Hace un par de meses, una mañana cualquiera, Luciano Alonso (37) le erró al botón y atendió el teléfono sin querer. Como cada vez que sonaba, quería rechazar la llamada entrante de ese interno que ya no usaba pero seguía derivado. Su dedo índice derecho se deslizó mal y no le quedó otra que contestar.
"Hola, ¿Luciano Alonso? Te llamamos del Incucai", le dijeron. Y no cortó.
"Vos te anotaste como donante de médula ósea hace un tiempo. Encontramos alguien que espera un trasplante y es compatible con vos. ¿Estás dispuesto a avanzar en el proceso de donación?", le preguntaba una voz del Incucai que lo desafiaba a salvar una vida.
"Sí, pero no", contestó de una. Y se animó a preguntar de qué se trataba.
Nacido, criado y arraigado en Tigre –hincha del club campeón de la Copa Superliga– Luciano vive en Beccar. Hijo de Alicia y Tomás (que murió en 2008) y hermano de Cintia, está en pareja desde hace doce años con Paula y tienen dos hijos: Tomás (4) y Juana (1 año y medio). Hizo el primario en el Colegio San Ramón, el secundario en el Industrial de Tigre, se recibió de licenciado en Administración de Empresas y trabaja en Kimberly Clark, en el área comercial.
"Mi vieja dice que siempre tuve conciencia social. Me acuerdo que cuando era chico sentía culpa al taparme porque veía muchas noches a un padre con su hijo buscando cartón sobre la calle Liniers, en invierno", cuenta Luciano, que en la adolescencia viajó al norte del país con el grupo Jachal que apadrinaba escuelas de frontera.
"Me disfrazaba de payaso para chicos que nunca habían visto uno. Les regalaba juguetes usados y me devolvían una sonrisa", recuerda sobre cómo aprendió a ponerse en el lugar del otro. Mientras, se define como católico por su formación aunque ya no crea en la Iglesia. Y apunta que se enojó con Dios cuando murió su papá. "Aunque ahora estoy tratando de desenojarme", sostiene.
Será por todo eso tal vez que en septiembre de 2014 dijo que sí por primera vez. Primero, a ir a donar sangre para un conocido al Hospital Italiano, invitado por un compañero de trabajo, a pesar que le daban impresión las agujas. Segundo, cuando le preguntaron si quería dejar una muestra más e inscribirse como donante de médula ósea. Todo para que cinco años más tarde, alguien del Incucai volviera a pedirle un sí.
Poner el cuerpo
Empezaba el 2019 en Buenos Aires cuando Lucho atendió ese llamado que no esperaba. Le explicaron que su sangre había sido cotejada y que alguien necesitaba sus células madre. Le adelantaron que donar médula ósea es sencillo. Que antes de avanzar tenían que volver a sacarle sangre para re chequear la compatibilidad con un estudio en Estados Unidos. Que los métodos de donación son dos: Aféresis –"te sacan la sangre, la centrifugan para extraer los distintos componentes y te la vuelven a poner"– o punción de médula –"te hacen una extracción directamente del centro del hueso"–.
Le dijeron que podía elegir cuál después de hablar con los médicos. Le aclararon que en primer caso le darían unas inyecciones en los cinco días previos a la donación, pero se iría a su casa en el día y no habría anestesia. Y que en el segundo pasaría solo un día internado. Que tendría que hacerse un prequirúrgico en cualquiera de los dos. Pero además le comentaron que el receptor era argentino y que necesitaba la donación con urgencia.
Entonces pensó: "Y si alguno de mis hijos necesita algo así… Hoy no me pasa, pero podrían estar en lista de espera. ¡No puedo decir que no!".
Y dio el sí, sin consultarlo con nadie. Pero con ese miedo lógico pero infundado a los pinchazos, a estar despierto en el procedimiento y a la anestesia.
Esa misma tarde se lo contó a su mujer y ella tuvo algunas dudas, aunque terminó bancándolo, como siempre. Pasaron los días y lo compartió con su familia y los amigos de siempre. "¿Te parece? ¿Hace falta? Sos papá ¿No es riesgoso?", le decían varios.
Pero siguió adelante, confiando en el Incucai. Preocupado por ausentarse del trabajo, pidió los días para el prequirúrgico y la donación. "Dale para adelante", le dijo su jefe y lo apoyaron todos.
Así fue como unos días después de volver a chequear la compatibilidad, lo fueron a buscar a su casa para trasladarlo al Hospital Alemán –donde el Incucai tiene convenio para transplantes– y le hicieron el prequirúrgico: estudios de laboratorio, ecografía de torax y electro cardiograma. Ese día un médico volvió a explicarle cómo eran los procedimientos. Le dijo que el hospital iba a garantizar que su estado de salud fuera óptimo para la donación. Le aconsejó en relación a los métodos. Y Luciano optó por donar médula ósea a través de una aféresis.
Cinco días antes de la donación, Lucho empezó con las inyecciones. "Venían a mi casa todas las noches y me aplicaban una subcutánea que no duele nada. Es para estimular la salida de las células madre de la médula ósea. Lo único que por ahí sentía era un poco de molestia, ni siquiera dolor, en cintura y rodillas. Podía tomar ibuprofeno, pero no lo necesité. Hacía vida normal e iba a trabajar", cuenta.
Y agrega que, entonces, empezó a explicarle a su hijo qué era lo que estaba pasando y por qué iba todas las noches a su casa Alberto, el enfermero.
"Le dije que alguien necesitaba mi sangre y que por eso se la iba a dar. Le conté que me gustaba ayudar. Lo tomó con total naturalidad. Y me alivia que en ningún momento se preocupó porque algo me pudiera pasar", revela Luciano, que durante todo el proceso contó con el seguimiento de Adriana y Rocío, de Incucai.
En esos días, el receptor de Luciano estaba entrando en un dificilísimo y riesgoso proceso de quimioterapia y rayos para matar todas sus células malas, empezar un aislamiento, y disponerse a recibir el transplante.
Sin ayuno, ni ningún otro requerimiento especial, a Lucho lo fueron a buscar a su casa la mañana pautada para la donación. "Entré a una habitación común del Hospital Alemán y me dieron una última dosis de la inyección. Me acosté en una cama, con televisión y podía usar el teléfono. Al rato llegó la hematóloga con la máquina que hace la aféresis y empezó el procedimiento. Me pusieron una vía en cada brazo. La sangre salía por un lado, la centrifugaban y entraba por el otro, sin las células madre que necesitaba mi receptor", recuerda.
"Mi mujer, que me estaba acompañando podía ver también cómo funcionaba el aparato. Cada media hora chequeaban cuánto material extraían. Me avisaron que podía tener cosquilleo, pero no sentí nada. Después de algo así como tres o cuatro horas, me desconectaron y me llevaron de vuelta a mi casa", relata Luciano.
Recuerda que una vez en su hogar se sintió agotado, pero que después de una siesta esa misma noche fue a la casa de un amigo a festejar su cumpleaños. Y el fin de semana, a la cancha de Tigre, en Victoria. Todo con una felicidad que no sabe bien cómo explicar.
Le quedaba un paso más: entrar en los 90 días de incertidumbre, en los que por ley aún no estaba autorizado a saber nada sobre el resultado del trasplante.
El donante como un héroe
Luciano compartió su proceso en redes sociales y las reacciones lo sorprendieron: desconocimiento e idolatría. "¡Sos un capo! ¡Qué grosso!", le escribían y él no entendía como algo que debería ser común, causaba semejante revuelo.
"Sentía que era mi deber. No lo hice para recibir halagos. Lo hice porque alguien me necesitaba. Cómo deberíamos hacerlo todos. Se sabe muy poco de la donación de órganos y tejidos. Comparto mi experiencia para que la gente sepa que te ocupa sólo unas horas del prequirúrgico, medio día de donación, que tenés certificado médico para todo. Que no duele y ¡es fácil!", asegura Luciano en un exhorto por las 7.445 personas que esperan un órgano o tejido para salvar su vida, según el registro del Incucai.
Sin embargo, cuando todo parecía tranquilo la vida volvió a pedirle a Luciano un sí. Al mes de la donación, lo llamaron para preguntarle si podía volver a donar. El receptor había desmejorado, estaba en estado crítico y necesitaba más células madre.
"Me puse muy mal. Sentí que nada había servido. Mi hermana me consoló: 'pase lo que pase, vos le diste una oportunidad a alguien'. Así fue como, con más fuerza y convicción que la primera vez, volví a decir que sí. Sabía que era muy fácil", relata sobre el proceso que repitió al poco tiempo, con menos tensión. Desde el Incucai le explicaron que habían buscado otros donantes, pero que como no había nadie compatible, habían tenido que volver a pedirle a él, en un hecho excepcional.
Semanas después de la segunda donación, Luciano recuerda con emoción su experiencia frente a Infobae en un bar de la esquina de Pueyrredón y Beruti, en diagonal al Hospital Alemán.
"Lo único que sé de mi receptor es que es un chico de 16 años, argentino, con anemia aplásica severa. Es fuerte saber que se trata de alguien joven… Todavía no puedo saber cómo está… Lo sabré más adelante. Y cuando se cumpla un año de la donación nuestros datos quedarán liberados. Si el quiere, nos podemos conocer. A mí me gustaría… O al menos escribirle. Me encantaría contarle lo lindo que fue todo esto. Imagino ese encuentro", sueña Luciano.
Antes de despedirse, vuelve sobre sus pasos para confirmar que esto tenía que pasar.
"¿Sabés que es lo más loco de todo? Que cuando estaba haciendo la primera donación vinieron a actualizar mis datos. En el registro original estaba mal mi celular, el de mi mujer, el mail era viejo, y tampoco era la misma dirección postal. El único dato correcto era ese interno desactualizado que yo siempre rechazaba. De hecho, me habían estado buscando hacía tiempo… Es decir que todo fue gracias a que esa mañana, le pifié con el dedo y atendí este llamado que me cambió la vida, a mí y… ojalá también a mi receptor".
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