Radiografía de Aicuña, la aldea riojana a la que todos llaman "el misterioso pueblo de los albinos"

El escritor y periodista Toño Angulo Daneri y la fotógrafa Paola de Grenet pasaron 20 días en este caserío casi secreto de la provincia norteña. Su trabajo se publicó en la revista peruana Etiqueta Negra con el título "Aicuña no es un pueblo de albinos". Hoy, en el día Internacional de Sensibilización sobre el Albinismo, proclamado por las Naciones Unidas, vale recordar este increíble dossier periodístico

Lucas Ormeño, albino y pobladores de la aldea riojana. En el mundo hay un albino por cada diecisiete mil personas. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña el índice es uno cada noventa personas (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Por Toño Angulo Daneri. Fotos: Paola de Grenet /Etiqueta Negra

Cada cierto tiempo cae alguien por Aicuña preguntando por «el misterioso pueblo de los albinos», que es como la propaganda turística llama a este caserío casi secreto de la provincia de La Rioja a unas veinte horas por carretera desde Buenos Aires.

Hoy, por ejemplo, acaba de llegar alguien. Es un lunes por la mañana.

La fotógrafa Paola de Grenet y yo estamos desayunando en el hostal La Casa —el único negocio de hospedaje que ha existido en Aicuña desde que se fundó hace trescientos cincuenta años— cuando un auto se estaciona frente al jardín de la entrada. Es un taxi. De allí baja un muchacho de unos treinta y pocos años, cabello lacio y claro peinado con raya al costado, gafas que parecen de diseño, bolsa deportiva de cuero, camisa blanca y pantalones oscuros.

Hasta octubre del 2005, La Casa era sólo un rancho familiar, el rancho de los Ormeño, de modo que la entrada no conduce a un mostrador ni a una sala de espera, sino directamente al salón comedor. Allí nos acompaña doña Josefa viuda de Ormeño, una de las dueñas del hostal.

—Buenos días —saluda el muchacho al cruzar la puerta, con evidente acento de forastero—. ¿Aquí podría tomar desayuno?

—Sí —le responde doña Josefa—. Pase, siéntese.

La invitación de doña Josefa ha sonado lacónica. Si no la conociéramos un poco, diríamos que esta mujer, abuela de tres nietos, desconfía de los extraños. La primera impresión que uno se lleva al conocerla es que hay algo, un recuerdo, una pérdida, una tristeza, que le endurece el semblante. O que está de mal humor. O las dos cosas al mismo tiempo.

—¿Qué hay para desayunar? —pregunta el forastero, sonriente, tratando de caer bien.

—Lo normal —dice la señora—: café, leche, pan, mantequilla, queso.

—¿Algo más?

—Mejor dígame qué desea y yo le diré si puedo ofrecérselo.

La fotógrafa y yo permanecemos callados. Ella hace como que ojea un libro que tiene sobre la mesa. Yo hago como que la ojeo a ella. El joven baja la voz:

—¿Huevos con tocino, tal vez?

—Bien: huevos con tocino —repite doña Josefa, y desaparece rumbo a la cocina.

El muchacho se sienta con nosotros. Se llama Benedict Mander, es británico, periodista, corresponsal del Financial Times de Londres. Le preguntamos qué lo trae por Aicuña. Éste es un lugar, le recordamos, donde es imposible que alguien esté de paso ni al que se pueda llegar por casualidad.

El periodista del Financial Times sonríe ante nuestra pregunta.

A decir verdad, para venir hasta Aicuña hay que querer hacerlo, fervorosa y esforzadamente. Es un pueblo que no aparece en la mayoría de los mapas y que no sólo está a tres horas de La Rioja, sino a otros diez larguísimos kilómetros de la carretera más cercana: una ondeante trocha de tierra y guijarros, más parecida a un circuito de motocross que a un camino para coches. Como dicen algunos de sus habitantes, Aicuña es un pueblo casi olvidado en el trasero del mundo, más alejado de Buenos Aires, geográfica y culturalmente, que de los caseríos andinos de Bolivia y Chile.

—Supongo que estoy aquí por lo mismo que ustedes —dice al fin Mander en inglés, y formando una trompa con la nariz y la boca señala el libro que ojea la fotógrafa: Anthropologies of Art.

Benedict Mander se prepara para reír. Es evidente que los tres hemos venido atraídos por la historia de «Aicuña, el misterioso pueblo de los albinos», un artículo de curiosidades turísticas que se suele entregar a los visitantes junto con un boletín de datos prácticos tomados de la web larioja.gov.ar/turismo.

Pero Paola de Grenet da un respingo: la cara seria, las cejas juntas, la actitud grave.

—¿Hasta cuándo piensas quedarte? —le pregunta, también en inglés.

—Sólo hoy —dice él. Y mirando hacia la ventana, añade—: Le he pedido al taxista que venga a recogerme esta tarde.

Ahora sí, Paola de Grenet se ha puesto roja:

—Entonces no podrás hacer nada —le suelta—. Mejor dicho, será mejor, por el bien de todos, que no intentes hacer nada.

Mander se queda atónito, aunque todavía tiene la boca abierta, como si le hubiesen dado una noticia fúnebre en mitad de una carcajada.

—A la gente del pueblo no le gusta hablar del tema. Llevamos un par de días aquí y aún no sabemos si podremos hablar abiertamente con alguien -le explica la fotógrafa

Al poco rato, doña Josefa regresa trayendo una bandeja con leche, café, pan, mantequilla y dos huevos fritos con tocino.

Mander le agradece, moja un trozo de pan en las yemas de los huevos y da un primer bocado.

Durante unos instantes, seguimos conversando en inglés, de cualquier cosa: de dónde somos Paola de Grenet y yo, a qué nos dedicamos, si tenemos hijos. Luego hablamos en castellano para que pueda participar doña Josefa, que otra vez se ha sentado a acompañarnos desde una mesa contigua.

Entonces es doña Josefa la que le pregunta a Benedict Mander:

—Y dígame, ¿qué lo trae por aquí?

Tamara, descendiente de la familia Ormeño. En Aicuña la mayoría de sus casi 300 pobladores se apellidan Ormeño (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Hay un albino por cada diecisiete mil personas en el mundo. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña, según Julio César Ormeño, jefe de la oficina de Registro Civil, viven unas trescientas personas. A lo mucho, dice, en ciertas épocas han llegado a la excepcional cifra de trescientos cincuenta. Es un pueblo tan pequeño que todos juntos cabrían en una sala de cine, incluyendo a los recién nacidos, los ancianos y el ministro pastoral de la iglesia.

De ese total, el jefe de Registro Civil tiene censados a cuatro personas albinas, todos hombres: tres que ahora mismo viven en Aicuña y uno que ya de adulto se mudó a otro pueblo a dos horas de distancia. Pero sus archivos dicen algo más: desde finales del siglo XIX se han registrado los nacimientos de cuarenta y seis albinos, sólo en Aicuña.

Las matemáticas nunca han servido para las conclusiones fáciles, pero si alguna utilidad tiene en este caso la regla de tres es que el índice de albinismo en Aicuña no es uno por cada diecisiete mil, sino uno por cada noventa personas. O como escribe el médico Eduardo Castilla en su libro Aicuña. Estudio de la estructura genética de la población, el coeficiente de albinismo en este pueblo es casi doscientas veces mayor que en el resto del planeta.

Sin embargo, hay una especie de unánime censura sobre la palabra albinos o albinismo que impide mencionarla en voz alta. Es como si fuese un tabú o uno de esos secretísimos entuertos familiares cuyo problema no parece estar en que existan, sino en hablar de ellos. Ocultar, en el fondo, es una forma de querer que algo desaparezca.

Pero Benedict Mander no comparte ese código de silencio, así que termina por confesarle a doña Josefa, no sin cierta cautela, aquello que lo trae por aquí:

—He venido —le dice en voz baja— a conocer a los albinos de Aicuña.

Como si hubiese estado esperando este momento, doña Josefa se levanta de su silla y va a buscar el cuaderno de visitas del hostal.

—Lea —le dice entregándole el cuaderno abierto por la mitad.

Es el mismo mensaje que ya nos había hecho leer a la fotógrafa y a mí el segundo día que amanecimos en Aicuña: las palabras de despedida de Carlo Brero, un italiano de ochenta años que el 28 de septiembre del 2006 cogió el cuaderno de visitas de La Casa y anotó: «Vine a este pueblo a buscar genes de albinos y me encontré con la alegría de quando era joven» (sic).

La carta de despedida del señor Brero, escrita con una caligrafía temblorosa y casi sin faltas de ortografía en castellano, ocupa una página completa. Antes de su firma, se lee: «Me siento contento íntimamente y se me ocurre que es por lo que aquí se vive: niños contentos, personas simples, serenas y afables. Se ve amor en el marco de una naturaleza sin estridencias».

La localidad de Aicuña se encuentra a 8 km de la mítica Ruta Nacional 40, en el tramo de la Cuesta de Miranda, a la altura del Paraje las Higueritas (Chilecito24)

Cuando el corresponsal del Financial Times levanta los ojos del cuaderno, doña Josefa se lo queda mirando fijamente. Es una interpelación, como si quisiera verificar ahí mismo que Mander ha entendido bien la moraleja de Brero. Como si esperara oírlo decir en voz alta: «Lo comprendo, aquí no hay ningún misterio. Aicuña es mucho más que simplemente un pueblo de albinos».

Paola de Grenet y yo aprovechamos el momento para repetirle a Mander la explicación que antes nos quedó inconclusa: que en el tiempo que llevamos en Aicuña no hemos visto a ningún albino ni siquiera de lejos. Es más, que no hay ninguna garantía de que los veamos en los próximos días.

Ya nos lo habían advertido en el camino que iniciamos en la capital de La Rioja: la gente de Aicuña tiende a ser huraña y tímida en extremo, en las antípodas del estereotipo del argentino canchero y parlanchín, casi sociablemente patológico, que se tiene en la cabeza. Pero si el visitante se gana su confianza, también puede ser la gente más amable, acogedora y dadivosa.

Lo que les incomoda es que se llegue al pueblo a ver albinos como si se asistiera a un espectáculo de circo freak. En un peldaño más alto, lo que a algunos directamente les fastidia es que vengan periodistas, esos fisgones profesionales de la superficialidad. Como Benedict Mander, como la fotógrafa Paola de Grenet, como yo.

Desde que en los ochenta una revista de Buenos Aires llamada 7 Días publicó un reportaje en el que se trataba despectivamente a los albinos de Aicuña, muchos de los habitantes del pueblo, que son vecinos y parientes a la vez, se volvieron ya no huraños, sino ariscos y huidizos con los de fuera. Sucedió que el efecto del reportaje fue inmediato y lamentable: de pronto empezó a llegar gente de otras ciudades de Argentina con la sola intención de ver a los albinos. Peor: los querían fotografiar, escudriñar de cerca qué apariencia tenían, entrometerse en la rutina de un pueblo supuestamente habitado por personas de piel translúcida y pelo blanco.

Como en una versión colectiva de la historia de Frankenstein, Aicuña era como cualquier otro pueblo recóndito en el mundo, ajeno a su peculiaridad, hasta que una mirada ajena la puso en evidencia. Al igual que con el personaje de Shelley, fueron los otros los que los señalaron con el dedo y los trataron como gente rara, diferente, poseedora de una insólita cualidad que los volvía grotescos y atrayentes a la vez.

Entonces recuerdan que si descubrían a un curioso merodeando por ahí, cerraban las puertas de sus casas y no salían hasta que el intruso se hubiese marchado.

—Un día vino un fotógrafo a querer tomarnos fotos —me contará días después Lucio Ormeño, uno de los tres albinos que siguen viviendo en Aicuña.

Cuando habla, Lucio Ormeño no lo hace en primera persona del singular, aunque se refiera sólo a sí mismo. En vez del yo —tan argentino, por lo demás—, él usa el plural nosotros incluso en oraciones tan específicas como «el año pasado nos compramos una motocicleta», «esta mañana todavía no hemos desayunado» o «mañana iremos a ver a un tío que tenemos». Su nosotros es él, única y exclusivamente él. Como si un exceso de modestia, o de algo, le impidiera expresar abiertamente su individualidad.

—No le hicimos caso —me seguirá contando Lucio Ormeño—. Nos hacía preguntas, nos pedía, nos rogaba. Estaba desesperado, pero se fue por donde vino, sin foto ninguna. Ni ofreciéndonos dinero íbamos a posar para su cámara.

Lucio Ormeño será la primera persona con esa infrecuente condición genética llamada hypomelanism con la que hablaré en Aicuña. Pero eso sucederá más adelante.

Elio Ormeño nació en el pequeño pueblo riojano. El médico Eduardo Castilla reveló en su libro “Aicuña. Estudio de la estructura genética de la población” que el coeficiente de albinismo en este pueblo es casi doscientas veces mayor que en el resto del planeta (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Ahora, junto a Benedict Mander y a Paola de Grenet, nuestro nosotros es otro: el que nos empuja a preguntarnos si habremos hecho bien en venir aquí. Y qué le diremos a nuestros editores si, desesperados, tenemos que irnos por donde vinimos.

Luego de su primer encuentro con el periodista del Financial Times, doña Josefa ha vuelto a ser la dulce y encantadora anfitriona que hemos venido disfrutando y disfrutaremos en Aicuña. Nos ofrece más café, pregunta si necesitamos algo y anuncia lo que preparará de almuerzo esta tarde: bifes a la milanesa. También nos tranquiliza diciendo que cuando regrese su hijo Dante, con el que comparte la administración de La Casa, de seguro él hallará una manera de ayudarnos.

—Ya debe de estar por volver —añade dirigiéndose a Mander—. Sólo ha ido a mirar el riego de los nogales.

Dante Ormeño es un hombre en sus cuarenta, muy robusto, de no más de un metro setenta de estatura, pero con una espalda y unos brazos de leñador que hacen que parezca más grande. En los meses de calor, como ahora, tiene la cara enrojecida por el sol, que él cubre con una barba fecunda y un cerquillo rebelde que por más que se empeña en mantener en un costado, siempre le está cayendo sobre la frente. Uno de sus gestos típicos tiene que ver con mantener la frente despejada, libre de cabellos. Lo hace a menudo, usando los dedos como peine, pero es inútil.

Es también un hombre callado. Es muy difícil, a menos que seas su amigo o te hayas ganado su estima, que Dante Ormeño inicie una conversación. Con él tienes que tomar la iniciativa y, si te atreves, pedirle las cosas abiertamente y sin rodeos. Aunque a primera impresión parezca que no, él siempre dirá que sí.

Benedict Mander le resume su historia, le dice que esta misma tarde un taxi vendrá a recogerlo y le pide que lo acompañe a recorrer el pueblo.

Dante Ormeño acepta.

El acuerdo tomado en esta sobremesa de desayuno en La Casa es que el corresponsal del Financial Times conocerá Aicuña dando un paseo con Dante Ormeño. Pasado el mediodía, nos volveremos a reunir aquí para almorzar. Haya visto lo que haya visto, Mander se marchará de Aicuña como habrá de decir Lucio Ormeño: «por donde vino».

En Aicuña es como si todos se apellidaran Ormeño.

El jefe de la oficina de Registro Civil, encargado de llevar la cuenta de los nacimientos, matrimonios, divorcios, mudanzas y defunciones, y que nos dio las primeras cifras sobre la población de Aicuña, se llama Julio César Ormeño. El presidente del Centro Vecinal, a cargo entre otras tareas de repartir la escasa agua que hay para los cultivos, se llama Marino Ormeño. El ministro pastoral laico que cumple la función de sacerdote y celebra las misas los domingos, da la comunión y bautiza y confiesa a los devotos en casos de peligro de muerte, es don Alberto Ormeño. La enfermera que dirige y a veces hace las veces de doctora en el Centro Primario de Salud —una impecable posta de primeros auxilios que se transforma en hospital cuando hace falta— es la señora Irma Oliva de Ormeño. Los dueños del hostal La Casa son doña Josefa viuda de Ormeño y sus cuatro hijos, entre ellos el administrador Dante Ormeño. El mejor alumno de la única escuela del pueblo es Julián Ormeño. El único taxista, Juan Edgar Ormeño.

Y los cuatro albinos nacidos en Aicuña que viven hasta hoy son, cómo no, Ormeño todos: los hermanos Lucio y Elio Ormeño, y los también hermanos —pero no parientes directos entre sí— Toto y Lucas Emilio Ormeño.

Toto Ormeño en Aicuña. “Él es el más introvertido, aunque quizá también el más orgulloso -revela su madre-. Él me dice: déjeme así, mamá. Así nací, así soy. De lo que se hereda hay que agradecer a Dios” (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Lucio Ormeño, el hombre del nosotros como yo, ese plural tan singular, es el encargado de la única cabina telefónica que hay en Aicuña. Tiene una voz privilegiada para eso.

Cada vez que timbra el telefax que tiene en el escritorio de su pequeña oficina, él levanta el auricular, espera unos segundos hasta que la llamada se haya hecho efectiva y, sentándose con la espalda muy recta, los ojos clavados en un punto impreciso a través de sus gafas oscuras y modulando su melodioso vozarrón de locutor de radio, dice:

—¡Cabinaaa!

Casi siempre es alguien conocido. Un pueblo de trescientos habitantes no es que tenga demasiados misterios, así que Lucio Ormeño también puede ufanarse de haber memorizado unas cuantas decenas de números telefónicos. Incluso a veces, como su telefax tiene una pantallita en la que aparecen los números, se da el gusto de sorprender a sus interlocutores pasando por alto el saludo y llamándolos directamente por sus apellidos.

—Diga, Carrizo —saluda ahora, por ejemplo, al señor Carrizo que telefonea desde un pueblo cercano.

Ahora van a ser las siete de la tarde, pero en la calle hay un sol de mediodía.

La cabina telefónica de Lucio Ormeño, es decir su oficina completa, no sobrepasa los seis metros cuadrados. Allí, aparte de un cubículo para que sus vecinos puedan conversar en privado, tiene un escritorio de madera y una estantería en la que sólo hay guías telefónicas y cuadernos en los que ha anotado unos pocos teléfonos y direcciones de emergencia. Sus dos únicos adornos de pared son un reloj dorado y unas lucecitas de colores a las que él ha dado forma de árbol de navidad.

Lucio Ormeño trabaja de ocho y media a doce del día, y de seis y media de la tarde a nueve de la noche. Siempre y cuando no haya alguna interferencia en la línea, dice, pues en ese caso su oficina permanecerá cerrada hasta que el problema se haya solucionado. Él sólo se encarga de resolver las averías más sencillas, como reponer los cables y las conexiones desgastadas por el uso. Por ese trabajo a tiempo completo no recibe un sueldo, sino un veinte por ciento del precio de cada llamada que se hace desde Aicuña. Las llamadas que responde para sus vecinos son gratis.

Al igual que su hermano Elio, Lucio Ormeño es albino, pero evita a toda costa hablar de ello. Cuenta que estudió hasta séptimo grado, cuando la escuela del pueblo no tenía secundaria. Ahora tiene treinta y nueve años y se siente mayor para volver a sentarse en una carpeta al lado de chicos más jóvenes.

A pesar de su edad, Lucio Ormeño tiene la apariencia y la sonrisa de un niño. Tiene la cara muy redonda y roja, con minúsculas erupciones causadas por el sol, que en esta parte de la sierra desértica de Argentina suele quemar como si uno estuviera permanentemente cerca de un horno de carbón. Eso en verano, porque también, como en cualquier desierto, la piel se quema en invierno por esa mezcla feroz de aire reseco, vientos implacables y temperaturas bajo cero.

Para protegerse de este clima violento, Lucio Ormeño siempre viste una camisa de manga larga, de preferencia a cuadros, y, debajo, una camiseta de algodón de un color que le haga juego al sobresalir a través de sus botones abiertos hasta el pecho. Es imposible que uno lo vea sin sus gafas de sol. También es raro verlo sin una gorra de béisbol que usa sobre sus cabellos blancos teñidos de rubio.

Cuando termina de hablar con Carrizo, coge un trozo de papel y anota el mensaje que éste ha dejado para alguno de sus vecinos. Así lo hace con todas las llamadas que recibe. Si el mensaje es urgente, Lucio Ormeño saldrá a la calle a llamar a cualquier niño que vea jugando por ahí para pedirle que haga de correo exprés. Si no, guardará el papelito hasta la hora en que cierra la cabina y, ya de camino a casa, irá entregando a sus destinatarios todos los mensajes acumulados durante el día.

Los niños lo adoran. Es raro que alguno pase cerca de su cabina y no entre a saludarlo o a decirle cualquier cosa.

Él explica el por qué:

—Antes de la cabina teníamos otro negocio: una despensa de alimentos. Allí iban los niños y les dábamos caramelos, dulces, chocolates. Cositas, tonterías.

Al recordar esto, sonríe y se le forman hoyuelos en las mejillas.

—Después, cuando abrimos la cabina, seguimos trayendo golosinas. Ahora menos. Tuvimos que cerrar la despensa porque nuestra mamá se enfermó.

Le pregunto si para trabajar en la cabina tuvo que estudiar algo.

—Nos dieron una capacitación.

Luego se queda pensando, un poco más serio, como si hubiese recordado algo, y agrega:

—Para quedarnos con la cabina organizaron un concurso en el pueblo. Nosotros lo ganamos.

A Lucio Ormeño también le gusta la fotografía. Alguna vez fue su pasatiempo, tras llevar un curso por correspondencia que no pudo terminar porque por esa época, inicios de los ochenta, el servicio del correo postal en Aicuña era —vuelve a sonreír— peor que ahora. Todavía conserva su cámara por si acaso, aunque le han dicho que el tipo de película que necesita se ha dejado de fabricar.

Para explicarse mejor, dibuja en el aire algo que parecen unos binoculares.

—Sí, eran los carretes de ciento diez milímetros, con esas fotos que salían muy pequeñitas, ¿verdad? ¡Lindas!

Otra de las palabras que más repite Lucio Ormeño es lindo, o linda, y todas sus variantes.

Al recordar sus tiempos de niño, cuando junto a su hermano Elio acompañaba a su padre a los altísimos cerros donde éste debía reparar la antena del único canal de televisión que se veía en Aicuña, Lucio Ormeño dirá «lindas épocas». Al comentar la vegetación de la zona, esencialmente desértica, llena de nogales, algarrobos, álamos inmensos y cactus de centenares de tamaños y colores y formas caprichosas y flores diminutas dirá «lindo paisaje». Y la madrugada en la que salimos de excursión con Paola de Grenet y Dante Ormeño para tomar fotos nocturnas por los alrededores del pueblo, también llamará «lindos» a la noche, la luna, el camino y las montañas. Y al final: «linda excursión».

Al cabo de varios días de conversar con él, uno logra descubrir que aquello que no le merece ese adjetivo tan elogioso, «lindo», en realidad tampoco le merece nada. Lo que no puede ser lindo sólo obtendrá su silencio. Una evasiva. Una respuesta anodina que significa simplemente que ya no quiere hablar más de ello.

—No tenemos por qué cuidarnos —contestó por ejemplo, muy secamente, un día en que le pregunté si por ser albino no debía recibir algún tipo de tratamiento médico.

De inmediato, como calibrando mejor el sentido de sus palabras, admitió:

—Solamente vemos a un oculista de vez en cuando. Por los ojos, ¿ve?

Durante unos segundos inclinó sus gafas oscuras. No se las quitó. Sólo las bajó hasta la punta de su nariz. Tenía las pupilas de color rosado, como todos aquellos que tienen ese tipo de albinismo llamado oculocutáneo que afecta íntegramente el cuerpo: los ojos, la piel, el cabello. Las pupilas, además, le vibraban de un lado a otro, con ese movimiento involuntario conocido como nistagmus.

En los muchos días que siguieron fue imposible volver a tocar ese tema con Lucio Ormeño.

La enfermera que dirige el Centro Primario de Salud, Irma Oliva de Ormeño, es también la madre de los otros dos hermanos albinos, Toto y Lucas Emilio Ormeño (Paola de Grenet/Etiqueta Negra)

El tabú que existe sobre el albinismo en Aicuña no parece sólo limitado a la falta de pigmentación en la piel que vuelve a las personas simplemente más notorias.

La enfermera que dirige el Centro Primario de Salud, Irma Oliva de Ormeño, es también la madre de los otros dos hermanos albinos, Toto y Lucas Emilio Ormeño. La primera vez que Paola de Grenet y yo la vimos, encabezaba una procesión en honor a la Virgen del Rosario, patrona del pueblo.

Aquel día era domingo y las campanas sonaban llamando a los devotos a unirse a rezar el rosario y luego a la procesión.

A las once de la mañana, la hora del rezo, había unas veinte personas en el interior de la capilla, la mayoría mujeres y niños. A las dos de la tarde, cuando la romería había recorrido la única calle de Aicuña de un extremo a otro, ya sumaban unas cuarenta personas, incluidos algunos hombres que acompañaban el rito desde las puertas de sus casas, ya que adentro, en las pantallas de sus televisores, estaba por comenzar un partido importante de la liga de fútbol argentino.

Irma Oliva de Ormeño también guiaba las oraciones. Una de ellas decía: «Yo pongo mi esperanza en ti, Señor, / y confío en tu palabra».

Casi todos se sabían las letanías de memoria.

Además de enfermera, Irma Oliva de Ormeño es la mayordoma de la iglesia, lo cual quiere decir que es la encargada de que la capilla luzca siempre bonita y adornada con flores frescas, que los altares y santos estén limpios, y que los habitantes de Aicuña no pierdan el entusiasta fervor religioso que los ha identificado en sus trescientos cincuenta años de existencia.

Para cumplir con su misión, a menudo se le ve organizando sesiones de oración para enseñar a los niños los misterios del rosario e intentando que el párroco asignado al pueblo, el padre Enrique Martínez, venga a celebrar la eucaristía al menos dos veces al año y no sólo para las ineludibles misas de los velorios, bautizos y bodas.

La rutina diaria de Irma Oliva de Ormeño se reparte, así, entre las diez horas que trabaja en el Centro Primario de Salud y el no poco tiempo que dedica a la iglesia.

—A veces también tengo que hacer de psicóloga y consejera espiritual —nos dice una mañana en que Paola de Grenet y yo hemos venido a buscarla a lo que algunos vecinos aún llaman la posta o la enfermería.

Aquí trabaja desde hace dieciocho años y se nota que una parte de su personalidad la ha trasladado al Centro Primario de Salud: el local luce tan impecable, con un orden y una pulcritud y un olor de que todo está recién desinfectado, que sólo pueden ser atribuibles a una persona como ella. El piso de cemento rojo se encera cada día. Las paredes blancas no tienen una mancha ni rajadura. Las sillas de la sala de espera, también blancas, son todas idénticas y ninguna tiene una pata más corta ni un quiñe ni nada que las ensombrezca. En cada ambiente hay carteles que recuerdan las metas que ha tenido que cumplir en todos estos años: difundir la lactancia materna, prevenir el cáncer de útero, recalcar que la crianza de los hijos es también un deber de papá. Al lado de estos carteles siempre hay una imagen religiosa: una cruz, un Corazón de Jesús, la Virgen del Rosario.

Delgada y de baja estatura, vestida siempre de traje, es evidente que Irma Oliva de Ormeño cuida cada detalle, sobre todo si le toca hablar de sus emociones.

Por ejemplo, cuando le preguntamos por sus hijos.

Tiene siete hijos. Los casados se han mudado a ciudades y pueblos cercanos, sitios más grandes y modernos que Aicuña. Con ella y su marido se han quedado una niña de ocho años; Toto, el mayor de los siete, y Lucas Emilio, quien después de haber pasado por varios cambios curriculares en la escuela, al fin acaba de terminar la secundaria.

—Toto —dice— es el más introvertido, aunque quizá también el más orgulloso. Lucas Emilio se ha teñido el pelo de rubio, se cuida un poco más: por él, se iría ahora mismo a recorrer el mundo. Toto no. Él me dice: déjeme así, mamá. Así nací, así soy. De lo que se hereda hay que agradecer a Dios.

Decir esto ha hecho que se le ensombrezca un poco la mirada. Sin perder la serenidad, Irma Oliva de Ormeño también recuerda el reportaje de la revista 7 días que dibujó una línea divisoria en la historia de Aicuña. La mirada perpleja y fascinada de los otros que con cuotas equivalentes de ignorancia y torpeza sólo supo poner el acento en su peculiaridad.

—Nos causaron mucho dolor —dice con el resentimiento vago, más bien lejano, cicatrizado, de los que han sido formados para perdonar las ofensas—. Dijeron que los albinos no veían bien y por eso no podían trabajar. Que muchachos como mis hijos eran una carga para sus padres. Que Aicuña era un pueblo raro donde todos éramos albinos. La gente de aquí empezó a sentir vergüenza, ¡como si no hubiera más albinos en el mundo!

Se interrumpe de golpe y suspira, como si necesitara hacer un pequeño esfuerzo para retomar la adecuada modulación de sus palabras.

—La voluntad de Dios es así —dice, y en cierto modo da por terminada la conversación—. Aquí no hay nada raro. Nada que no pase también en otras partes.

Sin decirlo, confirma lo que Paola de Grenet y yo venimos intuyendo sobre la idea que se tiene del albinismo en Aicuña: que más que una condición de naturaleza genética, la mayoría en el pueblo piensa que es un mero capricho del azar.

Como cuando se nace zurdo, miope o con voz de cantante de ópera, y aunque se sabe que la predisposición para heredar esas características hay que buscarla en los ancestros, prefiere refugiarse en la idea de que si fue al hermano a quien le tocó ser el guapo de la familia o a la prima tener talento para los idiomas es porque en última instancia fue la suerte, el destino, el ángel de la guarda o Dios quien lo decidió así.

Y que así como a algunos les toca, a otros no.

Doña Jose, la dueña de La Casa, el hospedaje en Aicuña (Paola de Grenet/Etiqueta Negra)

Ni siquiera Irma Oliva de Ormeño, que tiene formación en medicina y se presenta como una persona abierta a hablar de cualquier tema, admite la posibilidad de que el alto índice de personas albinas en Aicuña tenga que ver con que la mayoría se apellide Ormeño.

Unas semanas después, el padre Enrique Martínez, el párroco asignado al pueblo, nos lo explicará de esta manera:

—Es que es muy probable que sea justamente por eso, porque casi todos se apellidan Ormeño, que nadie quiere hablar de este tema en Aicuña.

Sentado en su despacho de la parroquia de Villa Unión, el pueblo con aspecto de ciudad más cercano a Aicuña, el padre Martínez contará que conoce el caserío desde hace veinticinco años y que es el párroco asignado allí desde hace una década.

Dirá también que ha escuchado repetir a sus fieles un terrible rumor que empezó a circular en la región a partir del artículo publicado en la revista 7 Días: que la gran cantidad de albinos nacidos en Aicuña se debe al castigo divino que cayó sobre sus habitantes por haber practicado el incesto durante siglos.

Esa palabra, incesto, la íbamos a escuchar la fotógrafa y yo varias veces, pero siempre lejos de Aicuña.

Desde la ignorancia, no deja de tener cierta lógica: si las cifras dicen que ocho de cada diez habitantes del pueblo se apellidan Ormeño, vistos desde fuera no es tan descabellado creer que en algún momento debieron de tener hijos entre familiares directos.

Es más, en Argentina no se suele usar el apellido materno, lo cual deja la opción de que más de un Ormeño lo sea en realidad doblemente, Ormeño Ormeño, tanto por parte del padre como de la madre.

De ahí a la suposición del incesto no parece haber más que tres pasos: la clásica maledicencia pueblerina, la enconada y a menudo implacable rivalidad entre localidades vecinas y, como música de fondo, la violenta tradición bíblica del castigo divino.

—Eso no es verdad —explicará el padre Martínez—. Pero es difícil explicarle a la gente la diferencia entre una comunidad endogámica, cerrada, aislada y emparentada entre sí por equis razones históricas, y una comunidad incestuosa.

Lucio Ormeño es uno de los que recuerda que un artículo que publicó la revista 7 Días en los ochenta señaló a Aicuña como “el misterioso pueblo de los albinos” (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Cualquier diccionario de bolsillo le da la razón al sacerdote: la endogamia es la unión o reproducción entre personas de ancestros comunes o nacidas en una pequeña comunidad aislada genéticamente, mientras que el incesto implica un grado directo de parentesco: es decir, cuando de por medio hay relaciones sexuales entre hermanos, o padres e hijos.

Pero la imaginación popular es muy poderosa. Y cruel.

Como el Macondo de Cien años de soledad, esta historia se podría contar así: hubo una vez en el noroeste de Argentina un pequeño caserío donde progresó una estirpe de agricultores de nogales y pastores de ovejas. Ese pueblo llamado Aicuña, o «el pago de los Ormeño», permaneció aislado durante tres siglos, el triple que en la novela de García Márquez. Y si en Macondo la endogamia fue castigada según la leyenda del bebé que un día había de nacer con cola de cerdo, en la leyenda de Aicuña que se fue propagando por las localidades vecinas las murmuraciones se centraban en los niños que nacían sin coloración en el cuerpo. Exactamente, cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo.

Pero la verdadera noticia sobre el aislamiento de Aicuña habrá que buscarla en otra parte. Muy probablemente en esos mismos pueblos aledaños que hoy hacen propaganda de su rareza.

Muchos dicen que todo comenzó con una pelea por la propiedad de las mejores tierras de cultivo de la zona. Quiénes eran dueños de qué o, tal vez mejor, quiénes querían adueñarse de qué.

Es otra historia, otro tabú, del que nadie quiere hablar por aquí.

Aicuña es un pueblo de una sola calle.

No tiene una plaza central, como la mayoría de los pueblos.

Es una calle larga, curva y empinada, rodeada de cerros, que empieza en unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar y acaba por encima de los mil ochocientos.

De un extremo a otro hay unos dos kilómetros de camino de tierra que los vecinos suelen recorrer a pie, aunque los muchachos prefieren hacerlo a caballo y los niños en burro, acomodados hasta en grupos de cinco sobre el lomo del animal.

Las casas raramente están una frente a otra, sino intercaladas, formando un zigzag: una casa al lado izquierdo, al costado un huerto, y frente a ese huerto la casa de la acera derecha, que al costado también tiene un huerto, y frente a ese huerto otra casa en la acera izquierda, y así.

Para darse los buenos días de una ventana a otra, los vecinos no pueden hacerlo en línea recta, sino en diagonal.

Algunas casas tampoco tienen puertas que dan a la calle. Para entrar por ellas hay que hacerlo dando un rodeo por el huerto del costado, a través de una reja de alambre o de madera. La verdadera puerta de entrada —lo que uno llamaría simplemente «la entrada»— está recién del otro lado, de cara a los cerros.

Es imposible olvidar lo que uno siente al llegar a Aicuña por primera vez. Si no hay nadie que te esté esperando o salga a saludarte, es como si el pueblo entero te recibiese de espaldas.

Entre las dos y las cinco de la tarde, cuando Paola de Grenet y yo llegamos a Aicuña, parecía un lugar deshabitado. Luego nos lo explicaron: son las horas sagradas de la siesta. Aun así, en los días siguientes, cada vez que sobre estas mismas horas hemos recorrido la única calle del pueblo, a menudo hemos tenido la impresión de que alguien nos observaba.

Es una sensación rara. Básicamente porque de pronto te giras, tratando de sorprender al fisgón que de seguro se oculta tras una cortina, y no ves a nadie.

Una tarde, después del almuerzo, estamos descansando en la espléndida terraza que tiene el hostal de doña Josefa y Dante Ormeño. La terraza se eleva más o menos un metro sobre la calle de tierra. Desde esta altura, en unos sillones forrados con pieles de vaca, Aicuña parece el escenario de una película del Lejano Oeste.

Como son las horas sagradas, el escenario luce vacío.

—Fíjense —nos dice Dante Ormeño—: no se oye nada. Por eso se siente hasta el menor ruido y la gente es capaz de distinguir, por cómo suena un motor, si el coche que viene es o no de algún conocido.

Dante Ormeño sonríe, pero insiste en que no está exagerando.

Cuando era niño, su padre le enseñó a reconocer la camioneta de un vendedor que una vez por semana traía alimentos imposibles de conseguir en el pueblo. Recuerda que aprendió a detectar el motor a varios kilómetros de distancia.

«Ahí viene don Lulo», se decía a sí mismo, y acertaba. Y dice que así como él, casi todos los niños podían hacerlo.

—Salvo una época en que entró una línea de colectivos, Aicuña ha vivido en estado de aislamiento casi total. Ahora las cosas han cambiado un poco. Algunos quisieran que venga más gente, que el pueblo se abra, que los jóvenes sepan que hay otro mundo fuera de aquí, pero no es fácil.

Dante Ormeño se había ido del pueblo y regresó: quiso cumplir el sueño de su padre de abrir el hostal La Casa junto a su madre y sus hermanos (Paola de Grenet, Etiqueta Negra)

Dante Ormeño no lo dice, pero es imposible que no lo piense: entre la gente que quiere que las cosas cambien en Aicuña está él mismo. No sólo ha abierto con su madre y sus hermanos el hostal La Casa, sino que ha convencido a los agricultores de nueces de mejorar sus cultivos para acceder a nuevos mercados.

También, cada sábado, es uno de los infaltables en el torneo de fútbol en el que participan unos cincuenta vecinos —las mujeres van sólo a mirar, por ahora— y ha comprado para el hostal una mesa de ping-pong, una red de voleibol, una computadora, un equipo de música y un enorme televisor que capta canales por satélite, todo para uso gratuito de la gente del pueblo.

Desde la aparición de La Casa, es evidente que los fines de semana en Aicuña son más animados, más comunitarios, más extrovertidos.

Los sábados por la noche los muchachos suelen caer a tocar la guitarra, jugar a las cartas o beber una cerveza. La cerveza casi siempre es la variedad negra, de un sabor especialmente dulzón, que aquí toman en botellas de un litro, para compartir.

Julián Ormeño, un chico listo, curioso y el alumno más brillante de la escuela a decir de sus profesores, está convencido de que las cosas empezaron realmente a cambiar desde que hace unos años Dante Ormeño regresó a vivir al pueblo. Fue él, dice, quien le enseñó a tocar la guitarra y con quien puede hablar lo mismo de las nuevas voces del folclore riojano como La Bruja Salguero o Natalia Barrionuevo que de los veteranos satanaces del rock nacional como Charly García o Luis Alberto Spinetta.

Dante Ormeño es quizá el único de su generación que se marchó en busca de otros aires y mayores opciones de trabajo, llegó a administrar una bodega de vinos y regresó. Donde lo novedoso aquí no es irse del pueblo, sino volver.

Esta tarde en que estamos descansando en la terraza le pregunto por qué lo hizo:

—Mi padre se murió sin poder convertir la casa en un hostal. Era su sueño.

A su padre, don Ambrosio Ormeño, casi todos lo recuerdan como el último patriarca de Aicuña. Fue director de la escuela, organizó la cooperativa de productores de nueces, consiguió préstamos para fabricar casas de material noble y creyó siempre que si abría un negocio de hospedaje empezaría a llegar ese tipo de turista que busca lugares bonitos, tranquilos, esencialmente rurales, para pasar unos días de descanso. Y que ese contacto con gente de fuera sería bueno para todos en el pueblo.

—Aquí —prosigue Dante Ormeño, que ahora ha encendido un cigarrillo y fuma con parsimonia— somos como una familia gigante. Lo que les duele a unos nos duele a todos. Y tú no puedes cerrar los ojos cuando algo le duele a tu familia.

No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que Dante Ormeño ha puesto en marcha las convicciones de su padre. En dos sentidos: no parará hasta que La Casa de Aicuña se conozca en la región como una magnífica posada de ocio rural, que lo es, y está decidido a mejorar los negocios del pueblo para ponerlos al día con el mundo, aun cuando para ello tenga que cambiar la actitud arisca que algunos vecinos mantienen con los extraños.

Como su padre, debe de estar convencido de que una cosa lleva a la otra.

Esa introversión, y su cara más visible, el aislamiento, podría parecer que está ligada a la cantidad de albinos que han nacido en Aicuña desde finales del siglo XIX o, más exactamente, a la ignorante difusión que esta peculiaridad tuvo en el resto de La Rioja a partir de los ochenta. Como si el saberse distintos, objeto de atención de la más impertinente curiosidad ajena, hizo que se volvieran huraños, huidizos y se cerraran sobre sí mismos.

Pero no es así: el alto índice de albinismo se debe más bien a su larga historia de retraimiento.

Fue el aislamiento el que dio origen al albinismo y no al revés.

Si Aicuña no hubiese pasado trescientos cincuenta años sin mezclarse con gente de otros lugares quizá no habrían nacido cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo.

Para que una persona sea albina, tanto su madre como su padre deben portar ese gen, una probabilidad que según la Johns Hopkins University sólo se da en uno de cada diecisiete mil nacimientos. Pero en un pueblo donde ocho de cada diez se apellidan Ormeño la probabilidad crece exponencialmente y deja de ser infrecuente que muchos adultos sean portadores del gen. Para que un niño nazca albino sus padres no tienen que ser familiares directos: basta que, lejanamente, ambos desciendan de la misma rama.

Un pueblo aislado de no más de 300 habitantes, una sola calle principal y una vieja camioneta: imágenes de una aldea que mantiene viva su historia en la memoria de sus habitantes (Paola de Grenet/Etiqueta Negra)

Si hay algo que de verdad sorprende en este pueblo es el registro minucioso de su historia.

Es una historia básicamente genealógica que no hace falta buscar en los archivos de la oficina de Registro Civil de Julio César Ormeño o en los armarios de la iglesia, porque está viva en la memoria de los habitantes. Muchos, y no sólo los ancianos, pueden relatarla como si fuese una sucesión de matrimonios y descendencias de por lo menos quince generaciones desde que Aicuña empezó a poblarse en 1663 sin figurar en los mapas. Un intrincado laberinto onomástico de quién se casó con quién y cuántos hijos tuvieron, y esos hijos a su vez con quiénes se casaron, y después los nietos y bisnietos, y así, hasta ahora.

Es una historia genealógica, pero no deja de ser también una historia económica, ligada a la propiedad de la tierra.

Resulta que el pueblo fue en principio un terreno de poco valor comprado por el general español Pedro Nicolás de Brizuela para que uno de sus hijos nacido fuera del matrimonio, o «ilegítimo» como se decía por entonces, fuese dueño de una propiedad que nunca nadie pudiera quitarle.

Hay que ubicarse en la época.

En tiempos de la colonia, las propiedades familiares sólo las heredaban los hijos «legítimos», esto es, nacidos y bautizados dentro del sacramento matrimonial. Sabiendo esto, De Brizuela compró la estancia de Aicuña para evadir esas leyes y escribió en su testamento que lo hacía «para que este pobre, por serlo, goce un pedazo de tierra con el que pueda sustentarse, y si algún [otro] hijo mío intentase quitárselo, incurra en mi maldición como quien va contra la voluntad de Dios y de su padre».

La advertencia, sin embargo, no sirvió de nada: en tres siglos, los otros hijos, que fueron ocho, trataron de apropiarse varias veces de la estancia del hermano.

La última vez que alguien lo intentó fue en 1955. De ahí que no sea difícil entender por qué los habitantes de Aicuña optaran por vivir durante tanto tiempo, más que cerrados sobre sí mismos, dando la espaldas a los otros pueblos de la región. Sus lejanos y alguna vez poderosos y en cualquier caso ambiciosos parientes.

Pero De Brizuela no sólo les dejó una poco valiosa extensión de terreno y un conflicto sobre su legítima propiedad. Su herencia clave en esta historia fue el gen recesivo del albinismo.

El doctor Eduardo Castilla descubrió en su estudio genético que aunque el hijo «ilegítimo» no fue albino, sí lo fueron dos de los otros ocho. De modo que su conclusión se lee como una certeza biológica: el primer portador del gen fue el general español.

Y aquí la historia se divide en dos.

Mientras los descendientes de De Brizuela amparados por la ley no tenían problema en emparentarse y tener hijos con personas de otras localidades, los primeros habitantes de Aicuña estaban en cierto modo condenados a hacerlo con sus vecinos de calle. De eso dependía su supervivencia económica, de mantener la propiedad del territorio que ocupaban entre pocos, y mientras más conocidos, mejor. Que no apareciese un forastero que diese un argumento más a los jueces aparte de las discriminatorias leyes de herencia. O peor: un advenedizo oportunista queriendo hacer negocio con los hijos y nietos de los otros hermanos.

—Años más tarde —nos dirá el padre Enrique Martínez— el apellido Ormeño debió de multiplicarse más que los otros y de pronto pareció que en Aicuña todos pertenecían a una misma familia, aunque no lo fueran.

El porqué los Ormeño aumentaron a mayor velocidad que la gente con otros apellidos sí está en los archivos del Registro Civil de Julio César Ormeño y aritméticamente es muy simple.

El primer Ormeño fue un inmigrante peruano que tuvo ocho hijos con una chica cuya única hermana sólo tuvo uno. De esos nueve bebés fundacionales, ocho ya eran Ormeño. Es decir, la misma proporción que se ha mantenido hasta hoy.

Una tarde, al salir de la escuela, Julián Ormeño nos lo explicaba así:

—Yo a todos los Ormeño los llamo tíos, pero a veces no sé ni qué vienen a ser de mí.

Éste es el origen del albinismo en Aicuña, de sus trescientos cincuenta años de aislamiento y también de la extraordinaria memoria genealógica que parecen tener sus habitantes: para proteger los derechos de propiedad de sus tierras debieron cerrarse a los pueblos fundados por los otros descendientes de De Brizuela, los que tenían a la ley de su lado.

Este vivir de espaldas al mundo elevó a niveles altísimos la probabilidad de que se formaran parejas entre portadores del gen del albinismo y, por lo tanto, de que la herencia genética del general español empezara a manifestarse. Por último, para probar en los juicios de propiedad que descendían directamente del hijo «ilegítimo» de De Brizuela, tuvieron que entrenar la memoria actualizando constantemente su árbol genealógico.

El rumor de que el alto índice de albinismo en Aicuña fue un castigo de Dios a sus costumbres incestuosas se fraguó en esas mismas localidades vecinas que ahora esparcen la leyenda del «misterioso pueblo de los albinos» como un atractivo turístico. Quizá no sea por pura casualidad. Tal vez, aunque nadie quiera hablar de ello, era la única manera mundana —no divina— de castigar a una estirpe que progresó, aislada y solidariamente, a partir de una herencia ilegítima.

«Follow the money trail». Sigue el rastro del dinero, se lee a menudo en el Financial Times de Benedict Mander.

También en Aicuña había que hacerlo.

Publicado originalmente en la revista peruana Etiqueta Negra