ya contagiada del bichito de la política. Junto a su ex discípulo David Ratto, Richard colaboró con la campaña de Raúl Alfonsín en el '83 y tras la victoria electoral de octubre fue designado director de Ceremonial y Protocolo de la Presidencia de la Nación.
A mediados de 1986, el presidente Alfonsín gozaba de su apogeo: el mundo entero aplaudía el Juicio a las Juntas, las primeras elecciones de renovación parlamentaria habían ratificado en octubre del '85 el triunfo del '83 y el Plan Austral empezaba a mostrarse eficaz para estabilizar la moneda y contener la inflación.
Parecía el momento adecuado para cosechar. El canciller Dante Caputo quería promover formas de asociación con potencias extranjeras "que no busquen establecer hegemonía alguna, para evitar los riesgos de una dependencia económica". Por eso, junto al ministro de Economía, Juan Vital Sourrouille, y el subsecretario de Industria y Comercio Exterior, Roberto Lavagna, le aconsejó al Presidente que aceptara una invitación del gobierno japonés.
Y allí estaban esa noche del 13 al 14 de julio, a bordo del viejo Tango 01. En la tediosa etapa de Los Angeles a Tokio, casi 10 horas de vuelo sobre el Pacífico, los funcionarios iban pasando de a uno al compartimento presidencial para coordinar las tareas de las próximas 72 horas, el tiempo de permanencia en las islas.
Cuando le llegó el turno a Pueyrredon, Alfonsín hizo hincapié en una advertencia que les había formulado la embajada japonesa en Buenos Aires: el Presidente debía concurrir solo al encuentro del emperador Hirohito.
Sin ministros, sin asesores y sin el director de Ceremonial y Protocolo que solía acompañarlo en todos los actos oficiales. El palacio imperial de Kôkyo, en Chiyoda, el distrito especial 23 de la capital nipona, donde viven recluidos el emperador, su familia y su corte, goza de un status sagrado y sólo se abre al público el 1 de enero y el día del cumpleaños del emperador.
-Mañana a las 11 me pasa a buscar un auto. Tengo que ir solo. Vos me esperás en el hotel.
-Sí Raúl – respondió Richard, y dejó su asiento libre para el siguiente.
A las 11 de la mañana, ya todos los integrantes de la comitiva habían salido a reunirse con funcionarios locales. Dos diputados de la oposición, Alvaro Alsogaray por la Ucedé y Oscar Alende por el Partido Intransigente, fueron invitados a viajar en los modernísimos trenes interisleños.
Alfonsín bajó al lobby del hotel con un impecable traje oscuro. Se acercó a la explanada en cuanto vio un auto con las banderas del Japón y de la Argentina sobre los guardafaros. En el momento en que estaba por subir, casi se tropieza con Richard, también de traje negro.
-¿No habíamos quedado en que al Palacio tenía que ir yo solo? – dijo el Presidente en tono de reproche.
-Sí, sí, Raúl. Vos vas solo. Yo estoy esperando otro auto. Mirá, ahí viene el mío.
Sin entender mucho, Alfonsín partió hacia su encuentro con el emperador. Un par de veces giró la cabeza y vio que el auto de Richard lo seguía. En esa época, ni el Japón tenía teléfonos celulares, de modo que no pudo llamar a su amigo para sacarse la intriga de encima.
El Presidente volvió al hotel una hora después y lo primero que hizo fue preguntar por su director de Ceremonial y Protocolo.
-Salió en un auto oficial -le dijeron. Algo que Alfonsín ya sabía.
Como dos horas más tarde llegó Pueyrredon. El chofer le abrió la puerta trasera y llamó a un botones del hotel para que se acercara con el carrito portaequipajes. Después levantó la tapa del baúl y empezó a sacar paquetes primorosamente envueltos en papel para regalo y cintas de colores. Cada paquete tenía una tarjetita adherida con los nombres de Elena, Elenita, Julieta, Juan Martín, Gloria, Ricardo, Patricio, Gustavo, Daniel y César: la mujer y los ocho hijos de Richard.
Con una sontisa de oreja a oreja, que en su caso era mucho decir, Richard le indicó al botones su número de habitación y subió también él a ponerse un traje de calle.
En el trayecto de regreso, por supuesto más agotador que el de la ida, Caputo y Sourrouille le informaron al Presidente los resultados provisorios del viaje. Para sorpresa de todo el mundo el Japón había comprado en efectivo los 3 millones de toneladas de granos.
-Ahí no tuvimos nada que ver, nos limitamos a firmar – reconocieron con no poca sorpresa el canciller y el ministro.
Sí habían conseguido que el Japón saliera como garante de un crédito de 100 millones de dólares del Eximbank para la adquisición de productos japoneses, con el compromiso de que al año siguiente llegaría otro crédito de 100 millones de libre disponibilidad y un tercero por 737 millones de dólares de bajo interés y largo plazo para desarrollo petroquímico y de gas natural. En paralelo se suscribieron dos convenios de pesca, uno para investigación y otro para asistir a los buques japoneses en la captura fuera de la plataforma marítica argentina.
En el resto del avión, todo el mundo quería conocer el origen de los regalos de Richard y el porqué de su visita al palacio imperial.
La historia oculta era sencilla y con moraleja. Así como Richard, su padre y sus hermanos tuvieron que regresar a la Argentina, aquella condiscípula de la Sidwell Friends School de los años '20 en Washington tuvo que volver al Japón. De tanto en tanto se cruzaban cartas entre Tokio y Buenos Aires con noticias de casamientos, hijos y nietos. Lo cierto es que los rasgos orientales de Setsuko, que pudieron haber resultado poco atractivos para algunos jóvenes de la alta sociedad norteamericana que nunca la sacaron a bailar, fueron definitivamente muy atractivos para sus connacionales, porque nada menos que el hermano del emperador Hirohito, Yasuhito, el segundo en la línea sucesoria, se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
Al casarse, la plebeya se convirtió en Princesa Chichibu -un equivalente al título de príncipe de Gales que reciben los consortes británicos- y por supuesto se instaló en el Palacio.
Cuando la familia imperial fue informada del viaje de Alfonsín, el nombre de Ricardo Pueyrredon aparecía integrando la comitiva. Inmediatamente partió de Tokio un télex, que ya la tecnología de las comunicaciones había avanzado algo, con la invitación formal para que visitara en el Palacio a su antigua condiscípula, que siempre valoró aquel gesto del porteño que supo rescatarla de la plancha en las fiestas estudiantiles y de yapa la transformó en una eximia bailarina de tango.
Tanto como para decidir en un pestañeo la compra de 3 millones de toneladas de trigo argentino.
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