"El regreso" es una pared pintada de treinta metros de ancho por cuatro de largo. La levantaron para hacerla muro y transformarla en mural. Tiene bocas dibujadas pero no está en silencio: comunica la identidad de un pueblo. Manifiesta las expresiones, las vivencias, los recuerdos y la experiencia de más de cuatro mil soldados argentinos en el día de su vuelta.
Debajo de una tela espesa y oscura están el desembarco y el Canberra, están el muelle y su paisaje, están los héroes y las madres, aquella que recibió a su hijo y aquella que lo perdió en la guerra. Es una obra de "Ciencia al Viento", un proyecto de un instituto del CONICET. Se posa frente al Muelle Storni, sobre la vera de la Ruta 1. Es un homenaje a los combatientes argentinos que desembarcaron en Puerto Madryn el 19 de junio de 1982.
Treinta y siete años después el descubrimiento de la pintura, la interacción entre 300 soldados argentinos y sus familias o sus compañeros de regimiento con el pueblo que los recibió tras el final de la guerra de Malvinas. "El regreso" simboliza la literalidad del desembarco y su consecuencia antropológica y cultural. No pasó lo mismo en Punta Quilla, en Comodoro Rivadavia o en Uruguay. En Puerto Madryn había expectativa y ansiedad. La ciudad minada de militares confirmó las sospechas. El pueblo se preparó para dar la bienvenida. Había banderas argentinas, reposeras, canastas, termos, mates y facturas: todos esperaban la llegada de un transatlántico inglés que devolvía a compatriotas agotados del combate, la turba y el frío.
Era la recepción de un pueblo que había experimentado la guerra con otra percepción e intimidad. "Nosotros en la Patagonia estábamos más cerca de nuestros soldados. En la escuela nos enseñaron a meternos debajo de los bancos en caso de un bombardeo. Como si la madera de los pupitres pudiera hacer algo contra las bombas. Pero me doy cuenta de que era una forma de estar organizados, de participar de la guerra. Había que hacerle caso a la gente de Defensa Civil. Teníamos sitios asignados a los que había que ir si la ciudad era atacada. Y también nos enseñaron a colaborar en los oscurecimientos: tapar con una frazada las ventanas de la casa… Para mí todo era como una aventura", relató Federico Lorenz, historiador, escritor, y ex director del Museo Malvinas, en su conmovedor cuento "El día en que Madryn se quedó sin pan".
El sábado 19 de junio de 1982 fue el día del regreso: el día en que una ciudad se rindió a las urgencias de sus héroes. "La gente nos recibió como si hubiésemos ganado. Se acercaban, nos daban comida, pan, nos tiraban chocolates a los camiones. Paramos en un club, nos daban sandwiches y mate cocido. Venían a vernos todos, nos pedían algo, un recuerdo, lo que fuere: yo entregué el sombrero y un rosario a una familia que me había invitado a su casa. No sé quiénes eran, vivían en la esquina del club", narró Luis Daniel Bigot, soldado del Regimiento 7, oriundo de La Plata. Contó que buscó a la familia que lo hospedó unas horas y no pudo encontrarlos. Sólo quería agradecerles el gesto.
“El sentimiento era una mezcla de sensaciones: estábamos tristes por la derrota y felices porque también sabíamos que volvíamos con vida a ver a nuestras familias. Pero veníamos derrotados”, contó Bigot
Los combatientes llegaron. No se sabían héroes. Las autoridades quisieron ocultarlos. Los jóvenes llegaban exhaustos por los combates, sucios luego de 74 días de guerra, hambrientos. Improvisaron cordones para custodiar el plan de llevarlos directo al regimiento. Pero el simple aplauso de un vecino se diseminó hasta encender a una multitud jubilosa y esa distancia se vulneró. Los soldados se sorprendieron. Cargaban la derrota a cuestas: uno llegó a pedirle perdón a un vecino de Madryn.
"No esperábamos que nos recibieran así: nadie quiere al que perdió -asumió Bigot-. Pasa que ellos vivieron de otra manera la guerra, hacían oscurecimiento, estaban más cerca. La gente se sintió parte de nosotros y de la guerra. Fue espontáneo, salieron a la calle, corrían a los camiones, nos tiraban comida, nos abrazaban. Nosotros no entendíamos nada".
Eduardo Gallardo es chaqueño y se siente orgulloso de haber defendido lo que describe como "una tierra que aún nos pertenece". Hoy tiene 57 años. Combatió a los 18 como soldado de la compañía B del Regimiento 3 y desembarcó del Canberra esa tarde de junio con un agujero en el estómago: "Me acuerdo que me dolía mucho la panza. Venía con un cólico muy malo porque cuando llegó la capitulación nos hicieron meter a un galpón donde había mucha mercadería y ahí comí de todo y eso me hizo muy mal".
Su historia se eternizó en una foto. Es, en la imagen simbólica de esa expresión popular, el soldado que con el brazo izquierdo agarra un pan y con el derecho arroja un beso.
"Nos bajaron del Canberra y nos subieron automáticamente a unos camiones porque de ahí nos trasladaban a un galpón. Primero se asomaron unas chicas y nos sacaron unos rosarios que nosotros teníamos. Me sacaron también el casquete y cuando vi que estaban entregando pan, me arrimé. Teníamos mucha hambre, estábamos desesperados. Recién hace un par de años me enteré de esa foto. Pero me acuerdo bien de ese momento", revivió.
El relato de Eduardo sabe a confesión. Le demandó mucha terapia asimilar lo vivido. Por la guerra perdió 16 kilos, el trabajo, lo que sentía seguro en su casa, literalmente se le dio vuelta el mundo. Se refugió en el fútbol, pero cuando jugaba a la pelota sólo pensaba en pelearse con los rivales. La guerra también deja heridas en el alma.
Siempre que puede vuelve a Madryn, porque su agradecimiento es perpetuo: "Nosotros imaginábamos otra bienvenida. Sigo sorprendido con la gente por cómo nos recibió. Fue maravilloso. Si en ese momento alguien me preguntaba ¿te querés quedar?, yo me quedaba".
Milton Rhys sí se quedó. Había nacido en Entre Ríos, vivido en Michigan, Estados Unidos, y deambulado por varias ciudades argentinas. Su padre, Leslie, era profesor de inglés y descendiente de una familia pionera de colonos galeses e ingleses en la Patagonia. Se presentó solo, sin unidad. Se entrenó como radio operador y cuando se desató el conflicto bélico empezó a desempeñarse como radio operador bilingüe encargado de las traducciones. Su formación le permitió hacerse un lugar en la casa de gobierno en Puerto Argentino junto al general Mario Benjamín Menéndez, desde donde escuchó cómo un suboficial corrió desesperado para repetir una noticia al grito de "hemos hundido al Canberra".
"Empezamos a marchar por las filas de los soldados ingleses -narró su incursión de regreso al continente-. A medida que íbamos avanzando por el muellecito, nos cargaron en una especie de lanchón y de ahí nos llevaron hacia el barco en el que nos iban a trasladar. Yo les pregunté a dónde nos iban a llevar. 'Vamos a ir a un barco, los vamos a revisar y dar de comer'. '¿Y en qué barco?', le pregunté. 'El Canberra', me dijeron. Yo me reía para adentro: 'Estos tarados no saben que al Canberra se lo hundimos'. Cuando subí al barco, decía Canberra por todos lados. Se lo comenté al capitán Reed y se rió. 'Es cierto, nos pegaron un cuetazo', me dijo y me mostró una zona que había sido arreglada, un lateral del barco muy lejos de la línea de flotación. Los mal informados éramos nosotros", rememoró Milton.
En la travesía, lo enviaron con otros 400 soldados al salón principal que tenía un piano atado con una cadena. Se sentaron en el piso, espalda con espalda."Cuando estábamos en la habitación principal, no nos podíamos organizar ni siquiera para ir al baño. El milico inglés que nos cuidaba me dijo que nos organizáramos nosotros. En un momento yo traducía tal cual, pero después empecé a decirlo con menos agresividad porque ya nos estaban gritando".
“Estábamos muy tristes y golpeados por la guerra. Pero también teníamos una sensación de alivio y hasta de felicidad porque los bombardeos se habían terminado, porque podíamos dormir y comer”, contó Rhys
Rhys había vivido varios años en la Patagonia. No quería que lo trasladaran a Campo de Mayo. Le pidió permiso al coronel Parra para que a los soldados que eran de zonas cercanas no los devuelvan a su unidad de origen. El militar solicitó autorización que le fue denegada. El radio operador decidió romper filas y escaparse. Aprovechó la movilización del pueblo para doblegar la custodia militar. Se ocultó en el auto de un periodista amigo. Nadie se lo cuestionó nunca.
Milton Rhys, Eduardo Gallardo y Luis Daniel Bigot son solo tres historias de los 4.100 veteranos de la guerra de Malvinas que hace 37 años descendieron del Canberra en Puerto Madryn. Hoy serán homenajeados por un pueblo con la inauguración de un mural que descubrirá el espíritu de ese bienvenida.
Daniel Belmar es el presidente del Centro de Veteranos de Malvinas. Para él, Puerto Madryn es un bastión de lucha por la malvinización. "Ayer regresó un veterano que hacía 37 años no pisaba la ciudad -relató-. Lo llevé a recorrer lugares, a ver las barracas para ver si recordaba algo. Salimos en una radio local y en un momento de la nota vemos que aparece un obrero en bicicleta. Era un albañil que estaba trabajando en una obra y sintió ganas de venir a darle un abrazo, a darles la gracias. Así espontáneamente. Eso es la gente de Puerto Madryn. Para el veterano es algo sanador, algo bueno para el corazón".
La evocación del día en que se agotaron los alimentos de una ciudad para darle de comer a sus hijos redundará en un homenaje a los ex combatientes y caídos de la Guerra de Malvinas. Significará un canto a la memoria, un nuevo recibimiento cálido y reconfortante. Los veteranos bajarán esta vez de los autos o de los cuartos de los hoteles y reconocerán, 37 años después, la veneración de una ciudad dispuesta a quedarse otra vez sin pan.
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