También conocidas como "casas de inquilinato", los conventillos calificaban como tales a las que que albergaban a más de cinco familias en piezas, de escasos metros cuadrados, sin ventilación. Todas debían compartir el baño o la letrina, el lavadero y el patio en un universo multicultural, en el que se mezclaban distintas lenguas y costumbres.
El anarquista catalán Eduardo Gilimón escribió que "…ha hecho que las familias se habitúen a vivir en una sola habitación de cuatro metros por otros cuatro o cinco, en la qué hay que comer y dormir, revueltos padres e hijos, y en la que las mujeres tienen que estar metidas el día entero respirando una atmósfera metífica de la que nunca desaparecen los olores de los alimentos y el vaho de la respiración".
Viejas mansiones
Los conventillos tuvieron su auge por el importante flujo de inmigrantes quienes, al no encontrar un futuro en el campo, se trasladaban a la ciudad en la búsqueda de mejores oportunidades.
La ciudad, entonces, contaba con 951.890 habitantes, de los cuales 138.200 vivían en 2462 conventillos. Muchos de ellos eran viejas mansiones de familias que, luego de la epidemia de fiebre amarilla, habían abandonado para afincarse más al norte de la ciudad. Hubo otros que fueron construidos para tal fin, con materiales baratos y dimensiones más que ajustadas para incluir un mayor número de habitaciones.
Hubo conventillos muy famosos, como el de "Los cuatro diques", "Las 14 provincias", "La Cueva Negra", el de "La Paloma", muchos de ellos ubicados en el barrio de San Telmo y La Boca. También los había en Constitución y en Once.
En un brutal hacinamiento, hombres, mujeres y niños vivían, comían y dormían en una única pieza en la que además cocinaban en un bracero al que debían encender en el patio hasta que el carbón dejase de largar humo. Las enfermedades, que estaban a la orden del día, eran combatidas por las autoridades a duras penas quemando en el mismo patio colchones, ropas y todo lo que las llamas pudiesen consumir.
Por 1907, la mayoría de la población que vivía en un conventillo era extranjera. Cada familia pagaba un promedio de 20 pesos mensuales -una parte importante de un salario obrero- y algunos hasta tenían la garantía del dueño de que no serían desalojados. Se vivían tiempos difíciles por los aumentos de productos de la canasta básica, como el pan y la carne.
Barrer la injusticia
Pero con el aumento de los alquileres, la gente dijo basta. Los anarquistas, en el quinto congreso de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), celebrado en Rosario en septiembre de 1906, se habían pronunciado contra los alquileres. Y muchos sospechaban que ellos eran los que fogoneaban el reclamo.
No sería el único conflicto en el país, gobernado por José Figueroa Alcorta, quien había asumido la presidencia en 1906 a raíz de la muerte de Manuel Quintana. Paros generales de los ferrocarriles, de los cocheros rosarinos y mendocinos y hasta contra la Armada por una violenta represión a obreros en Bahía Blanca, fueron algunas de las huelgas de ese año.
El conflicto estalló en "El Cuatro Diques", ubicado en la calle Ituzaingó al 255, 279 y 325 en el que vivían 132 familias, que se distribuían en habitaciones repartidas en cuatro patios.
Los vecinos reclamaban no solo que no se les aumentase el alquiler, sino una rebaja del 30%. Como los hombres debían salir a trabajar, las cabecillas de esta protesta fueron las mujeres, que usaron las escobas como emblema: "Para barrer a los caseros", "barrer la injusticia", clamaban.
Según recreó la revista Caras y Caretas, el casero del conventillo de la calle Ituzaingó, Natalio Tinelli, al ver la protesta, corrió a buscar al vigilante de la esquina:
-Vea, la plebe y la fotografía (por la revista) me han violado el conventillo, y aquí están dele meter batuque y dele escarchar.
Una ruidosa mayoría de mujeres y niños salían a manifestar y por cada conventillo que pasaban invitaban a la gente a que se plegara. Así fueron sumándose el de Defensa 1547, Loira 376 y Montes de Oca 972. "Viva el hombre libre en el conventillo libre", gritaban.
Lo que en un comienzo no fue tomado del todo en serio, se transformó en un verdadero movimiento al que se sumaron más de 500 conventillos, muchos del interior, como fue el caso de Rosario, Bahía Blanca, La Plata y Mar del Plata y en el conurbano, Avellaneda, Lanús y Lomas de Zamora.
"La guerra de los inquilinatos", titulaban los medios.
Los huelguistas también exigían higienización de las habitaciones, terminar con el pago adelantado del alquiler y, como ya lo intuían, que no fuese desalojado nadie que hubiera participado de esta protesta. Sabían que era muy difícil en esos tiempos conseguir vivienda.
Sin embargo, a la par que el conflicto crecía, se acumulaban las demandas en la justicia solicitando el desalojo de familias.
Mientras se sucedían las marchas de mujeres por las calles blandiendo las escobas, algunos propietarios accedieron a rebajar el monto del alquiler, como fue el caso de la familia Anchorena, que concedió una rebaja superior a la reclamada.
Desalojos con bomberos
Como el movimiento continuaba, se decidió reprimirlo. La tarea estuvo a cargo del jefe de la policía, coronel Ramón Falcón, quien había asumido el año anterior. Y contó con la ayuda del cuerpo de bomberos para reprimir y desalojar, a chorros de agua, a los inquilinos. Los desalojos comenzaron por el conventillo de la calle Ituzaingó, el mismo lugar donde todo había comenzado.
Los anarquistas organizaron campamentos, donde alojaban a los que acababan de quedarse sin techo; éstos, si tenían suerte y tiempo, le dejaban a vecinos el cuidado de sus pertenencias.
El gobierno aplicó la Ley de Residencia, sancionada en 1902, que en su artículo 2 establecía: "El Poder ejecutivo podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público". Con esta medida se expulsó a Roberto D'Angió y Mariano Forcat, anarquistas que trabajaban en el diario La Protesta y que fueron detenidos en una de las marchas.
La situación se agravó el 1 de octubre cuando, por una bala perdida, murió de un disparo en la cabeza Miguel Pepe, un quinceañero que trabajaba de baulero. Su entierro, al día siguiente, se convirtió en una multitudinaria marcha de un simbolismo muy importante.
Sin embargo, propietarios e inquilinos -que veían que sería inútil enfrentarse al gobierno y a la policía- fueron bajando el tono de sus demandas y a fines de ese mes la protesta había finalizado.
Muchos propietarios nunca cobraron los alquileres de los meses que duró la protesta, aunque replantearon las condiciones de alquiler para que en el futuro no los volviesen a correr con una escoba.
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