El 11 de junio de 1955, más de 200 mil personas marchaban por las calles del centro de Buenos Aires. Era el día de Corpus Christi. Pero no era una peregrinación religiosa. La manifestación tenía otro sesgo. La disputa entre el gobierno de Juan Domingo Perón y la Iglesia se encontraba en el punto más álgido. Esa fue la masiva muestra de disconformidad de parte de la sociedad. Finalizada la procesión se quemó una bandera argentina. O al menos así salió publicado en los diarios del día siguiente. Se armó un gran revuelo. El gobierno y la oposición cruzaron acusaciones. El oficialismo convocó a un acto de desagravio en la Plaza de Mayo para el jueves siguiente. Un desfile aéreo.
Un nutrido grupo de oficiales de alto rango de las tres fuerzas tramaba, desde hacía tiempo, una conspiración para derrocar a Perón. Luego del abierto enfrentamiento con la Iglesia (el 13 de junio Perón echó del país a dos obispos, Tato y Novoa), la situación parecía propicia. Contaban además con el apoyo de varios políticos y civiles, los comando civiles.
Uno de los cabecillas del levantamiento era el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón, quien fue advertido de que los servicios de inteligencia contaban con información sobre el levantamiento. Eso apuró los hechos. Adelantaron la fecha. El día clave pasó a ser el 16 de junio.
El plan se resumía en una frase, casi una expresión de deseos: matar a Perón. El modo: bombardear la casa de gobierno y el Ministerio de Guerra, sede del Ejército, fuerza que era leal al presidente. El bombardeo debía realizarse a media mañana, aprovechando que los jueves a las 10.30 Perón se reunía con su gabinete en pleno.
El ministro de Marina, Aníbal Olivieri, se internó en el Hospital Naval. Más que internarse, se hospedó. Anoticiado de la sublevación pretendió mantenerse prescindente. Con él, en la habitación estaban sus dos ayudantes: Emilio Massera y Horacio Mayorga. El plan, comandado por Toranzo Calderón y por el vicealmirante Benjamín Gargiulo, dependía de varios factores. Una vez iniciado el bombardeo, un escuadrón de la infantería de Marina debía atacar por tierra la Casa Rosada. Esa unidad estaba a cargo del capitán Juan Carlos Argerich. A su vez la flota de mar debía zarpar desde Puerto Belgrano. Un grupo de civiles, los comandos civiles, entre cuyos líderes estaban Luis María de Pablo Pardo, Mario Amadeo y Miguel Ángel Zabala Ortiz, darían apoyo en los alrededores de Plaza de Mayo. Para identificarse usarían un brazalete blanco.
Los comandos civiles habían cumplido con un papel primordial en la preparación de la asonada sirviendo como enlaces entre los distintos oficiales de las fuerzas armadas rebeldes. El punto clave era la movilización de las fuerzas del ejército. De eso se encargarían dos generales: Justo Bengoa y Pedro Eugenio Aramburu. Una vez producido el primer bombardeo –tal vez con Perón muerto ya bajo los escombros de la Casa Rosada- y con la movilización, los líderes rebeldes descontaban que se le unirían la mayoría de las guarniciones del país.
A las seis de la mañana de ese 16 de junio, los rebeldes tomaron la base de Punta Indio. Desde allí partirían los primeros aviones. Pero apenas despegaron, debieron regresar a la base por causa de la niebla. La acción, en ese momento, se trasladó al Ministerio de Marina. Los líderes rebeldes debatieron si debían continuar o detenerse. Se impuso Toranzo Calderón y su férrea determinación. Ese debía ser el día y no otro. Los aviones despegaron a media mañana.
Perón y su ministro de Guerra, Franklin Lucero, ya sabían de la sublevación. El presidente recibió bien temprano en la mañana, en su despacho de la Casa Rosada, al embajador estadounidense Albert Nuffer. Es muy probable que la embajada norteamericana haya brindado los datos que su servicio secreto tuviera.
A las 12.40 del jueves del 16 de junio de 1955, muchos ciudadanos se encontraban en la Plaza de Mayo. Miraban hacia el cielo. Esperaban ver el desfile aéreo que se había programado como desagravio por la supuesta quema de la bandera. En esos tiempos ese tipo de espectáculos públicos, ante la oferta escasa, concitaban atención y atraían multitudes. A esa hora, a las 12.40, aparecieron en el horizonte los aviones Beechcraft y North American. Pero no desfilaron. Bombardearon. Descargaron su carga mortífera contra la Casa de Gobierno y contra los ciudadanos que se encontraban en sus inmediaciones.
De pronto, el infierno. Una lluvia de bombas y fuego se abatió sobre la población. Los ataques se sucedieron por varias horas.
Al mismo tiempo, en los alrededores de la Casa Rosada, se daba un encarnizado combate entre las tropas de Argerich y los Granaderos que protegían al presidente. Al llegar camiones con refuerzos, los sublevados no dudaron en disparar contra los conscriptos que manejaban los camiones que traían refuerzos para que las tropas no llegaran a destino. Varios de esos conscriptos murieron.
El ministro Olivieri se dirigió al ministerio de Marina para apoyar a los rebeldes. Massera y Mayorga seguían con él.
Hugo Di Pietro, secretario general de la CGT, convocó a los trabajadores a defender el gobierno. Los citó en la Plaza de Mayo. Lo hizo por radio.
Unos minutos antes, los rebeldes habían tomado Radio Mitre y habían emitido una proclama donde, entre otras cosas, decían: "Argentinos, argentinos, escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina. El tirano ha muerto. Nuestra patria, desde hoy, es libre. Dios sea loado". Rápidamente fue desmentido.
En los alrededores de la Casa Rosada, se daba un encarnizado combate entre las tropas de Argerich y los Granaderos que protegían al presidente. Al llegar camiones con refuerzos, los sublevados no dudaron en disparar contra los conscriptos que manejaban los camiones que traían refuerzos para que las tropas no llegaran a destino. Varios de esos conscriptos murieron
Unas pocas horas después, una segunda oleada de bombardeos. Esta vez eran los Gloster Meteor. Los objetivos habían cambiado. Las bombas ya no cayeron sobre la Casa Rosada. La Plaza de Mayo, las bocas de subte y las avenidas aledañas fueron los objetivos. Habían empezado a llegar trabajadores citados imprudentemente por Di Pietro a la Plaza.
Los trabajadores furiosos se dirigieron al Ministerio de Marina y lo atacaron a pedradas. Desde dentro, los rebeldes atrincherados allí, les respondieron a los tiros. Seguía incrementándose la lista de víctimas fatales.
La multitud vociferaba. En el Ministerio, los líderes rebeldes estaban sentados en el suelo: no quedaban ventanas con vidrios. Olivieri le preguntó a uno de sus asistentes qué gritaba la gente. "La vida por Perón", le contestaron. Tal vez fue Massera el que respondió. Olivieri, el que había iniciado el día mostrándose prescindente, el hombre de confianza del presidente en la Marina, contestó: "Vamos a darles el gusto". Las ráfagas de ametralladora arreciaron. La gente corría despavorida. Muchos cayeron. Olivieri dio otra orden, ligeramente más formal, con idéntico contenido criminal: "Bombardeen Casa de Gobierno, la CGT y Radio del Estado".
El centro de la ciudad era un pandemonium. Tanques, balas, fuego, humo y aviones que descargaban bombas. La gente corre, huye de las bombas, se tira de cabeza dentro de las bocas de subte. En una avenida un tranvía termina partido por una bomba. Los cuerpos deshechos cuelgan de las ventanas o yacen sobre las vías y el pavimento. En toda la Plaza de Mayo y sus alrededores las imágenes y los ruidos espantan. El olor a pólvora, a carne quemada, el hedor del espanto. Gritos, sangre, zapatos y carteras tiradas en la calle, brazos y piernas sin dueño.
A las 15.22, desde una ventana del Ministerio de Marina se muestra una bandera blanca. Los rebeldes reconocían su derrota. Se habían rendido. La multitud festeja enardecida. Los tanques leales dejan de disparar contra el edificio. Pero, tan solo cinco minutos después, sucede lo impensado. Una nueva tanda de aviones azota la Plaza. No les habían comunicado la rendición. Los que estaban en Marina, retiraron la bandera blanca y abrieron fuego contra la multitud. Olivieri, tiempo después, declaró: "Por supuesto que no ordené parar el fuego. Mi sentimiento fue darles con todo. Yo no iba a dejar que tomaran el Ministerio".
En una avenida un tranvía termina partido por una bomba. Los cuerpos deshechos cuelgan de las ventanas o yacen sobre las vías y el pavimento. En toda la Plaza de Mayo y sus alrededores las imágenes y los ruidos espantan. El olor a pólvora, a carne quemada, el hedor del espanto. Gritos, sangre, zapatos y carteras tiradas en la calle, brazos y piernas sin dueño
El teniente Guillermo Palacio se quedó sin bombas en su Gloster. No volvió a la base. Decidió lanzar su tanque suplementario de combustible, una poderosa carga de kerosén que tuvo un efecto similar al Napalm.
Lucero se comunicó con los líderes rebeldes y les exigió la rendición. El general leal Juan José Valle ingresó al Ministerio de Marina y los líderes se rindieron ante él.
Las radios emitieron el comunicado número 3: "La situación está totalmente normalizada y la tranquilidad se extiende a todo el territorio. El P.E.N. ha decretado el estado de sitio"
Los aviadores no volvieron a sus bases. Escaparon a Uruguay, donde fueron recibidos por funcionarios de ese país. Una de esas escuadras en su fuga a Montevideo se desvió del camino. La comandaba el capitán Carlos Enrique Carús, quien lanzó su carga asesina -la última bomba de la jornada y su tanque suplementario de combustible- sobre la multitud por la tarde. Eran las 17.40 y habían pasado casi dos horas desde la rendición.
En la Plaza de Mayo, mientras festejaban los adeptos al gobierno peronista, otros levantaban los diarios que cubrían los cadáveres que habían quedado alineados bajo la recova. El sentimiento era unánime: deseaban que aquellos restos que estaban destapando no fueran de algún familiar.
El saldo de la cruenta jornada fue de al menos 364 muertos y más de mil heridos.
Fue la primera vez en la historia que los aviones militares de un país atacaban a sus compatriotas en un estado no beligerante. A Perón nada le pasó. A media mañana, por sugerencia de uno de sus ministros, se refugió en los subsuelos del Ministerio de Guerra. Las unidades del Ejército que se debían movilizar para apoyar la sublevación nunca lo hicieron. El intento de golpe fue abortado en unas pocas horas.
El vicealmirante Gargiullo se quitó la vida ese misma madrugada en su lugar de detención. Los líderes de la sublevación, en tanto, fueron juzgados y condenados a largas penas de prisión. Olivieri eligió como defensor a Isaac Rojas.
Dos meses después de este artero bombardeo sobre el centro de la ciudad, los responsables salieron de prisión y aquellos que se habían fugado a Montevideo regresaron sin restricciones al país. Fueron recibidos como héroes. Había triunfado la Revolución Libertadora.
Los principales comandos civiles, Amadeo, De Pablo Pardo y Zavala Ortiz fueron, en diferentes épocas, cumplieron funciones como cancilleres del país. A Toranzo Calderón lo premiaron con la designación como embajador en España y a Olivieri ante la ONU. Massera y Mayorga fueron protagonistas de otro baño de sangre, mucho peor aún, veinte años después.
El bombardeo a Plaza de Mayo por aviones de la Marina y de la Fuerza Aérea es un hecho sin precedentes en nuestra historia y en la historia de Occidente.
Sin embargo, este hecho es un precedente. De todo lo que vendrá después. La época del desprecio del derecho y su consecuencia más inmediata, el desprecio de la vida humana. Un bombardeo -durante varios años acallado- que habla de impunidad y de saña. De la irresponsabilidad y la impunidad. 364 muertos. Miles de heridos y mutilados. Vidas de gente que iba a ver un desfile aéreo, que salía a almorzar, que tenía que realizar un trámite bancario, de chicos que iban o volvían del colegio. O simplemente de enamorados que se encontraban al mediodía para verse unos minutos.
Esta fue la primera operación masacre. Con los años vendrían muchas más.
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