El 2 de septiembre de 2015 la fotografía del pequeño cuerpo sin vida de un niño sirio de tres años en las costas de Turquía se convirtió en el trágico símbolo de la crisis humanitaria del país que llevaba ya varios años creciendo a espaldas de Occidente. En las redacciones periodísticas se debatía su publicación y las redes sociales se estremecían con su crudeza pero Aylan Kurdi, junto a su hermano de cinco años y su mamá, habían muerto en el naufragio de un bote inflable con el que intentaban llegar ilegalmente a Europa para escapar de la terrible guerra civil en Siria.
A 12 mil kilómetros, en Buenos Aires, Susana Gutiérrez Barón (65) y su marido Patricio veían la imagen y pensaban que no podían quedarse quietos ante ese horror. "Sentimos que había que hacer algo ya, que no podíamos seguir lamentándonos", cuenta ella a Infobae.
En medio del horror, cuando se publicó la foto de Aylan Kurdi, ella recuerda que un periodista le acercó el micrófono a un adolescente sirio para que hablara de la enorme crisis de inmigración de su país y que su respuesta, tan simple y clara, la dejó helada: "Nosotros quisiéramos no irnos de Siria, lo que queremos es que paren la guerra".
"No está en nuestras manos parar la guerra. Pero pensamos que podíamos ayudarlos con un lugar y trabajo", dice. Apenas unos días después, se pusieron en contacto con una ONG que acompaña a refugiados y conocieron a Nairouz Baloul, una joven siria que había llegado hacía un año a Argentina y contactó a su vez con Eyad Jaabary -o "Eddy"- un joven sirio de 28 años que era su amigo y quería irse de su país natal porque no estaba dispuesto a luchar en la guerra en la que no creía.
Susana prácticamente no dudó. "Considerábamos que nuestra vida era cómoda y nos sobraba tiempo y espacio para hacerlo y tomamos la decisión", dice. "Con mi marido tendemos a tirarnos a la pileta. Después no sé si salimos nadando pero no tomamos muchos recaudos para mandarnos. La gente a veces lo ve extraño pero para nosotros se siente natural", explica.
Eddy, que estudió Literatura Inglesa e hizo una maestría en su país, logró dilatar por una década el llamado para el servicio militar, que en Siria es obligatorio desde los 18 años. Pero cuando ya había agotado todas las posibilidades y supo que con su pasaporte no tenía forma de ir hacia Europa o los países árabes, la noticia de que una pareja de argentinos estaba dispuesta a acompañarlo su regreso -a ser su "llamantes", como se llama a los patrocinadores en el contexto del Programa Siria– fue un alivio.
Hacía 15 años que Susana se separó del padre de sus tres hijos -de 35, 38 y 41 años- y se fue a vivir con su pareja, Patricio (que era cura cuando se conocieron, trabajando en una fundación para niños que el creó en San Isidro) a una casa grande en un barrio cerrado de Pilar que estaba más que preparada para recibirlo a Eddy.
Mientras Patricio iniciaba los trámites para ser oficialmente su llamante, él comenzó a mantener contacto diario con Susana. Se enviaban mensajes, fotos, se contaban historias, se reían y lloraban juntos. En todos esos meses que hablaron se forjó un vínculo. Eddy debió cruzar a Líbano y de ahí tomar un vuelo a Roma que luego lo llevaría a Buenos Aires. Ya estaban ansiosos por encontrarse. Después de tantos temores, finalmente lo lograron en junio de 2016.
"Recuerdo que llegué a Ezeiza y los vi. Ese momento va a ser difícil de olvidar, lo recuerdo todos los días", dice Eddy sobre ese miércoles que pisó por primera vez suelo argentino. "Los vi a a Susana, a Pato y Nairouz juntos esperándome y me emocionó mucho. Sentí que tenía una familia acá. En Siria tuve que dejar a mi hermano, que está haciendo el servicio militar, y ya no tengo a mis padres. Estaba muy mal y eso me dio fuerza".
"Yo siempre aconsejo a otros llamantes que construyan un vínculo con la persona que van a llamar porque en el camino surgen dificultades y esa es la mejor manera de sortearlas", reflexiona Susana.
Pero no todo fue fácil. Eddy llegó al país con poco dinero y pocas cosas. Podía trabajar como profesor de inglés pero los colegios en Argentina ya habían empezado el ciclo lectivo y sin hablar español las posibilidades de conseguir un puesto eran muy bajas. Estuvo muy deprimido y las barreras culturales no eran muy fáciles de romper.
Entonces Susana le pidió a una amiga suya, que es psicóloga y habla muy bien inglés, que se juntara con Eddy para que él pudiera hablar más libremente de cómo se sentía y si había algo que le molestaba. Ahí Susana descubrió, por ejemplo, que Eddy había traído muy poca ropa porque el día que salió de su país le avisaron una hora antes que se iba y le avergonzaba pedirle más a ella. También lo angustiaba la falta de trabajo: "Mi hijo estudiaba ingeniería y los fines de semana repartía pizza, pero para ellos es una deshonra que una persona universitaria haga esos trabajos. En los colegios no lo tomaban y solo tenía algunos alumnos particulares".
Pero en una de esas reuniones, conocieron a Okba, otro amigo de Nairouz que era profesor de inglés y no estaba pasándola bien con su llamante argentino. Okba paraba en la localidad de Tristán Suárez, debía viajar mucho para llegar a trabajar y no vivía en las mejores condiciones. Entonces, aprovechando un viaje que tuvieron Susana y su marido, le sugirieron a Okba que fuera a la casa con Eddy para hacerse compañía.
Los dos oriundos de Latakia, una ciudad relativamente chica en Siria, estaban sorprendidos porque aunque tenían muchos amigos en común no se conocían de antes. Susana, otra vez, se tiró a la pileta y le ofreció a Okba vivir en su casa también, sólo tres meses después de la llegada de Eddy: "Es un chico increíble, una maravilla de persona".
"Nos hicimos amigos muy rápido", dice Eddy. "Tener a alguien que hable tu idioma y entienda tu cultura me ayudó mucho. Fue como tener un hermano al lado". Juntos pudieron compartir lo que sentían respecto de la distancia de los seres queridos, de la tierra que los vio crecer, la incertidumbre por la guerra y las dificultades para asentarse de nuevo en un país completamente distinto.
"Por ejemplo la sociedad siria es una sociedad muy machista. Para ellos es común que la mujer haga todo, pero vos acá decís '¿qué le pasa a este que no ayuda en la casa?'. No es mala voluntad, es su cultura y hay que entenderlo", recuerda sobre los primeros tiempos que vivieron juntos: "Un día fuimos a la peluquería y no se quiso cortar el pelo porque la peluquera era una mujer. Después con el tiempo eso le pareció una pavada".
Pero la convivencia con Okba y Eddy fue también un aprendizaje para Susana, que empezó a entender que ciertos comportamientos que notaba en Eddy se desprendían no sólo de su cultura, sino también de los tiempos políticos que les tocó vivir en su país.
"Ahí nos dimos cuenta lo que le hace una dictadura a sus habitantes. Cómo prohíbe todo, amenaza todo y te quita la iniciativa aniña a la gente, la transforma. Tenían 28 y 30 pero se comportaban como si tuvieran 15 o 17", explica Susana. "Por ejemplo, al vivir en la situación que vivían perdían el hábito de bañarse todos los días, por ejemplo. Nosotros no queríamos intervenir porque teníamos mucho miedo de ofender. Pero es complicado".
Al año siguiente, una vez empezado el ciclo lectivo en los colegios, Okba y Eddy, que ya hablaban español más fluido, estaban mucho más instalados, tenían amigos y cierta independencia, consiguieron trabajos como docentes en colegios de la zona y juntaron dinero para poder irse de la casa de Susana y Patricio. Hoy alquilan juntos una habitación y esperan poder irse pronto a un departamento. Eddy, además, sueña con que su hermano se libre del Ejército para que pueda venir a Argentina: "No me falta nada, solo que venga él".
En la casa de Susana y Patricio ahora la dinámica es otra. Allí se organizan los asados familiares en los que, entre sus hijos y sus nietos, están siempre Eddy y Okba. Hace poco más de un año, los dos jóvenes refugiados no tenían nada y dependían de ellos hasta para viajar en colectivo. Hoy, Okba y Eddy los pueden invitar a comer. "Fue una experiencia muy intensa, pero estamos muy felices de haberlos conocido", dice Susana.
Sin embargo, no puede con su genio: hace 15 días que vive en su casa Leisy, una joven venezolana que conoció a través de una amiga y también es profesora de inglés. "Sentí que nos tocaban la puerta de vuelta y le dije sin pensarlo 'que venga a casa'". Pero para esos arrebatos, Patricio es el compañero perfecto: "No hubiera podido hacerlo si no lo hubiera tenido a él. Somos una muy buena dupla". Pero, confiesa, las diferencias con la cultura venezolana son mínimas en comparación con la siria y vivir con Leisy es para ella como "alojar a una sobrina".
"El Programa Siria, que surgió originalmente en 2014 pero se fue modificando, es un programa innovador en todo el mundo", dice Mariana Fontoura Marqués, directora de Justicia y Política Internacional de Amnistía Internacional Argentina sobre el plan al que se acercó Susana. Mientras en todo el mundo disminuyen en general las cuotas de reasentamiento y la necesidad es cada vez mayor, "esta iniciativa nace por presión de la sociedad y existe en muy pocos países de esta forma". "Lo novedoso en Argentina es que se ha creado una red de ayuda desde la sociedad civil. El Estado es necesario y acompaña pero el protagonismo es de la comunidad", indica Fontoura Marqués.
De acuerdo con las últimas modificaciones del programa, las personas que quieren ser llamantes y conformen como mínimo un grupo de tres personas -ese requisito no existía cuando aplicaron Susana y Patricio- deben manifestar su interés ante la Dirección Nacional de Migraciones, donde se analiza la postulación y luego se produce y se evalúa un match, una coincidencia, con una lista de refugiados referenciados por ACNUR (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados).
Los llamantes serán luego oficialmente responsables de brindarles apoyo financiero por 12 meses, ayuda con la documentación y el conocimiento del idioma, el acceso a la educación, en caso de los menores, a la salud y a la vivienda. Actualmente el Programa Siria permitió –desde 2014 y hasta fines de 2018– el ingreso de 400 refugiados a Argentina que se suman a otros 240 sirios que llegaron al país por sus propios medios y solicitaron ser refugiados después de su arribo.
"Creo que uno tiene que estar atento a las necesidades del otro", resume Susana. "A veces uno quiere dar algo pero eso no es lo que el otro necesita. Si vos estás atento al otro ser humano, te llega el momento de actuar y dar una mano", aconseja. "Pero una situación extraordinaria no te pasa tantas veces en la vida, cuando te toca hay que responder y no hacerse el distraído. Cuando haces un movimiento, por más chico que sea, la red se activa y se expande".
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