"¡Encargado de la tres!", grita el referente desde la ventanita enrejada de la puerta del pabellón 3. Estamos en la Unidad Penitenciaria Nº 48 de San Martín. Isabel Aldao (55), de Moksha Yoga, acaba de terminar de darle a los internos su clase de una hora y media. Infobae fue testigo. Y ahora sólo falta que nos abran para poder salir.
"¡Encargado de la tres!", vuelve a gritar el líder. Y mientras esperamos que venga el guardiacárcel, los reclusos no sólo agradecen la clase de este jueves de sol, sino que además comparten sus sensaciones.
"El yoga es una oportunidad para redireccionar nuestras vidas. Isa viene a darnos la clase sin prejuicios y a pesar de nuestra condición", apunta Pincho. "Me gusta porque más allá de lo físico, sana mi corazón", asegura Cuco. "El primer día que llegó la profe yo no quise hacer nada. Pero después me animé. Los mantras me hacen bien. Los días encerrado son más llevaderos", agrega Barto.
"¡Encargado de la tres!", vuelve a gritar el referente. Y ahora sí, el candado hace ruido antes de la traba, se abre la puerta y salimos del pabellón para pasar a un pasillo desde dónde se ven los jardines enrejados.
"Soy la única de la calle que entra a ese sector. Por las características del delito que cometieron, no pasa nadie más", asegura Isabel y prefiere no especificar para preservar a sus instruidos. A cada paso se saluda con guardias y reclusos, de igual manera. Entonces nos guía al mítico pabellón 8 de Los Espartanos, dónde cumplen condena los reclusos que integran el equipo de rugby que hace diez años fundó Eduardo Oderigo, entrenador y voluntario.
El yoga llegó al penal por iniciativa de Rodrigo Chavarría, un instructor de yoga que se contactó con la Fundación Espartanos y le hizo la propuesta a Isabel. "Cuando les hablamos de hacer yoga, nos dijeron que sí sólo porque alguien les estaba ofreciendo algo para hacer. Arrancamos un jueves de agosto del 2015. Entramos, la puerta se cerró y ahí quedamos Rodrigo y yo, solos con los cincuenta… ¡'Ops!', pensé, pero arrancamos con los ejercicios", rememora Isabel.
Actualmente, 30 profesores de Moksha Yoga –que en sánscrito significa 'libertad interior'– dan clase ad honorem los miércoles y jueves en los pabellones 3, 7, 8, 9, 10, 11 y 12 de la Unidad 48, además en la 47, que es de mujeres, y próximamente llegarán a la 46.
En el pabellón 8, la clase está por concluir. Los reclusos respiran y relajan buscando el sol, con el semblante concentrado y el cuerpo sin tensión. Una vez que terminaron, agradecidos por la visita e invitan a una recorrida por las celdas, decoradas con camisetas de rugby y trofeos (de guerra).
"El yoga me ayuda a pensar antes de actuar", apunta el Sancho. "A mí me viene al pelo para respirar mejor en la cancha. El rugby se complementa con el estiramiento", detalla Peto. "Me limpia el corazón. Que te traigan paz a un lugar de encierro, ¡es un montón!", asegura Capi.
Para ellos, Isabel es "la uno", "la reina" y "la hermana mayor". Y después de unos minutos con el referente gritando "¡Encargado de la ocho!", nos llevan hasta la cancha de césped sintético que supo ser de tierra y dónde el año pasado jugaron un amistoso contra los All Blacks. Nada menos.
Al costado del campo de juego, Leandro Anselmo Coronel y Lucas Roldán Correa están autorizados por las autoridades del penal para hablar con Infobae.
"Llevo un año y cuatro meses preso. Cuando entré empecé a practicar yoga. Me da calma", apunta Leandro, que cursa el secundario en el penal –condición para jugar en Los Espartanos– y en un año saldrá en libertad.
"Al principio el yoga era una obligación para ser parte del pabellón, hoy quiero que sea jueves para tener la clase. Los mantras me ayudan a conocerme. Más lo practico, más mejoro como persona. Porque todos tenemos ternura para compartir. Sé que afuera está complicado el tema del empleo, pero cuando salga, me gustaría enseñar lo que aprendí. Cuando hacés del yoga una práctica cotidiana, cada vez te enamorás más. Porque en esencia, todos tenemos un corazón noble", asegura Leandro.
Lucas, en cambio, lleva once años preso y le faltan dieciséis para salir. "En dos años y nueve meses veré si consigo un beneficio. Estoy haciendo todo lo posible para lograr el cambio. Quiero demostrar que aprendí a pensar y sentir de otra manera. Cuando estás en contexto de encierro, tu corazón está herido y hay quilombo. Desde que empecé a hacer yoga, hace tres años, siento paz. Antes me manejaba de otra manera: vivía alterado", cuenta Lucas.
"Ahora, si me levanto malhumorado, tiro una mantita en el patio y empiezo con la rutina: una relajación, después una adho mukha, el ustrasana, la tabla y el saludo al sol. Ese rato, me siento libre", asegura.
Entonces cuenta que estando en prisión, perdió a su hermano y no pudo estar en el entierro. "Por momentos no creo que haya fallecido… Me duele mucho y cuando tengo feos pensamientos, el yoga me tranquiliza. Quiero demostrarle a la sociedad que sé que cometí errores, me arrepiento y estoy pagando. Quiero salir y ser otra persona. Me estoy armando para trabajar, no para delinquir de nuevo. Ahora valoro mi vida y la de los demás. El yoga me ayudó a perdonarme", dice con los ojos nublados.
Y mientras habla, un compañero de celda apoya un try que todos celebran. Y otro elonga con una postura de yoga al costado del ingoal.
Detrás de la cancha está el taller de costura dónde los presos confeccionan accesorios de yoga. Ávidos por mostrar sus logros, exponen los almohadones de meditación, bolsters, medialunas y zafús. Pero además, enhebran unos bellísimos japa malas y rosarios. Y mientras le enseñan el oficio a los nuevos, es cuando Isabel aprovecha para escucharlos.
"Hablan de paz, tranquilidad y libertad. Son chicos que ahora te miran de otra manera. Sé lo que eran esas caras cuando llegué. La cabeza gacha… Puedo ver la transformación", asegura la profesora que no usa nunca la palabra interno, ni recluso. Para ella son "los chicos".
Maestra, hotelera y agente de viajes, Isabel dejó de trabajar en su estancia familiar de turismo rural en 2011 y pensó –incentivada por su hijo Tobías– que estudiar profesorado de yoga era una buena idea. En 2015, los presos fueron su primeros alumnos. Casada y madre de cinco, tenía casi treinta cuando había empezado a hacer yoga sólo porque le daba fiaca ir al gimnasio. "No sabía nada de la filosofía. Eso sí, había estado en la India a los 22 años y me había atraído la cultura", apunta y cuenta que además, da clases grupales en Beccar.
"Cuando estoy en el penal no pienso en lo que hicieron. Se van cayendo mis muros internos. No conecto con lo negativo. Nunca tuve miedo dando clase. Creo que todos somos esencialmente puros, pero en algún momento, por circunstancias de la vida, nos sale lo oscuro. Los veo trabajar sus propios demonios. El yoga busca el potencial, la luz de cada uno. Mis alumnos pueden haber matado, pero también pueden arrepentirse y terminar siendo ángeles, como San Pablo", asegura Isabel, una vez fuera del penal, mientras maneja por el Camino del Buen Ayre, de vuelta a su casa.
"Algunos por ahí me cuentan que no saben lo que es trabajar, que los educaron para robar. Entonces en la cárcel, muchas veces aprenden técnicas para chorear mejor cuando salgan y no volver a caer presos. Otros quieran salir de ese círculo. Y eso me parece admirable. Saben que tienen mucho para transformar. Porque pueden hacer mil posturas físicas, pero la postura espiritual es la más difícil", asegura Isabel.
"La filosofía del yoga nos enseña que nada es permanente, que todo cambia. Pero hay un karma: si quiero cambiar mi futuro, tengo que cambiar mi presente. Y puedo estar preso, pero sentirme espiritualmente libre. Eso los chicos lo saben muy bien", concluye.
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