Se llamaba Siegfried Meir Bacharach pero no tenía identidad. Era "117.943", el número que le tatuaron en el campo de exterminio de Auschwitz, aunque lo conocían como el judío que se parecía a un ario. Su destino estaba en algún orfanato, su futuro era incierto. Tenía nueve años cuando quedó huérfano: su padre simplemente desapareció de su vista y su madre murió víctima de tifus. En las barracas, los niños huérfanos eran un costo innecesario. Sobrevivió porque le inspiró simpatía a un oficial de la SS. El doctor Josef Mengele, el tenebroso "ángel de la muerte", se compadeció y lo salvó de morir de la enfermedad que le contagió su madre. "Creo que lo hizo porque era rubio, tenía los ojos azules y hablaba un perfecto alemán. Podría haber pasado por ario, solo que era judío", dijo.
Siegfried Meir Bacharach había nacido quince meses antes de que Adolf Hitler fuera nombrado canciller en Alemania. Tenía tres meses de vida cuando lo ascendieron a Führer. Su infancia fue eliminada, oprimida. Cayó en la red del plan de exterminio nazi. Resistió, secuestrado, en campos y guetos. Para sobrevivir, se escondía en las literas más recónditas. De Auschwitz a Mauthausen viajó en el tren de deportados rodeado de personas que agonizaban. Pensó que era su final. No lo fue: "Era pleno invierno y viajábamos en vagones sin techo. Los que no caían por inanición, morían congelados. Yo mismo llegué a perder el conocimiento, pero alguien me ayudó. En mi vida hay una constante: en los momentos más terribles, siempre apareció una mano para salvarme".
Llegó a Mauthausen y sintió el renacer de los que se dan cuenta de que no murieron. Lo recuerda como un momento poderoso e inesperado. "Llegué haciendo un escándalo. Me querían cortar el pelo. Estaba furioso y, como hablaba perfectamente alemán, gritaba en su idioma. Divertí con mi enojo al comandante del campo. Sentí una emoción que yo no esperaba de un jefe de campo. 'Te voy a confiar a la barraca de los españoles', me dijo. Como los nazis siempre nos engañaban, no le creí", le confesó al medio español El Mundo.
El oficial nazi cumplió. Lo llevó a los brazos de un español alto, de sonrisa mansa y cuatro dedos en una mano. "El niño es tu responsabilidad", le ordenó, sin saber bien qué significaba eso. El niño hizo caso: nunca dejó de seguirlo durante toda su estadía en Mauthausen. Estuvieron un año, hasta la liberación del campo de exterminio emplazado en territorio austríaco. El 5 de mayo de 1945 el 41º Escuadrón de Reconocimiento de la onceava División Acorazada de los Estados Unidos liberó Mauthausen. Él, Siegfried Meir Bacharach, "117.943" o el judío políglota que hablaba alemán, ruso, checo, polaco y español y se parecía a un ario no tenía a dónde ir.
Siegfried Meir Bacharach había nacido quince meses antes de que Adolf Hitler fuera nombrado canciller en Alemania. Tenía tres meses de vida cuando lo ascendieron a Führer. Su infancia fue eliminada, oprimida. Cayó en la red del plan de exterminio nazi. Resistió, secuestrado, en campos y guetos. Para sobrevivir, se escondía en las literas más recónditas
Lo miró a su tutor en el horror y le pidió que no lo dejara solo. "Decí que te llamas Luis Navazo, que sos español y que naciste en Madrid, en la calle Don Quijote, 43, en Cuatro Caminos", le indicó. Los estadounidenses le creyeron. Luis siguió a su salvador, Saturnino Navazo, un español que sobrevivió al sistema de aniquilación nazi porque tenía un don que les gustaba: sabía jugar al fútbol.
Había nacido el 6 de febrero de 1914, en Hinojar del Rey, localidad de la provincia española de Burgos. Siete años después, se mudó con su familia a la capital en busca de progreso. Se instalaron en Cuatro Caminos, barrio obrero de Madrid. Su padre era panadero. Su madre no tenía oficio. A él le apasionaba patear su pelota de trapo por las calles. Se transformó en un futbolista completo. Era espigado y atlético. A sus veinte años se destacaba como volante en el Deportivo Nacional de Madrid, el tercer club de la capital española. Brilló en la segunda y tercera división y en torneos regionales. Ganó la Copa de Castilla en 1934 luego de vencer 4 a 3 al Atlético de Madrid en una competición recuperada y concebida para completar un calendario afectado por la participación de la selección española en la Copa del Mundo de Italia.
El Betis se mostró interesado en contratarlo. Pero en 1936 se desató la Guerra Civil tras el golpe de estado encabezado por el general Francisco Franco. Saturnino había vivido con angustia la expansión del fascismo, el ascenso al poder de Adolf Hitler en Alemania y su acercamiento a la Italia de Benito Mussolini. Se afilió al Partido Socialista Español. En su momento de mayor lucimiento deportivo decidió dejar de jugar al fútbol para convertirse en teniente de la Veinteava Compañía de Carabineros del Ejército Republicano. Combatió contra las tropas franquistas en Levante y en Cataluña hasta que en 1939, con el final de la Guerra Civil, debe exiliarse en Toulouse, Francia.
Su lucha no se detuvo. En Francia quedó detenido en un campo de refugiados. Consiguió escapar y enrolarse en los Comandos de Trabajadores Extranjeros (CTE) para ayudar a detener la ofensiva nazi que escala desde el este francés. La ocupación avanzaba y en junio de 1940 lo tomaron prisionero las tropas alemanas en Belfort. Primero lo derivaron al campo de concentración de Fallingbostel, en Alemania. En 1941 recaló finalmente en Mauthausen. Según el libro Los últimos españoles de Mauthausen, de Carlos Hernández de Miguel, Saturnino Navazo ingresa al campo de exterminio el 27 de enero de 1941: en su uniforme le escriben la letra S de "Spanien" y en su piel su nueva denominación, "5.656".
Perdió uno de sus dedos mientras trabajaba como obrero en las canteras del campo: rompía rocas, cargaba bloques de granito y arrastraba vagones. Sus compañeros eran otros militantes políticos organizados y disciplinados que cedieron en sus discrepancias ideológicas para dedicarse, exclusivamente, a sobrevivir. Los domingos, mientras los trabajadores aprovechaban su único día de descanso, Saturnino Navazo caminaba buscando trapos, cueros, papel. Quería recuperar sus momentos felices cuando pateaba una pelota de trapo en su infancia madrileña.
La revista mexicana Proceso publicó la cita que Luis Gil, compañero de Navazo en el horror, contó en Los Últimos Españoles de Mauthausen: "En la plaza de los recuentos, junto a las barracas que iban del 1 al 5, organizamos un partido de fútbol. El primero en aquel siniestro campo. Se trataba de la primera manifestación que desbordaba el marco rígido y de terror impuesto por los SS. Días antes le habíamos hablado a otros grupos nacionales, con el fin de organizar un encuentro internacional, pero nos respondieron con una negativa, llamándonos locos. Insistían que no se había hecho nunca y que los SS no lo permitirían. Los que quedaron más boquiabiertos fueron los delincuentes alemanes y polacos, que llegaron a llamarnos suicidas. Pero los locos españoles nos lanzamos a dar patadas a la pelota y los SS no dijeron nada".
Al contrario, se entusiasmaron con la iniciativa. El talento y la voluntad de Navazo deslumbraron a Georg Bachmayer, el Schutzhaftlagerführer (responsable de la seguridad) de Mauthausen. Le designaron una nueva tarea: encontrar jugadores y coordinar partidos. Los futbolistas egresaron de las canteras de granito hacia empleos administrativos. Él acabó en la cocina pelando y robando papas para los más desgraciados. Su estatus ya era de privilegio. Bachmayer lo nombró jefe de 200 presos españoles y a mediados de 1944 le destinó una labor extra: cuidar de un simpático y travieso niño judío de once años.
El encuentro lo marcó. Automática lo reconoció como su padre. "Navazo me sonrío y nos lo dijimos todo con la mirada. Yo no hablaba español y él apenas sabía alemán, pero nos entendimos. La forma en que me envolvió, me tomó de la espalda y me llevó con él… me dio mucha confianza. A partir de ese momento no me despegué de su lado", admitió en su Mi resiliencia, su autobiografía publicada en 2016. Sin embargo, los días en las barracas no fueron sencillos. "En Mauthausen, para sobrevivir, me hice un ladronzuelo sin principios. Me juntaba con los rusos y robábamos todo lo que encontrábamos para cambiarlo por comida. Si en el patio veía a un moribundo, no dudada en quitarle la comida para matar mi hambre. No me siento orgulloso, pero se trataba de robar o morir", le narró a El Periódico de España.
La Segunda Guerra Mundial terminó y el destino del niño se resolvió con una mentira. La vida los unió después de que Saturnino le ordenara "decí que te llamas Luis Navazo". Se instalaron en Revel, Toulouse, Francia. Se llevaban veinte años. Siegfried era Luis para Saturnino, para sus compañeros de colegio, para las personas que conoció mientras vivió en Revel. Su certificado de estudios primarios decía Luis Navazo. Cuando describe a su padre, mezcla sentimientos de veneración y admiración.
Había vivido una niñez traumática entre miseria, hambre y terror. Su adolescencia estaba condicionada. Era un joven rebelde, incomprendido. Vivía enojado, cargado de furia: sus compañeros se burlaban de su ignorancia, odiaba ser educado, se le encarnó una suerte de repulsión a cualquier tipo de enseñanza. Cuando saturaba la serenidad de su padre, éste le decía: "Te voy a dar con estos cuatro", en alusión a su mano mutilada. Nunca lo hizo. Por eso -y por tanto más- el agradecimiento de Luis es eterno: "Sin él yo hubiera sido un delincuente, un delincuente violento. Estoy seguro. Porque no tenía leyes, no tenía normas ni límites. Todo lo que me pudieron inculcar en mi infancia desapareció en el campo. Ahí aprendí otras normas, que no eran las de la vida normal; eran las normas de la supervivencia, que a veces es violenta e insolidaria".
No vivieron juntos mucho tiempo. Pronto, Saturnino comenzó a trabajar como barnizador en una casa de muebles. "Conoció a su mujer en ese taller. Hasta en eso fue íntegro: se enamoró de la primera mujer que conoció… Y fue feliz con ella", recordó en diálogo con el periodista español Martín Mucha. Se casaron, tuvieron cuatro hijos pero ella, la esposa de su padre, no lo quería: lo odiaba. Sin rencor y con pena, se separó de su padre, de su salvador. Lo vería cada fin de semana. Fue a Toulouse, trabajó en un taller de confección y al mismo tiempo comenzó a notar que tenía dotes para el canto. Emigró a París a perfeccionar su oficio y su voz. Necesitaba una partida de nacimiento y un documento de identidad: con fastidio, debió volverse a llamar Siegfried Meir Bacharach.
Construyó una reconocida carrera como cantante: sonó en la radio y fue contratado por un sello discográfico. Su nombre artístico era Jean Siegfried. Su faceta creativa viró hacia el arte plástico hasta convertirse también en galerista. A pesar de sus conversiones, no dejó de ser nunca Luis, el hijo de Saturnino, quien continuó con su militancia política y regresó a su primer amor, el fútbol. Jugó en la Union Sportive Revenoise y ganó tres años consecutivos la copa regional. Padre e hijo se encontraban todos los años para no olvidar quiénes eran: "No teníamos grandes conversaciones. Nos mirábamos. 'Te das cuenta. Estamos aquí', me decía a veces. Y olvidábamos todo diálogo. No lo necesitábamos".
Su historia es un capítulo más en la muestra itinerante "No fue un juego", el proyecto educativo argentino que fue premiado por la Federación Alemana de Fútbol y que narra historias de marginación, persecución y asesinato, de futbolistas, técnicos y equipos en tiempos de barbarie nazi. Leonardo Albajari, periodista, investigador, docente e ideólogo del proyecto museológico y educativo, resumió la trascendencia de Saturnino Navazo: "Fue un jugador de fútbol que se encargó de salvar vidas a través de su herramienta más fundamental. El fútbol a veces se conecta con violencia, con cosas oscuras; en este caso el fútbol se relacionó con la vida y la esperanza".
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