Cacharros es el nombre de un cuadro ubicado sobre una esquina de su casa. Recrea objetos que antes estaban en paz, acomodados sobre repisas. En la pintura, delante de un fondo oscuro, se están cayendo y rompiendo. Colgados de la pared de una sala de estar hay otras dos obras. Los forman retazos de azulejos rotos, partidos, con grietas y rajaduras que atraviesan figuras humanas.
Mirta Regina Satz las describe como un grito, una catarsis, y significan la vulnerabilidad y la fragilidad. Las piezas artísticas son hijas de su angustia y de su dolor: un recurso para vivir lo sobrevivido.
Mirta estaba ese 18 de julio de 1994 en el segundo piso de la AMIA cuando a las 9:53 explotó la bomba. Se salvó de la muerte y todavía no comprende por qué. No convalida eso que le dijeron algunos de que "su madre desde el cielo la llevó de la mano y la guió". Tampoco los que le atribuyen responsabilidades a Dios. "¿Y por qué Dios me eligió a mí y no a otros?", cuestiona.
Le gusta creer en lo que el intendente de la mutual le reconoció al verla escapando: "Me dijo que parecía una japonesita corriendo en puntas de pie que ante cada paso que daba todo se caía". No pudo obtener la respuesta filosófica al por qué ella sí. "Y es que no había respuestas -entiende ahora-: era el lugar en el que estabas en ese momento exacto".
"¿Qué hago con ésto, qué hago con el dolor?", se preguntó. Habían pasado años intentando procesar el horror. Encontró la solución en la pintura, en la escultura, en el baile, en el canto: "Sentía que el dolor lo podía transformar en arte y que la herida la podía transformar en belleza". Lo hizo. Durante mucho tiempo le costó hablarlo, repasarlo. Recurrió a una manifestación artística: "Primo Levi decía que 'el horror solo se expresa con arte, con poesía'. Yo necesitaba expresarme artísticamente sobre esta sensación que tenía, sobre este quiebre, esta destrucción, esta pérdida, este dolor".
Después del atentado, trabajó un año más en la AMIA para acompañar el proceso de reconstrucción. En ese trance, hizo retratos de las bolsas negras de consorcio donde se reencontraban los escombros. "Yo las miraba cuando iban separando por oficinas las cosas que pertenecían a cada uno. Y entre esas cosas estaba el polvo de la bomba mezclado con papeles, expedientes, partes de máquinas, partes de libros y partes humanas también. Yo miraba sus brillos, sus pliegues y ciertos rasgos humanos que adquirían. En estas bolsas negras estaba contenida esa pregunta sobre la vida y la muerte", reflexionó.
Mirta ya hacía dibujos en sus tiempos muertos de trabajo. Solía practicar con su lápiz negro imitando la fisonomía de las personas que esperaban sentados en el sillón que tenía enfrente a su puesto. Aún conserva esos dibujos sobre papeles con bordos de ojalillos, membretes de la AMIA y números de teléfono sin el número cuatro adelante.
Ingresó a los 17 años a trabajar en el sector de cajas. "Había terminado hace poquito la secundaria y quería tener mi propia guita para comprarme libros, ir al cine. Quería tener una vida autónoma. Quería trabajar y entré como cajera, muy nena, en un mundo absolutamente distinto, que a su vez era buenísimo porque mi horario era hasta las tres de la tarde. Así que después del trabajo, me iba al cine todos los días. Hacía mi otra vida: la del taller literario, la de escribir, la de leer, la de ir al cine".
Se casó con Carlos. Tuvo a Mora, su hija. Ascendió hasta el cargo de jefa de tesorería cuando estalló la bomba. Desde 1994 cada invierno es el mismo: "Lo primero que te trae el recuerdo es el clima. Las cosas sensoriales te lo traen. El frío más agudo se aproxima llegando a la fecha. Te va calando los huesos y también empieza a calarte el alma: te avisa que es el momento biológico en que empezás a rememorar las sensaciones de lo vivido. Cada 18 de julio es pensar en mis compañeros, es volver a sentir en el pecho algo que en mí también estalla. Primero la no comprensión de lo sucedido: cómo una persona con la que estás conviviendo y estás al lado de pronto no está más y todo desaparece. El dolor inmenso de la pérdida de la gente y, después, el dolor de la pérdida de la justicia".
Mirta se despertó ese lunes nublado minutos después de las siete de la mañana. Tenía especial entusiasmo porque estrenaba un espacio renovado de trabajo que la hacía poner contenta. Llevó una taza y un repasador para engalanar su nueva oficina. A las 9:53 se encontraba sola: sus compañeros estaban dispersos. Minutos antes había recibido a Agustín Lew, de 23 años. Lo rememora con especial e irracional pena. "Venía con unos papeles para que yo lo habilite a hacer algo. Tenía que decirle sí o no. Me acuerdo que le dije que no por algún motivo que no recuerdo. Él murió. Cuando recordé eso, comprendí que se había ido de la vida con la bronca cotidiana de alguien que te dice que no. Para mí es como fulminante que se haya ido con esta sensación tan horrible".
Su principal inquietud radica en el perverso designio del azar. Lo expresa en sus letras, en sus obras y en sus entrevistas. No puede tolerar que haya sido la directriz del tiempo y el espacio lo que haya decidido quién vive y quién muere: "El lugar en el cual estabas y el tiempo justo que tenías para reaccionar te coloca aquí o allá. En ese aquí o allá es donde sentís que todo es tan frágil y a la vez tan fuerte. Lo que separa la vida de la muerte es una frontera tan delgada y a la vez tan sólida. Eso hizo que algunos estemos de un lado y otros del otro. Y los que quedamos de este lado tuvimos que sobrellevar vivir después de sobrevivir".
Por un instante, sintió culpa de haber provocado el desastre. Pensó, a su vez, que pudieron haber explotado las calderas de gas que se habían colocado recién y que a ella le daban temor. Pero su primera presunción fue que el piso no había soportado el peso de la caja fuerte. En los días previos, había sido su responsabilidad elegirla según los estándares adecuados que le habían advertido. Esa decisión que había padecido y que le genera desconfianza, se le presentó automáticamente. "Después, los olores y el polvo ya nos sacó cualquier tipo de fantasías", razonó.
Mirta celebra haber estado sola al instante de la explosión. El efecto de la bomba cortó a la mitad la oficina del contador: la suya directamente se cayó. Pero le dio tiempo de huir: "Haber estado sola posibilitó que mi cuerpo pudiera reaccionar sin perder ni una milésima de segundo en preguntarle a alguien qué es esto que está pasando".
Una ventana a su espada se deshizo sobre ella. Salió y corrió hacia su derecha: ahí es cuando la vieron escapar como si fuese "una japonesita" que hace caer cada baldosa del piso que toca. "Después encontré a mis compañeros que habían escuchado la voz de cuerpo a tierra que había dado el intendente del edificio -relató-. Ellos se habían metido abajo del escritorio. Por suerte yo no lo había escuchado, sino me hubiera quedado enterrada. Ahí me encontré con gente desesperada, asfixiada, viendo el agujero del edificio, escuchando los gritos. Veíamos demolición, formas todas superpuestas, era un lugar entero y una gran parte destruida".
En los brazos de una amiga halló consuelo y descarga. Lloró. No por ellas ni por sus miedos: "Los dos teníamos nenas de la misma edad. Cuando me encontré, nos abrazamos llorando, no pensando en nosotras sino en nuestras hijas que se iban a quedar sin mamá". Subieron a una terraza. Divisaron a los helicópteros. Recuerda haberse enojado con los rescatistas porque no los ayudaban: comprendió, tiempo después, que la situación general era desbordante.
En medio de la vorágine, con el pavor de que todo siguiera estallando, recibió -no sabe de quién- el cuerpo caliente de un bebé. Se lo devolvió -no sabe a quién- antes de escapar por un edificio lindero. Hace poco se enteró que ese sobreviviente es una joven 25 años que vive en Israel. Le contaron también que la madre le dio de mamar sobre las ruinas de Pasteur en medio del caos y la desesperación. "Ella en medio de eso se sentó y le dio de mamar. En esas cosas es donde sigue la vida", reflexionó.
Su adrenalina la obligó a seguir huyendo. La sensación, repite, era de que todo iba a seguir explotando. En sus recuerdos sobreviven los ruidos de vidrios y cosas cayendo. En los años siguientes al atentado cada vez que ingresaba a un lugar cerrado pensaba de dónde se iba a sujetar ante una eventual catástrofe: el trauma tiene instancias de superación autónomas. Su motor era huir para avisarle a su marido y a su hija que ella estaba bien. Llegó a su casa en taxi. Carlos no estaba, la había ido a buscar. Se sacó vidrios de la ropa y se limpió la sangre antes de besar y abrazar a Mora.
"Él estaba desesperadísimo. Es tremendo encontrarlo en las imágenes de ese día. Aparece desesperado, sostenido por dos personas, buscándome", narró Mirta.
De su casa en Parque Patricios, volvió a Pasteur para abrazar a su marido, que murió en 2006, doce años después de ese fatídico lunes del '94. En su relato no hay épica, solo facsímiles del encuentro: "Yo venía caminando por la calle Lavalle. A él ya le habían dicho que yo estaba viva, no sé cómo. Nos encontramos, lo vi de lejos, él me vio y corrimos a abrazarnos". Del resto del 18 de julio rememora que su casa se llenó de un montón de familiares consternados. No recuerda cómo durmió esa noche en particular, pero calificó de "terribles" las noches de los tres años siguientes: "No podía procesar la muerte de mis compañeros. No podía entender por qué yo estaba viva y ellos no".
Pasaron exactos 25 años ya. En su procesión hacia la búsqueda del sosiego, atravesó tres etapas. Los primeros años los vivió absorta, sin poder entender la muerte de los otros, sin saber cómo vivir. Después, reconstruyó su vida a través del arte. Ahora, vuelve a ellos con un razonamiento inédito: "Pienso, ahora a diferencia de otros aniversarios, en las edades de la gente. Algunos eran muy jóvenes o niños, tenían diferentes edades. Quedaron con esa edad. A medida que pasa el tiempo esa juventud se vuelve más elocuente, son cada vez más jóvenes y nosotros, los que estamos acá, somos cada vez más grandes. Esa distancia temporal entre esa juventud muerta y esta vida a la que sí le transcurre el tiempo hace que retorne el dolor".
Mirta Regina Katz tiene hoy 61 años. Las 85 víctimas del atentado a la AMIA siguen teniendo la misma edad y las mismas fotos de hace 25 años.
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