No podía ser en otro lugar. Ahí, sabía, no podía fallar. La bala atravesó el centro del corazón.
La tarde del 29 de julio del 2000 René Favaloro puso fin a la angustia de varios días. No fue una decisión apresurada. Cada uno de sus movimientos finales estuvo premeditado.
Entró al baño de su departamento de Barrio Parque, se bañó, se afeitó, se puso un pijama y sus pantuflas. Fue hacia el dormitorio. De un cajón sacó siete cartas que había escrito en los últimos días y un arma. Dejó los sobres en la mesa del comedor, en un lugar bien visible, y volvió al bañó. El vapor de la ducha ya se había diseminado y pudo pegar sin dificultad en el espejo una nota dirigida "A las autoridades competentes". Vio su reflejo por última vez. Se enfrentó con sus ojos. Hasta ahí había llegado. Empuñó el arma y la apoyó contra la parte izquierda del tórax. Apretó el gatillo. La bala destrozó su corazón.
René Favaloro, a los 77 años, se suicidó una tarde de invierno de hace 19 años.
Era una eminencia mundial y uno de los argentinos con mayor reconocimiento público. Nacido en La Plata, luego de recibirse ejerció de médico rural en La Pampa. Fueron doce años en la localidad de Jacinto Arauz en los que su labor fue, como siempre, ejemplar. De los pueblos y ciudades vecinas acudían a atenderse con el doctor. Luego llegó el tiempo de crecer.
Se instaló en Cleveland y en esos años se convirtió en uno de los mayores especialistas en cirugía cardiovascular en el mundo. Perfeccionó la técnica del by pass aórtico que salvó cientos de miles de vidas con los años. Lo hizo en base a estudio y trabajo.
A los 47 años decidió que debía volver a Argentina, a su país. Que debía atender pacientes, operar, transmitir sus conocimientos y establecer un centro de investigación. Fueron treinta años de alegrías y sinsabores que terminaron de manera trágica.
Esa mañana del 29 de julio había sido igual que las demás. No alteró su rutina ni siquiera el día en que tenía decidido quitarse la vida. Se levantó temprano, desayunó, arregló con Diana (Truden, su novia) volver para almorzar juntos. Luego bajó al garage del edificio de Dardo Rocha 2965 y se subió a su Peugeot 505, su auto que ya tenía más de quince años de antigüedad.
Llegó temprano a la Fundación que llevaba su apellido en la avenida Belgrano. El gesto reconcentrado, la cabeza baja, el andar lento no sorprendió a nadie. Favaloro siempre fue adusto, poco propenso a las efusiones pero hacía varios meses que se lo veía más preocupado y tenso. Sin embargo, saludó con una sonrisa a cada empleado con el que se cruzó. En el pasillo un médico lo paró para consultarlo por un caso. Favaloro se puso sus anteojos, leyó el informe de un estudio, analizó algunos valores, levantó una placa con una imagen para analizarla a contraluz y emitió su opinión profesional. Después, apuró el paso para ingresar a su despacho. Permaneció ahí encerrado unas cuantas horas, no recibió a nadie, ni realizó llamados telefónicos.
Cerca de las 13.30 emprendió el regreso a su casa para el almuerzo convenido con su novia Diana. Como siempre fue una comida frugal. Los excesos no eran lo suyo. Conversaron hasta que sonó el portero eléctrico. Uno de los hermanos de Diana pasaba a buscarla. Favaloro le dijo que él iría a La Plata, su ciudad natal, por la tarde. Pero mintió.
Se quedó en el departamento acomodando papeles, ultimando los detalles de su despedida.
A las 16.30, una adolescente se bañaba en el piso de arriba, en el tercero. De pronto escuchó un ruido amortiguado, como en sordina, un chasquido grave y fuerte, como el de una lata crujiendo contra el suelo. Después un golpe, seco y corto. Y nada más.
Diana volvió con su hermano. Eran las 17.15. Traía una computadora (un CPU) y dos valijas. Tocaron el timbre pero nadie atendió. Diana quiso abrir la puerta con su llave pero no pudo. Su hermano luego de luchar un rato logró hacer caer la llave que desde adentro impedía la maniobra. Ingresaron al departamento. Todo estaba en silencio.
Ella llamó a Favaloro por su nombre: "¡René!". Recorrió el living, la habitación principal, uno de los baños. Por debajo de la puerta del otro baño asomaba una línea de luz. Diana corrió hacia allá pero la puerta no abría, el cuerpo caído del cardiocirujano lo impedía. Ella y su hermano empujaron con todas sus fuerzas pero no lograron progreso alguno. La desesperación la dominó. Salió al pasillo y empezó a clamar por ayuda. Un vecino escuchó los gritos y llegó para colaborar.
Rápidamente se dieron cuenta de que empujando no iban a conseguir ningún avance. El vecino buscó sus herramientas para sacar la puerta del cuadro y desarmar las bisagras. Diana todavía tenía alguna esperanza de que sólo se tratara de un desvanecimiento. Apenas movieron un poco la puerta, la situación fue clara. Un charco de sangre oscura, el pequeño orificio bajo la tetilla izquierda. La policía tardó pocos minutos en llegar. Luego fue el turno de los medios.
La noticia de la muerte de René Favaloro conmocionó a la sociedad. Durante unos días sólo se habló de eso. Y de los posibles motivos que lo llevaron a dispararse al corazón con un 38. Las causas de un suicidio siempre son insondables. Los motivos se acumulan, se entremezclan. Siempre se presentan difusos e incomprensibles para los sobrevivientes. Sin embargo en la calle, en los noticieros y en los diarios se barajaron las más diversas y amplias opciones. Deudas, peleas familiares, problemas amorosos. El menú también incluía un embarazo de Diana, su novia 46 años más joven que él, una enfermedad terminal (y ese lugar común que sostiene que los médicos son pésimos pacientes) y su futuro desplazamiento de la dirección de la obra de su vida, la Fundación Favaloro. Entre argumentos reales, improbables y completamente falsos la mayoría se forjó una opinión sobre qué fue lo que llevó a quitarse la vida a uno de los argentinos más respetados. O peor aún: sobre quién fue el que apretó el gatillo remotamente.
Los últimos meses del Doctor Favaloro habían estado repletos de sinsabores y derrotas. La situación económica del país era mala, el desmoronamiento había empezado. El 1 a 1 no resistía más, era una ficción que provocaba desfasajes que llevaban al colapso a varias empresas.
Las deudas acuciaban a la Fundación. Debían más de 40 millones de pesos. Al mismo tiempo, le debían más de 18 millones. Su principal deudor era IOMA, la obra social de la Provincia de Buenos Aires. Pami también le adeudaba casi 3 millones (las autoridades de ese entonces de la Alianza, dijeron que las prestaciones en su gestión estaban al día, que esa deuda se había generado en las gestiones del menemismo de Alderete y Matilde Menéndez, por lo que debían verificarse judicialmente). Y muchos otros organismos oficiales, privados y sindicales le debían dinero.
Favaloro no quería cambiar el esquema de funcionamiento de la Fundación. Deseaba seguir atendiendo gratis a quienes lo necesitaran, tener casi 1200 empleados, contar con tecnología de última generación y continuar recibiendo pacientes de obras sociales y privados.
Los demás miembros del directorio habían logrado formar un comité de crisis con asesoramiento externo. Los vencimientos se les venían encima. Favarolo había escuchado lo que nunca pensó escuchar. Varios directivos y hasta familiares le habían sugerido que diera un paso al costado, que dejara por un tiempo de encabezar la institución.
El lunes siguiente a ese sábado 29, iban a despedir a casi un tercio de los trabajadores, muchos de los cuales trabajaban con él desde que había vuelto al país a principios de los setenta.
El otro problema que enfrentaba era el sistema. Un sistema que lo asqueaba. En el que para cobrar lo que le correspondía, debía pagar retornos y coimas. Le resultaba inconcebible. Uno de sus muchos orgullos había sido no incurrir nunca en esas prácticas. Tampoco comprendía lo que en el ambiente médico se conocía como el ana-ana, la costumbre de que el médico que derivaba un paciente reclamara un porcentaje del valor de la intervención y de los estudios realizados.
La situación se volvió asfixiante. Vio por delante una disyuntiva que lo desesperaba. En vez de la decisión de Sofía era la decisión de René: perder su fundación o su integridad.
Era un hombre de valores y de otros tiempos. No usaba computadora y hasta se había resistido a tener un celular. La insistencia de Diana fue la que lo convenció de tener un teléfono móvil. Ese apego a las viejas costumbres hizo que cuando decidió salir a pedir ayuda a sus conocidos, poderosos o influyentes lo hizo a través de un método tradicional. Envió una gran cantidad de cartas. Pero ninguna fue respondida.
Su pudor le impedía aparecer de sorpresa o molestar con un llamado. Creyó que una misiva firmada por él bastaría para concientizar a varias personas con poder y que acudirían a rescatar a la institución que era líder en cirugía cardiovascular y en trasplantes de todo tipo. O que su firma al menos ameritaría una respuesta. Nadie contestó. Eran tiempos demasiado rápidos y poco comprometidos para una carta. Eran comunicaciones fáciles de ignorar, de perder en una instancia previa, de desconocer su recibo.
Una de esas cartas la envió a Claudio Escribano, jefe de redacción de La Nación y viejo amigo. Allí en dos líneas crueles e impactantes resumió esos últimos meses de su vida. "En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea". La primera frase de la carta no dejaba dudas, no ofrecía misterio sobre su situación: "Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida".
Otra de esas cartas en las que pedía auxilio económico, tal vez la más célebre, se la envió al presidente Fernando de la Rúa. Allí explicaba el estado de situación ("Estimado Fernando: te escribo estas líneas porque nuestra fundación está al borde de la quiebra" empezaba) y decía que necesitaba 6 millones de dólares para salir del atolladero. Según el secretario de presidencia, De la Rúa leyó la carta recién el mismo sábado del suicidio del doctor.
Favaloro mantuvo su disciplina hasta los últimos días. Conservaba su buen estado físico (aparentaba al menos diez años menos que sus 77) y la energía para encarar largas jornadas de trabajo. El pulso seguía funcionando a la perfección. Todos los días ingresaba al quirófano. Luego se ocupaba de los llamados, las cartas y las gestiones para intentar salvar la Fundación.
En 1998 había enviudado después de medio siglo de matrimonio. Los amigos de Favaloro dijeron que a pesar de su dolor, nunca se mostró deprimido ni dejó de cumplir con sus labores profesionales. Al año comenzó a salir con Diana Truden de 31 años. La diferencia de edad era enorme: 46 años. Esa brecha lo preocupaba pero sus amigos contaron que lo veían feliz como nunca con su flamante noviazgo. Tenían pensado casarse en agosto del 2000. En esos meses compartieron trabajo (ella era una de las secretarias de la Fundación), viajes, casas y hasta un retiro espiritual.
A Diana le dejó una de las siete cartas finales y dinero en efectivo. Le escribió a mano con caligrafía prolija (atacando otro cliché: el de la letra de médico) que no era culpable de nada, que hasta el último segundo pensaría en ella, que de ella sería su último pensamiento.
"Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos […] Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia […] Te he amado con locura. Estaré pensando en ti hasta el último segundo".
Además de escribir las misivas, en la última semana tuvo encuentros con amigos de toda la vida y gente querida que mirados retrospectivamente se trataron de despedidas. Recordó el comienzo de amistades, expresó sentimientos que por lo general ocultaba, dio abrazos fuertes, los que su recato y solemnidad solían rehuir.
A muchos les recordó la imagen que utilizó en la carta a Escribano: "Soy un mendigo. No tengo paz a esta altura de mi vida". A la actriz Tita Merello, que tenía 95 años, residente vitalicia de la Fundación, pasó a visitarla el jueves. Charlaron y antes de despedirse, el cardiocirujano le dijo que no se preocupara por nada de lo que sucediera, que a ella nada le iba a faltar. Todo lo que dijo esa semana se resignificó pocos días después.
Las cartas, todas manuscritas en papel membretado, tuvieron diferentes destinatarios. Una fue para su empleada doméstica (en su sobre también había algunos miles de dólares), a su sobrino Roberto, a familiares y amigos en general.
Esta última es una denuncia de la situación general ante la que se muestra asqueado e impotente. Habla de la corrupción de los sindicalistas y del PAMI. Resume su trayectoria desde la renuncia a la clínica de Cleveland para volver a instalarse en el país, su paso por el Güemes y sus últimos años en el edificio de la avenida Belgrano. Los esfuerzos por atender a todos los pacientes, por tener la tecnología de punta y por formar profesionales. Describe el circuito de corrupción al que él no quiso ingresar a pesar de los pedidos de gente cercana.
"Es indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar. La mayoría del tiempo me siento solo. (…) En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer. Joaquín V. González, escribió la lección de optimismo que se nos entregaba al recibirnos: 'A mí no me ha derrotado nadie'. Yo no puedo decir lo mismo. A mí me ha derrotado esta sociedad corrupta que todo lo controla", escribió.
A la familia, a sus sobrinos y sobrinos nietos, les recordaba que él había llegado hasta los 77 años. Que ellos no debían desistir antes. Y hacía un pedido más, el último. Quería que sus cenizas fueran esparcidas en aquella tierra en la que fue feliz, en la que con sus alegrías y dolores, todo era noble; que reposaran en Jacinta Arauz, en La Pampa, donde fue médico rural e instaló su primera clínica.
El suicidio de Favaloro no aumentó ni depreció su prestigio. Él ya era estimado y valorado. Sus palabras finales, su denuncia desesperada y desesperanzada de un sistema cruel y corrupto no fue escuchada. Luego de las especulaciones de los motivos, de los rumores, de las hipótesis falsas y de los ecos mediáticos, todo siguió como antes. Su muerte no sirvió como lección.
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