Horacio vivía con su hija enferma en la vereda de una avenida. Se había venido de Formosa para tratarla en un hospital porteño. Pero rápidamente quedaron los dos en la calle. Dormían por San Telmo. Lentamente se fueron haciendo invisibles.
Noemí alquilaba un departamento en el barrio de Congreso. Hasta que se incendió. De sus cinco hijos, dos, las nenas más pequeñas, murieron en el fuego. Ella y los tres chiquitos sobrevivieron. Sin nada más que sus cuerpos vivos, terminaron en la plaza: dormían frente a la cúpula del palacio legislativo. Fue así durante años.
Alan abandonó su casa a los 12 años. Cansado de la violencia de su hermano, adicto al paco, que había tomado por asalto el hogar donde los hermanos quedaron solos, huérfanos en la práctica, porque sus padres estaban en la cárcel, el pibe que fue hace una década desapareció del radar familiar y se mandó a vivir con su primo a la estación Constitución.
Cada persona en situación de calle tiene una historia adentro, un infierno interior con el que lucha, o hace lo que puede. Los caminos de los sin techo se complementan, se parecen en algun punto de sus líneas de tiempo. Y el centro educativo Isauro Arancibia es el espacio donde esas historias se cruzan.
Dedicado desde hace años a dar contención, techo y educación a personas despojadas de todo indicio de vida digna, es de los pocos lugares donde, por voluntad de los docentes, el Estado los cobija y les busca alguna oportunidad.
Bajo el mástil con la bandera argentina izada en el patio cubierto de esta escuela ubicada en el barrio porteño de San Telmo, una cartulina muestra un par de versos. Se titula La Guerrera: "Luchar es el principio de un futuro en libertad, donde nuestros sueños hagamos realidad / Poniendo voluntad viniendo a la escuela, creyendo que es posible vivir en libertad, hablando, escuchando, respetando a los demás / Es la bandera guerrera que en nuestra escuela flamea / El latir del despertar le da vida a un nuevo andar".
Delante, Alan la rapea con pasión. La canción se escribió en el taller de música de la escuela, donde cada año piensan y trabajan en el himno a la bandera que cantarán cada mañana. Alan afina. Mientras recita La guerrera, su mano derecha se apoya en el corazón. Su mirada, bajo la visera de una gorra negra, apunta quizá hacia algún recuerdo, hacia un paisaje interior de la vida antes del infierno. Cuando cierra los ojos sobresalen sus cicatrices: en los pómulos, en las cejas, en el mentón. Las batallas de la vida están a la vista.
Alan Di Maso tiene 25. Llegó al Isauro Arancibia hace tres, cuando alguien le recomendó que allí podía retomar la escuela primaria que abandonó cuando se fue de su casa de Longchamps. Desde hace ya un tiempo tiene techo: el propio centro educativo cuenta con una casa donde viven 18 personas en situación de calle. Pero vivió en cualquier lado y en todo tipo de circunstancias.
Para Alan el Isauro para él es una revancha. El segundo tiempo que le sirvió para remontar un partido que venía perdiendo por goleada. "Me cambió mucho este lugar. Conocí gente buena, sentí que podía terminar bien mis estudios. Ahora pude con la primaria y estoy en secundaria", cuenta orgulloso, con modales cuidados y respetuosos.
El Isauro Arancibia no sólo tiene clases de educación "formal". Además su "escuela de jornada extendida", con doble turno, hay una enorme cantidad de talleres para que los alumnos en situación de calle puedan darle forma a un oficio que les permita conseguir trabajo y así, el objetivo máximo: tener un techo.
Desde arreglar y reciclar bicicletas, fabricar de ecobolsas, aprender fileteado para cartelería, hasta música y una panadería (cuyos hornos no tienen gas desde hace tres meses) son algunos de los espacios de formación para generar emprendimientos de economía social, que se convierten en fuente de trabajo, además de momentos para hacer deportes, aprender periodismo y fotografía, o incluso yoga.
La educación primaria está gestionada por el gobierno porteño, el secundario depende de la Universidad Nacional de Avellaneda. También hay un jardín maternal para hijos de estudiantes y el Centro de Integración Social (CIS), ese donde viven Alan y otra veintena de personas, además de un comedor donde se alimentan los alumnos a diario.
"Acá los pibes y las pibas viene a hurgar en sus deseos. Aprende a leer y a escribir. Pero la idea es que piensen en su proyecto de vida", comenta Susana Reyes, directora y fundadora del Isauro Arancibia, nombre que lleva en homenaje a un maestro y militante político asesinado el de 120 disparos el 24 de marzo de 1976, día que los militares tomaron el poder del Estado a sangre y fuego.
La escuela nació en una pequeña habitación de la sede de la CTA Nacional. "Arrancamos trabajando con AMMAR", explica Reyes, en referencia a la asociación de prostitutas y meretrices. A través de esas mujeres, empezó a correr por la calle la novedad de este espacio. Llegó a las ranchadas donde viven los sin techo. Y así Reyes, única maestra en ese momento, empezó a recibir oleadas de grupos que querían una oportunidad para educarse.
Las mujeres de Ammar ayudaron a Susana a organizar el centro educativo. En lugar de armar varios centros separados y dividir a los estudiantes, Reyes pensó en "armar una construcción colectiva".
Lo diseñaron lentamente, de acuerdo a la realidad de las personas que llegaban. "Como los chicos que estaban en Constitución venían con sus hijos e hijas, pedimos el jardín maternal. Como los pibes vienen muy baqueteados, a veces venían sin dormir, con el poxi, organizamos un diseño para ellos sin dejar los contenidos que hay que dar, pero de acuerdo a las necesidades que tenían", detalla la directora del Arancibia, mientras comanda la ronda de mate entre alumnos, docentes y periodistas.
Hay un pacto entre docentes y alumnos. Los maestros no se meten con lo que los estudiantes del Isauro hacen en la calle. Y al revés: el consumo de drogas o alcohol y la resolución violenta de conflictos no existe adentro de la escuela. "Si en la calle resuelven a las piñas, acá vienen a aprender a resolver de otra forma. En el Isauro nos interesa sólo una cosa, y es que el pibe esté en la escuela y haga todo lo que tiene que hacer en la escuela", aclara Reyes.
Pero las dificultades para la vida de una persona en situación de calle son demasiadas, que en la Arancibia las fronteras se borran. Una vez por semana un equipo de médicos del hospital Argerich visita la escuela para que los alumnos que lo necesiten se revisen y se atiendan. Y ahí entran los problemas de la calle. "Los pibes tienen problemas de piel, las enfermedades de la calle. Pero no es que los maestros vamos y compramos una cremita y se la ponemos. Generamos que a los chicos los atienda un médico, ya que es un derecho", agrega la directora.
La evolución de muchos de los que llegan al Isauro es un ejemplo vivo que corre por los pasillos de esta institución, ubicada en Paseo Colón, a metros del Parque Lezama.
En el taller de fileteado trabaja Horacio Benjamín Ortíz, de 43 años. Cuando conoció el Isauro se ganaba la vida cartoneando. Fue hace 11 años. Horacio y su hija, en ese momento de seis años, dormían en las calles de San Telmo. "Mi hija tiene un problema de salud y yo hablé con Susana, porque mi nena no sabía escribir ni nada. Y nos abrieron las puertas. Empecé yo también con séptimo grado. Y se abrió el taller de bici y aprendí. Y conocí el fileteado. Y después quedé como ayudante. Ahora tengo laburos, hago carteles", dice el hombre, que a partir de lo que pudo empezar a ganar por enseñar el filetado y el arreglo de bicicletas alquila una pieza en la villa Rodrigo Bueno.
Horacio aprendió de las oportunidades. Repite que entre "Dios y Susana Reyes" cambiaron su vida. Y eso intenta él, uno de los integrantes del Isauro más viejo, a los más jóvenes. Ortíz llevó a vivir a la Rodrigo Bueno a Penélope, otra mujer que llegó a la escuela sin techo y con sus dos hijos, cuya historia contó Infobae días atrás.
Noemí nació en Bolivia, a donde llegaron sus padres brasileños. Luego volvió a Río de Janeiro y desde allí aterrizó en Buenos Aires. Era chica. Su madre había conocido a una familia argentina y se las trajo a vivir.
Esta mujer de 57 años creció en Argentina, tuvo cinco hijos y vivió muchos años ganando dinero como extra de TV. Aparecía en pequeños planos o hacía de reidora. En 2012 su casa se prendió fuego. Sus nenas de 8 y 9 años murieron en el incendio. "Perdí además todos los documentos, perdí el trabajo y quedé viviendo con los chicos en la calle", cuenta emocionada Noemí.
Una mujer que le daba comida en la calle le empezó a hablar del Isauro Arancibia. Pero Noemí estuvo un año hasta tomar la decisión de ir porque ya no podía más soportar la intemperie. "Es terrible con frío. Es la muerte. Todo el mundo te pasa por arriba, te discrimina, sufrís mucho", comenta. A pesar de las dificultades, nunca dejó de mandar a sus hijos a la escuela.
Noemí llegó al Arancibia y no sabía leer ni escribir. Ahora aprende en la primaria. Pero para ella lo más importante de esta escuela es otra cosa: "Siempre hay un abrazo. Todas las mañanas hay un abrazo, para nosotros que venimos muy maltratados es muy importante. Susana se sienta a nuestra mesa y nos habla. Ella y los maestros", dice mientras una lágrima recorre su piel morena.
Noemí convida las "pepas" que cocinaron en la panadería. "Estoy activa. Tengo un techo. Y vivo en un hotel con los tres varones", se entusiasma la mujer, y sigue: "Este lugar me dio las ganas de volver a vivir, de progresar, estudiar, ayudar a mis compañeros. Yo fui muy discriminada y pude salir y estoy activa. Este lugar me dio todo. Muchos venimos acá porque tenemos un lugar con gente que son maestros y también son padres y madres. Son todo eso".
Alan cartonea, hace albañilería en la casa de un profesor del propio Arancibia y sueña con tener un trabajo en lo que más le gusta: el mundo de la música. "Aunque sea plomo", se entusiasma. "Uno adquiere otras herramientas con respeto, escuchando, entendiendo. Me gustaría dedicarme al rap social, escribir y cantar de lo que sé: la pobreza del barrio, el gobierno, el miedo a la policía", explica.
El 2º censo popular de personas en situación de calle en Capital, realizado en abril de este año, y publicado el último viernes, registró más de 7.000 personas sin techo, de las cuales más de 5.000 viven directamente a la intemperie. Son cifras muy contrastante con las oficiales. Según el gobierno porteño, en la Ciudad de Buenos Aires viven 1.141 personas en esta condición.
"Vienen a buscar una mirada amorosa. Por más que vengan vapuleados, destrozados, acá buscamos devolverles una mirada amorosa. Cuando los ves como seres humanos, ellos responden de esa manera. La gente los ve tirados en la calle y cruza de vereda. Acá te piden colores para subrayar los apuntes, o que les pongas un 10 y lo andan mostrando a todo el mundo", ríe Reyes, y cuenta una escena de un chico de 20 años cuya reacción es una metáfora: "Cuando terminó la primaria salió a la calle contento, emocionado, y gritaba 'regresé, regresé', en lugar de 'egresé'".
En el Isauro Arancibia unos 300 "regresados" encuentran un espacio que, quizá, se les negó toda la vida. Horacio se emociona cuando habla de la escuela.
"A los chicos de acá les cuento que estuve en la calle y tuve oportunidades.
No sé, capaz que iba a estar preso si no conocía el Isauro. Andaba mal. No tenía lugar para estar con mi nena. Me ayudaron y ayudaron a mi nena. Estaba que me moría y Dios tocó mi corazón. Yo tomaba alcohol. Les comento a los chicos que andan tomando por ahí que ahora no tengo más problemas", dice Ortiz, quien dentro de poco podrá decir que terminó sus estudios.
"Va a ser muy lindo terminar y hablar con mis chicos. La he pasado muy mal y estoy bien. La escuela da muchas oportunidades", comenta conmocionado y agradecido.
Horacio habla rodeado de la chatarra de bicicletas abandonadas que pronto el grupo de alumnos que aprende a arreglaras les volverá a dar vida. Es otra metáfora de lo que hacen alumnos y docentes en el Isauro Arancibia. Las personas en situación de calle llegan a este lugar como esas bicis, abandonadas, destartaladas. Y se rearman. Hasta que pueden volver a andar.
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