Alejandro Mirochnik vivió su infancia en González Catán. Su casa tenía un fondo amplio. Él la describe como una suerte de descampado, un terreno perimetrado con alambre: "Un lugar donde al perro se lo ata y queda en el fondo. No podía entrar ni a la cocina, yo tenía que salir a jugar con él". Cuando lo narra, acentúa el "yo" y levanta su dedo índice. Rememora una niñez feliz rodeado de perros, "pero con perros atados".
Alejandro tiene 57 años. Tuvo varias pareja y a Joaquín, su hijo. En sus casas de adulto, los perros colonizaron y él debió ceder en honor a la convivencia. "Ahora los tengo adentro… adentro de la cama, de la mesa, de la comida. Por no estar de acuerdo con estas cosas, me dicen que odio a los perros. 'Vos no querés a los perros', me acusan". Alejandro lo cuenta y se ríe: parece haber comprendido las ironías del destino. "Lo que son las vueltas de la vida", razona.
El 18 de julio de 1994 quedó atrapado bajo una montaña de dos metros de escombros. Su vida comenzó a trazar un giro. Trabajaba en el departamento de prensa de la AMIA. Ese lunes de invierno nublado había salido de la mutual cerca de las 9:30 para comprar diarios en un puesto de Pasteur y Corrientes. A las 9:52 había entrado al ascensor para dirigirse a su oficina en el quinto piso. Nunca llegó. Al minuto siguiente había explotado una bomba y de pronto se encontraba en un ascensor en caída libre.
Días antes de que se cumplieran 25 años de aquel terrible atentado Alejandro supo que había vivido equivocado: durante todos estos años atribuyó su rescate a su voluntad, a sus ruegos y a la magia del instante en que un bombero lo escuchó gritar.
"Siempre creí que me encontraron los bomberos sencillamente por rastrear, por buscar, por mis gritos. Mi lectura era: yo vi la bota de los bomberos, yo grité y así me encontraron".
No: a Alejandro lo salvó un perro. Y su dueño, claro.
La respuesta radica en Lupo, un ovejero alemán nacido en Italia que vivía por entonces en San Isidro. Alejandro y Lupo nunca se conocieron. Ni siquiera se vieron. Lupo solo olió su desesperación.
300 meses después de la tragedia, el rescatado se enteró verdaderamente quién le había salvado la vida.
Esta es la segunda vez que Alejandro ve a Juan Carlos Lombardi. Se conocieron en la dirección artística de un proyecto de AMIA donde se fotografiaron juntos ante el lente de Julio Menajovsky.
Allí Alejandro conoció la verdadera historia. Allí, Juan Carlos, también supo quién era una de las personas que su perro había hallado.
Infobae los reunió ahora en una esquina del barrio porteño de Barracas, en el predio número 2 de los Bomberos Voluntarios de La Boca, en el centro de capacitación y entrenamiento de la División perros de búsqueda y rescate. De fondo, se confunden el traqueteo del tren Roca y el ladrido de los perros.
Víctima y rescatista se abrazan y charlan 25 años después del horror. No hay efusividad, hay empatía.
Juan Carlos es presidente de la Escuela Canina de Catástrofe, tercer oficial de bomberos voluntarios de La Boca y juez internacional de perros de rescate. Nació en Argentina pero se educó en Italia, la tierra de sus padres.
En 1992 regresó al país y montó una joyería en la calle Libertad. A las 9:53 del fatídico día, estaba en su comercio. Minutos después recibió el llamado de Sergio Burstein, quien le pidió que fuera con su perro Lupo a Pasteur 633: su propósito era rescatar a Rita Worona, la esposa de su amigo.
"Tardé aproximadamente una hora en llegar a Pasteur. Inmediatamente me pongo a disposición de un comandante de la Policía Federal. Me dice que empiece a laburar y que busque la mayor cantidad de víctimas posibles. de pronto el perro se va por arriba de una loza, localiza a dos personas debajo de los escombros. A las 11:15 aproximadamente en el centro de la AMIA, Lupo empieza a dar vueltas y a ladrar en un mismo lugar. Los bomberos me preguntan cuál era la situación y por qué estaba ladrando. Les dije que ahí abajo, justo en un ángulo en el que habían vigas, debía haber una persona viva… 'no sé a qué profundidad', les aclaré", recuerda frente a Infobae.
Su relato incluye a una víctima encerrada en un sótano que empezaba a inundarse y a una persona que se encontraba en la vereda de enfrente del edificio derrumbado atrapado debajo de una escalera.
Alejandro era el que estaba en el corazón de las ruinas, debajo de una montaña de hierros retorcidos y cemento estallado, con unas vigas que lo atravesaban. "Cuando subí al ascensor con el paquete de diarios pensé que se había caído el aparato… Nunca escuché un ruido, nunca escuché nada", rememora.
En ese momento, mientras se sentía en caída libre, recordó el comentario repetido de la ascensorista: "'Un día de éstos se va a caer el ascensor si no le hacen mantenimiento. Tiene más de 50 años y fijate los ruidos que hace', me decía. Siempre protestaba sobre lo mismo".
"Escucho como una desestabilización del lugar, me tiró para atrás, me apoyo contra las paredes y empiezo a volar. Viajo hacia abajo a mucha velocidad, me agazapo y golpeo. Cae una lluvia de piedras y ahí me quedo sentado. Tanteo una viga y la pierna me empieza a doler muchísimo. Todo es oscuridad. Me quedé tranquilo: 'Ya vendrán a buscarme'. 'Vamos a tratar de respirar, de no morirnos', fue lo primero que pensé. Y me dije: 'Justo me pasó a mí'", recuerda hoy.
Alejandro era, por entonces, campeón argentino en triatlón en el rango de su edad, de 30 a 35 años. Había llegado a la AMIA en bicicleta desde su casa en el barrio de Mataderos. Cuando se encontró atorado en un ascensor derrumbado, sintió mucho dolor en su pierna derecha. Gritó tres veces auxilio hasta percibir el miedo de la asfixia. De pronto escuchó el ruido de un helicóptero: "Me hice la idea de que me habían venido a rescatar. En esa época estaba de moda MacGyver que todo lo resolvía. Así que en mi cabeza me dije 'ponete lindo, acomodate, porque a lo MacGyver van a venir en helicóptero con una soga, van a levantar el ascensor y te van a sacar…'. Fijate mi locura. Conclusión: eso obviamente no pasó".
El helicóptero no se había ido, pero sí su referencia sonora. El ruido fue reemplazado por el de unas máquinas que recogían escombros y por el murmullo de la gente.
"Hasta que en un momento determinado surge una luz a mi derecha y empiezo a ver todo en tinieblas. Veo que la viga ya no me apretaba tanto la pierna y subo por el agujero que la misma viga había dejado en el ascensor. Veo la bota de un bombero y le grito 'auxilio, auxilio'. El bombero tiene por primera vez contacto conmigo y le pregunto: '¿Qué pasó que ese Carlitos y todos los policías que estaban en la puerta no se dieron cuenta de que se cayó el ascensor?'. 'No, no, ese Carlitos y todos los que vos nombrás están muertos. No se cayó el ascensor: los cinco pisos están arriba tuyo'".
Recién ahí, Alejandro entendió la dimensión del suceso. A las 11:15 Lupo lo encontró. A las tres de la tarde, los bomberos pudieron hablar con él. Le extendieron una manguera para suministrarle agua y oxígeno. Le alcanzaron una campera para sostener su cabeza. Le preguntaron qué le había pasado, si estaba solo, si sentía olor a gas, si estaba descompuesto.
Hasta entonces las horas se le habían evaporado por el desconcierto y la incredulidad. "Cambié de actitud cuando me enteré lo que había pasado. Pasé de ser uno encerrado en un ascensor al que habían encontraron a ser uno más en un contexto de desastre total. Ahí me asusté y pedí que me sacaran. Rompieron una viga con una sierra. Me tiraron una soga más gruesa, me ataron a la cintura y me rescataron. Me pusieron en una tabla, me colocaron un cuello ortopédico y recién ahí respiré un poquito".
Confiesa que nunca pensó que se iba a morir y que recién tomó conciencia del estado de situación al otro día, internado en el hospital. Sintió una tristeza profunda al enterarse de que su tío Naón Bernardo Mirochnik, que trabajaba en el primer piso, había muerto. Y solo comprendió la magnitud del atentado cuando vio las fotos y las filmaciones: "Pensaba para adentro 'mirá dónde estuve'".
Pasó ocho horas debajo de los escombros. Estuvo 25 años luchando por superar el trauma. Se casó ese mismo diciembre. Se separó a los dos años. Formó otra familia, nació Joaquín. Era docente en Educación Física. Se convirtió en Licenciado. Trabajó veinte años de director de la escuela Santa Doménica en Gregorio de Laferrere. Muchas veces le dijeron que hablaba como si estuviese gritando: "Cuando mis alumnos me preguntaban por qué gritaba, yo les decía que una vez hubo unos escombros sobre mi cabeza que a veces me siguen perturbando la mente".
El atentado a la AMIA perdura en Alejandro. Se distingue en su piel, en su forma de caminar. Su dolor es permanente. La viga que abrió un hueco en el ascensor y le salvó la vida lastimó severamente su tren inferior.
"Cuando me siento, mi pierna derecha se desvanece y mis músculos pierden tonicidad. Cada vez que me levanto y vuelvo a pisar me duele mucho. Ahí es donde actúa la pierna izquierda que ya de por sí está muy contracturada". Alejandro desobedeció los consejos de su médico y desoyó la amenaza de que si no respetaba las indicaciones podía perder la pierna. Pero pudo cumplir su sueño de correr un Ironman, un triatlón de larga distancia. En abril participó por décimo tercera vez en la competencia.
Alejandro también vivió en Villa Gesell diez años. Trabajó de guardavidas durante casi dos décadas. "Cuando una persona se está ahogando, te metés al mar sin importarte nada. Tomás a la víctima, la rescatás y cuando la soltás, no sabés a quién salvaste. Lo que menos te preocupa es saber quién fue. Sólo sentís la gratificación de haber cumplido con tu trabajo", expresó.
Ahora viste una campera con el logo de una asociación de guardavidas. Juan Carlos, a su lado, luce una campera con el logo de la Asociación Civil Escuela Canina de Catástrofe.
El rescatado habló por el dueño del perro que lo rescató, como si pudiera interpretar sus sentimientos: "A él no le interesa saber quiénes fueron las personas que salvó, si fueron dos, tres o cuatro. A él solo le interesa haber estado en el lugar y haber rescatado la mayor cantidad de seres vivos. Lo que menos le preocupa es si rescató a Alejandro, Susana, un viejito o un niño". Juan Carlos lo interrumpe y agrega: "O a un judío, un católico, un musulmán. En definitiva, era un ser humano".
Lupo murió tres años después del atentado. Se convirtió en el primer perro de rescate de la historia del país y en el logo de la institución. Aquel día, llegó con Juan Carlos envuelto en una marea de gritos, sangre y caos. Su trabajo consistió en descartar los olores de las personas que veía de las personas que no podía ver, de desestimar a las personas que caminaban sobre los escombros de las personas que se encontraban debajo.
"Como rescatistas, nuestra operación es en el momento. Nos dedicamos a localizar y a señalar dónde emerge el cono de olor. Después tratamos de no tener contacto con las personas que hemos salvado, evitamos mantener un vínculo afectivo con la víctima. Lo que genera en nosotros es algo que no hace bien en nuestros genes de rescatistas porque nos hace más vulnerables en la operación", dice Juan Carlos.
Antes de irse, Alejandro le vuelve a agradecer tímidamente a Juan Carlos. El vínculo se limita a la amabilidad de dos personas atravesadas por la tragedia. Se abrazan y se despiden.
Alejandro debe volver a su casa porque al día siguiente viaja a Córdoba. Juan Carlos tiene un perro que adiestrar. Los dos siguen con sus vidas, como el día después del 18 de julio de 1994.
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