Cuando los moros invadieron Cataluña, en el año 717, en la iglesia de Sant Just -en Barcelona- había una imagen de la Virgen. Los fieles quisieron protegerla de un posible ataque. Y para resguardarla, decidieron esconderla en una cueva de la montaña de Montserrat.
Allí quedó y con el paso de los años el hecho se olvidó. Los pobladores posteriores ignoraban aquel salvataje y nadie recordaba ese refugio secreto. Hasta que en el año 880 fue hallada milagrosamente por siete pastores.
La historia -o el mito- señala que pasaron por un lugar del que salía una hermosa música, mientras que varias luces misteriosas iluminaban el sendero y revelaban el sitio del olvidado escondite.
Cuando removieron las piedras, hallaron la imagen que había sido preservada 163 años antes.
Una procesión de clérigos decidió llevarla a la Catedral de Manresa, pero en el camino la caravana no pudo avanzar porque resultó imposible mover la imagen. Eso se interpretó como un deseo de la Virgen de quedarse allí, por lo que se construyó una ermita en el mismo emplazamiento donde ahora se levanta el Monasterio de Montserrat.
Desde entonces la Virgen está en ese lugar. Pero hubo un cambio notable. Porque aquella imagen blanca se volvió morocha. Morena, negra.
La explicación científica sostiene que la pintura original, el albayalde, contenía plomo. Y que la Virgen se oscureció, al oxidarse con el humo de la velas encendidas día y noche en el templo.
Y así la ven dos millones de visitantes que cada año acuden a honrar a la "La Moreneta": de madera tallada, con el Niño Jesús entre sus piernas, cubierta con un manto y un velo dorados, como la corona y el trono donde está sentada.
Pero el rostro y las manos, lo mismo que la cara, las manos y los pies del Niño, son oscuros. Es la Virgen Morena de Montserrat.
El cariño popular por la Virgen Morena, la trascendencia del monasterio y su influencia en la sociedad española de la época se pusieron de manifiesto cuando Colón vino a América: por orden de los Reyes Católicos, en su segundo viaje lo acompañó uno de los clérigos de Montserrat, el sacerdote Bernardo Boyl, quien pasó a la historia porque celebró la primera misa en el Nuevo Mundo, el 6 de enero de 1494. Fue en la Isabela, hoy Puerto Plata, República Dominicana. En la ceremonia había una imagen de "La Morenita", como se la rebautizó en tierras americanas, donde la santa ya empezaba a jugar de local.
Unos años después, en 1580, Juan de Garay le anticipó su lugar al fundar Buenos Aires. Porque el ámbito que eligió el vasco -la Plaza de Mayo- posteriormente fue el símbolo del barrio de Monserrat, que hoy está comprendido por Entre Ríos, Rivadavia, Leandro N. Alem, Avenida Huergo, Chile, Piedras e Independencia. Con una diferencia: aquí fue Monserrat, sin la "t" intermedia.
En 1755, en Belgrano 1151, comenzó a construirse una iglesia para glorificar a la Virgen del Monasterio de Montserrat. La iniciativa fue de Juan Pedro Serra, un chacarero catalán que quiso honrar a aquella inmaculada que habían rescatado los pastores, nueve siglos atrás.
Desde el primer momento, esa fue la iglesia de los vecinos más humildes. Las familias acomodadas acudían a otros templos, como San Francisco, Santo Domingo o la propia Catedral. Pero los feligreses que se postraban ante la Virgen Morena eran gente humilde y a menudo tenían el mismo color que la imagen que veneraban.
Porque esos vecinos eran afrodescendientes, congregados en agrupaciones que representaban a las distintas calles del barrio. Los grupos más populares eran Cabunda de la calle Chile, Banguela de la calle Méjico, Moros de la calle Chile, Rubolo de la calle de la Independencia, Angola de la calle Méjico y Conga de la calle de la Independencia.
Los negros de Buenos Aires ya tenían su Virgen, su Morenita. Y la homenajeaban cada 8 de septiembre con una procesión que era un ritual religioso y al mismo tiempo una creación musical, porque el candombe se unía a la devoción al ritmo de los tambores.
Ya era Monserrat, "el barrio de los tambores", como se empezó a llamarlo. Y también "el barrio del mondongo", porque un frigorífico de la zona regalaba las menudencias -especialmente el mondongo- a los pobladores más necesitados. Que eran esos mismos vecinos negros que pronto iban a tener un cambio inesperado en sus vidas.
Porque como consecuencia de las epidemias de fiebre amarilla de 1852, 1858, 1870 y 1871, los habitantes de las grandes casonas del barrio abandonaron sus viviendas y emigraron precipitadamente.
Las enormes casas de las familias acomodadas, hasta ese momento inaccesibles, quedaron vacías. Y pese al flagelo de la peste, que también cobró la vida de cientos de afrodescendientes porteños, fueron esas familias las que -pagando un alquiler- pasaron a vivir en esas residencias. Habían nacido los nuevos conventillos del barrio de Monserrat.
Una de esas casas estaba en la calle Salta 321. Justito a la vuelta de la Parroquia de Nuestra Señora de Montserrat. Grande, muy grande. Con dos entradas y un recinto en el medio que luego fue local comercial.
La puerta del 321 llevaba, escaleras arriba, a un espacioso piso con muchas habitaciones, pasillos, baños y un ambiente común que estaba pegado a la cocina. Los marcos y las puertas de madera noble ya habían soportado el desdoro de varias manos de pintura. Y en lo alto de los techos, alguna gotera invadía los señoriales gobelinos, opaco reflejo de glorias pasadas.
A fines de la década de 1930 se convirtió en pensión y tuvo un sonoro nombre: "La alegría".
Quien aparecía como el dueño -aunque quizás fuese sólo el encargado- se llamaba Humberto Cerino. Seguramente tenía un aspecto respetable, porque a su nombre y apellido usualmente se le anteponía el "Don". Consideración que disminuía un poco cuando se deslizaba el mote de "Pato Donald", que completaba sus señas personales. La esposa de Don Cerino era Nieves. Mejor dicho, Doña Nieves.
Ambos personajes jamás imaginaron que con el paso del tiempo iban a estar en la historia del tango de Buenos Aires.
Porque la pensión "La Alegría" de Salta 321 fue el reducto tanguero más extraordinario de todos los tiempos.
Durante más de una década, allí vivieron muchos de los jóvenes músicos de tango, que luego se convertirían en creadores consagrados. La mayoría de ellos eran provincianos que recién llegaban del interior. Coincidentemente, al llegar a la Capital se alojaron en el mismo lugar. Eran muchachos llenos de sueños, que trataban de tocar en las grandes orquestas de los '40, considerada la época de oro de la música de Buenos Aires.
Entre otros, fueron sus pensionistas:
Enrique Mario Francini (violinista, venía de Campana), Manuel Sucher (pianista, rosarino), Armando Pontier (bandoneonista, llegaba de Zárate), Antonio Ríos (bandoneonista oriundo de Rosario, Argentino Galván (violinista, arreglador, nacido en Chivilcoy), Emilio Barbato (pianista, de Santa Fe), Julio Ahumada (bandoneonista, rosarino), Ernesto "Titi" Rossi (de Guaminí, bandoneonista), Juan Carlos Howard (pianista, de San Isidro), Cristóbal Herreros (bandoneonista, nacido en Barcelona y criado en Campana), Alberto Suárez Villanueva (pianista, de Rosario), Héctor "Chupita" Stamponi (pianista, de Campana), Federico Scorticatti (bandoneonista, venía de Montevideo), Carlos Parodi (pianista, rosarino)
Entre 1933 y 1948 hubo también ocupantes transitorios en "La Alegría". Como por ejemplo, Astor Piazzolla, recién llegado de Mar del Plata. En esa época, Astor ya tenía un ansia desenfrenada por aprender los secretos de la música. Mucho después lo recordaría:
– Quería saberlo todo… A Galván, Stamponi y Ahumada los volvía locos… Me acuerdo que fui a la habitación de Ahumada con mi bandoneón y le toqué "Rhapsody in blue" de Gershwin…
Los jóvenes inquilinos entraban y salían en los horarios más insólitos, de acuerdo a los trabajos que conseguían en los cabarets, en las radios o en los clubes. Todo eso era aceptado con benevolencia por Don Cerino y su esposa, que no dudaban en rechazar a los pensionistas que se quejaban por ese ambiente de bohemia musical. Esa solidaridad con los jóvenes tangueros también se manifestaba en el aspecto económico. Julio Ahumada lo recordaba con ternura:
-Muchas veces pagábamos la mitad de los $ 65 del alquiler, hasta que cobrábamos. Y la comida era cosa seria. Poníamos diez centavos por cabeza y Nieves compraba lentejas. Y comíamos lentejas a morir.
Los músicos convirtieron a la pensión "La Alegría" en una usina de estudio y de creación, en una sala de ensayos de horario corrido. A cualquier hora del día y de la noche se escuchaba música. Sonaban muchos bandoneones y violines y hasta tres pianos de la Casa Lottermoser, la que estaba detrás del Café Tortoni, que habían alquilado Barbato, Suárez Villanueva y Parodi.
En muchas habitaciones, los pensionistas compartieron mates, compases, rimas y métrica con poetas como Homero Expósito, Carlos Bahr, Luis Rubinstein, Evaristo Frattantoni, Oscar Rubens y Julián Ortiz, quienes eran visitantes permanentes y en algunos casos inquilinos ocasionales.
Allí nació buena parte de la producción poética de Homero Expósito de esos años, como "Azabache", de 1942, con música de Francini (Ay, morenita, tus ojos son como luz de azabache…Tu cara parece un sueño, un sueño de chocolate…), "Pobre negra", con Francini y Stamponi, de 1943 (Pobre negra, no puede lucirse, Pobre negra, no puede bailar, negro tulipán sus ojos, manos negras, tulipán, tiembla su cuerpo de fiesta, los parches vienen y van…), "Trenzas", junto a Armando Pontier, en 1945 (Trenzas, seda dulce de tus trenzas, luna en sombra de tu piel y de tu ausencia, trenzas, nudo atroz de cuero crudo,que me ataron a tu mudo adiós…), "Flor de lino", con Héctor Stamponi, en 1946 (Flor de Lino, te veo en la estrella que alumbra la huella de mi soledad…), "Libre", de 1946, junto a Emilio Barbato (No es un reproche mi voz nada te puedo reprochar, pero me ahoga el dolor de ver el sol, y no poder volar…).
Varias de esas letras hablan de una mujer morena. Casualmente, fueron escritas a la vuelta manzana de donde está la imagen de la Virgen Negra, en el Barrio del Mondongo. En esa pensión "La Alegría" que poco a poco se fue despoblando.
Aquellos muchachos bohemios crecieron profesionalmente, ingresaron a grandes orquestas, luego formaron y dirigieron las propias y se convirtieron en referencias insustituibles de la música porteña. Con los años, también constituyeron sus familias y tomaron nuevos rumbos. Por eso, al comenzar la década del '60, ninguno de ellos quedaba en Salta 321. Otros pensionistas los reemplazaron y vivieron donde habían estado los pianos.
Pasó el tiempo. Don Cerino y Doña Nieves se fueron, la pensión quedó vacía. Y cerró.
Hasta que una noche -tiempo después- empezó a escucharse otra música en el lugar. Cumbias, sobre todo. También cuarteto, merengue, huayno, rock, vallenato.
Pero no había instrumentos, sino radios, caseteras y reproductores de todos los tamaños. Diferentes ocupantes, de distintos orígenes y con otros acentos al hablar.
Una sucesiva transformación alteró la fisonomía de los ambientes, lejos del primer esplendor de la casona aristocrática y de la posterior humildad de los jóvenes tangueros. Ahora había ropa colorida colgada, puertas abiertas, llantos de bebés y aromas de frituras.
Y abajo, en la puerta de doble hoja de madera, una cadena con un candado impedía el acceso a gente ajena a la vivienda. Porque Salta 321 se había convertido en una casa tomada.
Sus ocupantes -peruanos, dominicanos, bolivianos, colombianos- eran parte del nuevo vecindario. Y como en la época de las procesiones con ritmo de candombe, la Virgen de Monserrat volvía a ser venerada por gente de su mismo color de piel.
También por Cholita.
Así se la conocía, su nombre y apellido apenas persistían en un ajado documento de identidad que guardaba en su cuarto. Rostro anguloso y tez oscura, delgada, de trenzas negras que a veces recogía en un rodete, Cholita vivía con su mamá y su hermanita menor en un cuarto cercano a la cocina y habían llegado a ese edificio gracias a otros paisanos que ya lo estaban ocupando.
Ninguno de todos ellos supo jamás que esa era la habitación que muchos años antes compartieron los bandoneonistas rosarinos Ríos y Ahumada.
Buenos Aires era la meta soñada. Aquí se podía buscar una forma de sobrevivir, mucho mejor que en la miseria, la violencia o la persecución que habían dejado atrás. Es cierto, se pagaba un precio doloroso. Humillaciones, acoso, maltrato, desarraigo. Pero ahora empezaba una vida nueva.
¿Amores? Cholita sabía que en la casa tomada era deseada por varios. Pero Freddy, el novio que quedó en el pueblo, pronto iba a llegar. En la última carta le decía que ya había conseguido el dinero para subirse al camión, que lo llevaría desde el valle a la ciudad y de allí al otro lado de la frontera. Ella y su mamá lo ayudaban, mandándole algo de plata todos los meses.
Una tarde, como siempre, luego de limpiar la casa de la familia de Palermo donde trabajaba, Cholita pasó por la Iglesia de la avenida Belgrano y le rezó a la Virgen de Monserrat. No pedía por ella, sino por su mamá y por su hermanita.
Fue ésta, precisamente, quien le dio la novedad, apenas entró al cuarto. Atropellando las palabras le contó que había subido a la parte deshabitada de la casa, al desván, donde encontró "un montón de cosas viejas", según le narró excitada. Y prácticamente la arrastró escaleras arriba para compartir el hallazgo.
No le costaba nada darle el gusto, así que se metió en ese rincón hasta entonces ignorado. Al principio, lo más llamativo era la tierra acumulada. Había también varias tablas, de distinto tamaño. Un viejo taburete giratorio de tres patas para piano, dos atriles destartalados, muchas hojas de papel pentagramado sin usar.
A un costado, apoyado debajo de una banderola ojo de buey, un violín con una sola cuerda. Y en el piso, una partitura musical que decía "En carne propia". Le costaba trabajo leer las frases entre los acordes musicales: "Mehas __ he__ ri _do___ y la san_gre dee.sahe_ri __da go_tea_rá". No llegó a reparar en un par de apellidos que aparecían al pie, Súcher y Bahr, porque le llamó la atención una máquina de escribir.
Cholita no tenía por qué saberlo, pero era una clásica Underwood, negra y con las cuatro filas de teclas redondas.
Pero faltaba el gran descubrimiento: ajustado en el rodillo, un sobre marrón sin cerrar con una palabra en el frente, escrita a mano con letra estirada: Cholita.
Eso decía, Cholita.
En ese momento llegó la mamá, que había subido despaciosamente detrás de sus hijas:
-¿Qué es eso, hija? ¿Una carta para tí?
-No madre, ni imaginé que entre estos trastos encontraría mi nombre. Mira qué casualidad.
Iba a regresar a su pieza, pero la insistencia familiar tenía otra idea:
-¡Ábrela, ábrela!
¿Abrir ese sobre, escrito vaya a saber por quién y abandonado en una bohardilla?
Como no estaba pegada, sólo fue necesario separar la solapa. Adentro había una papel amarillento, doblado en cuatro. Al desplegarlo, lo primero que vio fue un membrete en color marrón "Pensión La Alegría – Salta 321, Buenos Aires – Unión Telefónica: 37-3516".
A máquina, con una tipografía alterada por el salto de alguna de las letras, en la primera línea había una fecha: Miércoles 3 de enero de 1945.
Y luego, un poema. Leyó en voz alta:
Cholita,
trenza y semilla.
Cholita,
manta y remesa.
Cholita,
piel sin papeles.
Cholita,
yo sueño con ser tu amor.
La invadió una sensación muy extraña. Era como si alguien, o algo indescifrable, se estuviese comunicando con ella. Se sintió atrapada por dos sentimientos encontrados. Por un lado quería seguir leyendo. Y al mismo tiempo deseaba irse de allí.
Fue su madre quien hizo el primer comentario:
-Ya me habían dicho que en esta casa hay unas unas… Hijita, algún aya está diciéndote algo.
Con toda tranquilidad, la señora le estaba diciendo que ella sabía que en la casa había espíritus errantes y que alguien difunto se quería comunicar con la joven.
Cholita, por su parte, no resistió la tentación de volver a leer:
Dejaste tu pueblo un día,
como tantas, como tantas…
Largo viaje,
asombro, miedo,
y camión.
Tu esperanza era tan grande
que preferiste perder.
Es muy difícil quedarse
y es imposible volver.
¡Cholita,
yo sueño con ser tu amor!
-¡Vamos, volvamos al cuarto!- dijo y fue hacia la escalera.
Bajó rápido y no quiso ocuparse más del tema. Pero su madre hizo un comentario más, mientras servía la humilde comida nocturna:
-Hay un hombre que está enamorado de ti. Siempre lo ha estado y nunca se ha ido de aquí. Esperó mucho tiempo para decírtelo, a través de su alma, de su hayni.
Cholita no contestó. Una calidez distinta la invadía, pese a que casi no había probado la sopa. Era una casualidad, sin duda, que un papel amarillento perdido en un desván tratara de meterse en su corazón. La mamá dijo algo más:
-Cuando escribió eso, hace muchos años, sabía que tú lo ibas a encontrar. No te sorprenda que un día percibas su presencia cerca de ti.
Cuando se fue a dormir, intranquila por una sensación desconocida, ya había tomado una determinación: a primera hora iba a ir la iglesia, a la vuelta, para pedirle ayuda a la Virgen Morenita.
Pero no hizo falta. Poco antes de que se levantaran para tomar el mate cocido, alguien golpeó la puerta de la habitación.
Sonriente, y con una pequeña valija marrón en la mano, Freddy ya estaba allí.
Por alguna razón que escapa a la fantasía de esta crónica, la letra de esa canción llegó a Miami.
Allí, el cantautor argentino Caril Paura la ha convertido en un éxito.
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