"Hay que destruir los misiles Exocets, eliminar a los aviones Super Étendard y matar a los pilotos en Río Grande sea como sea", ordenó una enérgica Margaret Thatcher, tras recibir el apoyo político de su Gabinete de Guerra. Era el 6 de mayo de 1982 y acababa de ser vilipendiada en una áspera sesión en la Cámara de los Comunes.
El sorpresivo hundimiento del HMS Sheffield en el estreno mundial del infalible binomio Super Etandard-Exocet (SUE-AM39) había alertado al Almirantazgo sobre un escenario hasta entonces imprevisto: esa arma poderosa lanzada a los portaaviones HMS Hermes e Invencible frustraría la "recuperación" de Malvinas. Y, al claudicar el desembarco, se precipitaría la derrota en el Atlántico Sur.
Thatcher estaba obsesionada con el poder de daño de esa tecnología insuperable en poder argentino. Había minimizado el potencial ofensivo enemigo. François Mitterand le había confiado que los diez pilotos de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, entrenados en Francia, no contaban con las suficientes horas de vuelo para operar con éxito los misiles; tampoco los ingenieros tenían los códigos secretos para la comunicación del Exocet con los aviones. La misión encubierta para librarse de esa zozobra debía estar a la altura de la amenaza: un golpe sorpresivo, rápido y terminal al corazón de la Base Aeronaval de Río Grande.
El director del Special Air Service (SAS), el brigadier Peter de la Billière, era el soldado británico más condecorado hasta ese momento. Admirado en su país por haber liberado en 15 minutos a 26 rehenes en la Embajada de Irán en Londres dos años antes, Billière fue el elegido para la planificación del asalto comando.
Se la bautizó con el código de Operación Mikado, que en japonés significa "La puerta", y fue la misión de asalto más temeraria desde la II Guerra Mundial, aún hoy sellada por un inviolable secreto.
El SAS gozaba de fama planetaria por sus hazañas. Había demostrado su solvencia como fuerza especial de élite triturando aviones del Eje en aeródromos del norte de África. Una audaz incursión continental suponía la única táctica posible para librarse de la amenaza de perder una guerra. Aunque el costo fuera altísimo en vidas humanas: de entrada, se lo orquestó como un asalto de una sola vía. El sacrificio de unos pocos profesionales valientes como reaseguro de la supervivencia de muchos otros.
"Tras un intensivo entrenamiento nocturno en las montañas de Escocia, en Gales y en el cuartel general del SAS en Hereford, habíamos previsto, llegado el día de la operación, dejar nuestras maletas empacadas. Si no regresábamos, sólo debían llevarlas en el próximo avión de regreso al Reino Unido y entregarlas las nuestras esposas", contó Tom Rounds, el navegante de uno de los dos Hércules que participarían del golpe comando.
Otros le ponían el cuerpo a la profesión: "Si te preocupa la muerte, estás en el negocio equivocado", le dijo a la prensa británica Jim Norfolk, otro de los SAS. "Esto es la guerra. Estás entrenado para luchar y morir si es necesario. No importaba si podíamos salir, pero teníamos que entrar. Y había una buena posibilidad en eso".
Tres tácticas para un mismo plan
La operación fue orquestada por Billière en al menos tres modalidades de ataque en mayo de 1982. Se previó de entrada la táctica convencional: diezmar con un copioso bombardeo aeronaval nocturno con aviones Vulcan o Sea Harriers la base fueguina.
Pero las primeras hostilidades con esos aviones no habían resultado precisas en su asedio al aeropuerto de Puerto Argentino y los Harriers, expuestos a la artillería antiaérea terrestre y naval, eran un bien demasiado escaso e indispensable para la ofensiva en el teatro de operaciones del Atlántico Sur.
Billière se inclinó por otra: un Hércules C-130 con 60 hooligans de la SAS se aproximaría evadiendo radares desde el mar a baja altura e irrumpiría en la pista de Río Grande bajo la modalidad find and destroy (encuentra y destruye) los objetivos. Se haría de madrugada para reducir la efectividad antiaérea.
Con los motores encendidos, descenderían por la rampa los Land Rovers con los comandos munidos con ingentes cantidades de explosivos y ametralladoras. Divididos en tres grupos, se impondría el caos del trotyl: unos se dirigirían al hangar donde reposaban los 5 SUE, otros destruirían los 3 Exocet y el último grupo eliminaría a la mayor cantidad de pilotos en el Casino de Oficiales.
El número de bajas propias se preveía alta. Si había sobrevivientes una vez cumplidos los objetivos, deberían diseminarse y encontrar su ruta de escape hacia Chile. Estaban entrenados para la supervivencia en las condiciones más hostiles. Los C-130 difícilmente pudieran esperar en la pista.
El otro plan alternativo involucraba a un submarino que, indetectado, se arrimaría sigilosamente a la costa de Río Grande en la ceguera de la noche. En Zodiacs, otros comandos de la Special Boat Service (SBS), brazo marítimo de la SAS, se infiltrarían en la base con igual armamento, idéntico propósito y derrotero de fuga.
Mientras tanto, Billière, que tenía comunicación directa con John "Sandy" Woodward, el comandante de la flota replegada al NE de Malvinas, se guardaba otro "as" en la manga. Para que Mikado tuviera éxito, otro equipo de SAS encubierto debía infiltrarse antes del asalto final para recabar información de inteligencia, ubicar los blancos, trazar rutas de fuga y escudriñar el sistema defensivo de la base. Esa operación "menor" se llamó Plum Duff y logró articularse en el continente.
"Sencillamente una locura"
"El plan inglés era sencillamente una locura, sin posibilidad de éxito", afirma a Infobae el comandante de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque de SUE, el capitán de navío (RE) Jorge Colombo. "Está claro que Thatcher se dijo: '¿Cómo estos indios con plumas son ahora la amenaza más grande a la Royal Navy?'".
"Río Grande era un hervidero de aviones de combate, exploración y salvamento. No sólo operaban los 4 Super Étendard, los 9 A-4Q Skyhawk, los 2 Neptune antes de que se los diera de baja y los 2 B-200 de la aviación naval; también estaban los 8 Dagger de la Fuerza Aérea. Desde la irrupción de las hostilidades, la base exhibía su poderío defensivo ante cualquier embestida aérea, terrestre o por mar celosamente custodiada por los batallones 1 y 2 de Infantería. En el capitán de Navío Miguel Ángel Pita recayó toda la seguridad y él fue el primero que dijo: 'A Río Grande hay que protegerla como una fortaleza'. Los infantes son muy eficientes y lo demostraron en Malvinas. Pita había establecido un sistema de alarmas y custodia concéntrica, despliegues de operaciones nocturnas, observadores terrestres vestidos de civil y hasta búnkers y trincheras. Había artillería pesada, trampas cazabobos, santo y señas permanentes y lanzamientos aleatorios de bengalas que iluminaban la base simulando la detección de blancos. Este último ardid fue clave para frustrar la operación Plum Duff del 17 de mayo", adelanta Colombo.
"Además, cada escuadrilla se ocupaba de su seguridad y los SUE se dispersaban todas las noches a distintos lugares de una base gigantesca. Nunca permanecían en el mismo lugar. Si lograban aterrizar, algo improbable, es difícil que esa misión tuviera éxito", asegura Colombo.
Al querer fulminar el casino de oficiales, los blancos humanos de los ingleses pasaban a ser todos los pilotos de las diferentes escuadrillas. En los SUE revistaban Augusto Bedacarratz y Armando Mayora, que mandaron a pique al Sheffield; Roberto Curilovic y Julio Barraza que desguazaron al Atlantic Conveyor, Alejandro Francisco y Luis Collavino que arremetieron contra el Invencible y Roberto Agotegaray, Juan José Rodríguez Mariani y Carlos Machetanz.
Se lanza la operación Plum Duff
En Hereford, los planes de Billière suscitaron una ríspida oposición en John Moss, el comandante del Escuadrón B del SAS, seleccionado para la misión encubierta de reconocimiento. La infiltración tenía ribetes apenas menos ominosos que los de Mikado: la patrulla de 9 comandos partiría con un helicóptero SEA King desde el HSM Invencible en Malvinas, pertrechada con armas y explosivos en sus mochilas. Aterrizarían por la noche a pocos kilómetros de Río Grande, destruirían el helos y, ocultos en el terreno, recabarían inteligencia. Si la ocasión arreciaba, los equipos de comunicación satelital, facilitados por EE.UU, posibilitarían enlaces con el cuartel general en Hereford para acatar instrucciones. Por el carácter todavía clasificado de la misión, se desconoce si Reagan y Pinochet conocían la osadía.
Los severos cuestionamientos de Moss a la operación le valieron primero un sumario; luego su relevo. Mientras, uno de sus sargentos forzó su baja. El segundo de Moss era el experimentado capitán Andy Legg. Había operado en Irlanda del Norte y en Omán y se lo designó al mando de la operación.
Por la sensibilidad militar del tema, Legg se llamó a silencio durante más de 30 años y sólo años atrás aportó su testimonio. Primero en el libro Exocet Falklands. The Untold Story of Special Forces Operations, y el año pasado, en un artículo para el Times en el que destripó la trastienda de "la misión suicida" que lideró.
Algo más quizás lo animaba: había decidido vender sus condecoraciones, insignias y un objeto especial buscado por los coleccionistas: el antiguo mapa de Tierra del Fuego que lo orientó y desorientó en uno de los territorios más yermos y australes del planeta.
"Nos habíamos entrenado en serio para el asalto. Día y noche: marchas forzadas de larga distancia en Gales, horas en los rangos de tiro, ejercicios de navegación y emboscada nocturnas, saltos en paracaídas. En el aeropuerto de Wick, norte de Escocia, con 15 cm de nieve en el suelo, practicamos en helicóptero las aproximaciones y aterrizajes a bajo nivel, de noche, para volar sobre el mar sin ser detectados", describió.
Con la última anuencia política del gabinete de Guerra, la incursión a Río Grande se había fijado para la madrugada del 17 de mayo.
"Quien arriesga, gana", el lema del SAS
El 15 de mayo la patrulla viajó desde Inglaterra a la isla Ascensión, a la altura del Ecuador y de allí en un Hércules hacia Malvinas. Hubo un complejo reabastecimiento en vuelo y cuando se aproximaron al punto dato, saltaron en paracaídas al furioso Atlántico sur.
El buque de enlace Fort Austin demoró unos 20 minutos en recogerlos y rescatar los pertrechos y mochilas embalados de forma impermeable. Con el cuerpo todavía entumecido fueron trasbordados al Invencible para los preparativos finales. El helicóptero Sea King ZA290 había sido desmantelado en su interior para adicionarle tanques extra de combustible. Imposible encarar la travesía a baja altura y evadir los radares enemigos sin esa autonomía.
Eco de radar
Un día después, en la costa de Tierra del Fuego, los radares del destructor ARA Bouchard detectaban al anochecer tres ecos a escasas millas de la costa. Uno de ellos, el más potente, era un rumor radiofónico que anunciaba el acecho de un submarino enemigo, mientras que se presumía que la intermitencia de los restantes podían ser botes tipo gomones.
Sobrevino un estéril zafarrancho de combate y una alerta a la base de Río Grande. Aunque Inglaterra nunca lo reconoció oficialmente, es un secreto a voces que la actuación habría sido la del submarino HSM Onix con botes de apoyo cuyo rastro se pierde en el meandro todavía inescrutable de esta historia.
"Había indicios de que algún buque se aproximaba y se temió un ataque aéreo. Toda la escuadrilla y el personal junto a los SUE abandonamos la base. Hoy visto a la distancia fue un peregrinaje bastante insólito hacia la ciudad", recuerda Colombo.
"Bauticé aquel día como el Éxodo jujeño, porque remolcamos con tractores a los 4 SUE hasta la plaza central. Los técnicos se guarecieron en un frigorífico abandonado y los pilotos pasaron la noche en el casino de oficiales de la Infantería. Pero al otro día juré que nunca más desplazaría así a los SUE: tenían hielo en las alas, descalibradas las computadoras, afectados los sensores y estaban todos embarrados".
Mientras tanto, en el otro extremo del Atlántico, Legg ultimaba en el Invencible el plan para el helidesembarco en el continente.
Solo el piloto Richard Hutchins y el navegante Alan Bennett portarían visores nocturnos, también provistos por EE.UU. Además del armamento, explosivos, raciones, carpas, pistolas de puño y gran cantidad de chaff para intentar burlar a los misiles, llevaban "dos viejos mapas, desactualizados y a escala muy reducida" de Tierra del Fuego. Uno de ellos fue el que subastó el año pasado Legg.
En hermético silencio electrónico, el Sea King despegó pasada la medianoche del 17 de mayo y trajinó en medio de una niebla densa los 600 km hasta Tierra del Fuego. Al aproximarse a la estancia La Sara, el punto acordado de desembarco, a unos 40 km de la base, el navegante alertó que habían sido iluminados por un radar argentino.
"Una de las patrullas se había bajado del Sea King y estaba parada sola en Argentina, cuando vimos luces y un fuerte destello", contó Legg, que reconoció que palpitó el peligro. Por eso exigió continuar unos kilómetros más hacia el punto de bajada secundario en la frontera con Chile. Allí mismo el grupo de Legg descendió, mientras que la tripulación del Sea King continuó volando hacia la costa cerca de Punta Arenas. En el mar arrojaron el armamento que llevaban, cerca de la playa abandonaron la nave y en cuestión de minutos la hicieron estallar con los explosivos.
El sacrificio de un helicóptero de guerra e incluso el de su tripulación se justificaba para los ingleses si con ello se lograba neutralizar la amenaza SUE-Exocet.
"Los destructores ARA Piedra Buena y ARA Bouchard habían, efectivamente, detectado a la nave invasora y dispararon alertas y patrullas", relató Colombo. "Eso sumado al sistema aleatorio de bengalas de la base fue lo que los terminó expulsando del suelo argentino".
Para las dos secciones ahora dispersas de los SAS sobrevino una odisea de supervivencia. No sólo por las condiciones extremas y la desorientación; también por la fiebre alta que abatió a uno de ellos. Un día antes había sentido en los huesos durante 20 minutos el estupor de un mar helado. Seguían desorientados y las raciones al cuarto día se agotaban. Con el teléfono satelital se comunicaron con Hereford para pedir reaprovisionamiento e instrucciones. La definición se demoraba. Y la operación Plum Duff comenzaba a naufragar. Ni siquiera habían podido incursionar en territorio argentino y menos escudriñar un SUE en Río Grande.
Los restos del helicóptero incendiado hacia días que era noticia en los diarios, cuando los SAS, cada grupo por su lado, se encontraron en la localidad chilena de Porvenir. Alquilaron una habitación y esperaron.
La diplomacia británica debió brindar sus explicaciones a las autoridades por la incursión y el incendio de la nave: "Problemas en el instrumental, condiciones climáticas adversas en un vuelo rutinario de reconocimiento, agotamiento de combustible y la fatalidad de un desperfecto eléctrico precipitaron el abandono y las llamas en la nave", argumentaron y los diarios de la época lo reprodujeron.
Tras el estrepitoso fracaso de la operación Plum Duff, Legg y el resto de los SAS se entregaron el 25 de mayo a carabineros.
Tras ágiles gestiones diplomáticas fueron trasladados a Santiago en un avión de la Fuerza Aérea chilena. Quedará inscripto como una ironía que ello ocurriera el mismo día en que el arma infalible que habían ido a buscar sepultaba en el océano al Atlántic Conveyor.
"Volverán a Hereford", fue la orden que recibió Legg, mientras se refugiaban lejos de la prensa en un bungalow en las afueras de Santiago.
Vestidos con ropa prestada de civil, las autoridades chilenas les dispensaron un tratamiento que los exculpaba de cualquier violación de soberanía: omitieron el control de pasaportes —aunque la embajada británica les alcanzó uno nuevo a cada uno a los pies del avión— y se embarcaron en un vuelo comercial hacia Londres.
Al regresar a Hereford, su jefe había sido despedido y un oficial de inteligencia del SAS le advirtió : "Mantén la boca cerrada porque hay mucho en juego".
Sólo años más tarde Billière culpó públicamente al escuadrón de Legg por el fracaso de la Operación Mikado. "Me sentí consternado —escribió en su autobiografía— al descubrir que la actitud de esta unidad [el Escuadrón B] se mantuvo tibia. Por mi parte, yo tenía que hacer lo que pensaba que era correcto ante tantas vidas en juego".
Legg abandonó al tiempo el SAS y terminó de sincerarse 36 años después en el Times: "Uno tendría que pensar que los hombres pueden caminar sobre el agua para creer que la Operación Mikado podía tener alguna posibilidad de éxito. Al menos en base a la inteligencia con la que contábamos".
Y aludiendo al lema de los SAS que reza "Quien arriesga, gana" (Who Dares Wins), concluyó: "Quien se atreve, gana. Pero la planificación adecuada, la información confiable y el respaldo, siempre ayudan".
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