Los periodistas, generalmente, la escapamos a la autorreferencia: la noticia es el otro. Pero hay ocasiones particulares, en las que quizás involuntariamente, el cronista se torna protagonista.
En estos días, la irrupción en el océano de las series de una saga respecto de la explosión de la central nuclear de Chernobyl me devolvió a abril de 2006 cuando, al cumplirse 20 años de la catástrofe, me convertí en el primer periodista argentino en ingresar a la zona de exclusión y realizar un informe para América TV desde aquella rémora de otra era, la del socialismo soviético.
La serie sobre el desastre de Chernobyl me impuso recordar, mirar mi archivo y descubrirme sin canas pero con el espanto en la mirada.
Chernobyl, narrada casi como un documental, expone una verosimilitud angustiante con lo que los datos de época permitían reconstruir. Miro la serie y releo mis notas de entonces: son casi idénticas.
"Me despertaron pasadas las tres de la mañana. El mensaje fue claro y contundente: AZ-5 en el cuarto reactor", cuenta Vitaly Leonenko, jefe de salud de la central nuclear de Chernobyl.
AZ-5 era el nombre que recibía el sistema de seguridad que, por un error de diseño, provocó una reacción nuclear incontrolada. Irónicamente, aquella noche los ingenieros de la central de Chernobyl estaban haciendo una prueba no programada para testear la seguridad del reactor bajo condiciones críticas. Falló.
Leonenko vivía, como otros 50.000 ucranianos (en aquel entonces soviéticos, pues Ucrania era una de las repúblicas de la URSS), en la ciudad modelo de Prípiat. Había sido construida a fines de la década del 60, para albergar a los trabajadores del que iba a ser el complejo de generación de energía eléctrica más importante de la Unión Soviética, lanzada en una carrera de competición tecnológica con Occidente.
Chernobyl debía ser más potente, más fuerte, más avanzada, más eficiente que cualquier otra central nuclear en el mundo.
Pese a que Chernobyl (nombre de un viejo pueblito rural próximo a la futura central nuclear) fue la denominación que adoptó la catástrofe, la forma que tomó se llamó Prípiat.
"Era la ciudad en la que todos querían vivir. Era el símbolo de la supuesta felicidad del hombre nuevo socialista", me contaba Irina Lubanska, entonces estudiante ucraniana de biología y más tarde militante ecologista.
Prípiat es aun hoy el corazón de la zona de exclusión, una circunferencia de 30 kilómetros de radio alrededor de la ex central atómica, en donde todavía, a 33 años de la explosión, la radiactividad imperante hace imposible la vida de modo permanente.
La ciudad estaba y está como el día en que la evacuaron: sus habitantes salieron con lo puesto, mientras por los altoparlantes les indicaban subir a los ómnibus "porque los órganos del Partido así lo consideran necesario".
Como narra la serie, tras una madrugada en la que esas mismas autoridades comunistas negaban lo innegable, y querían hacerles creer a los habitantes de Prípiat que todo estaría en orden, resolvieron evacuar preventivamente la ciudad dormitorio de Chernobyl por no más de 72 horas: jamás volvieron.
Y entonces todo está como aquel día: las cunitas de los bebés en la guardería, las camas de la terapia intensiva del hospital local, los libros de cuentos del jardín de infantes, los diarios con la estampa de Lenin, el símbolo arrumbado de la hoz y el martillo como una guirnalda extemporánea sobre un árbol, los autitos chocadores de un parque de diversiones que nunca se inauguró.
Todo está como si una bomba neutrónica –ésa que supuestamente elimina la gente y deja en pie los edificios- hubiera caído. En verdad, algo de eso sucedió.
Si algo destila la serie es la opacidad informativa de la ex URSS, cosa inimaginable hoy en tiempos de internet y redes sociales. El mundo se enteró del desastre porque aparatos de medición en Suecia alertaron, casi tres días después, de valores anómalos de radiación en la atmósfera. A mil quinientos kilómetros de distancia.
"Es que el estallido fue equivalente a 270 bombas como las arrojadas en Hiroshima", me dijo Alexander Kuzma, fundador de una ONG llamada Chicos de Chernobyl.
La enumeración de Kuzma era escabrosa: "Hay 9000 chicos con estado precanceroso, además de los 3000 que ya han sido operados de tumor de tiroides; son números muy altos para un tipo de cáncer muy raro. Además, la leucemia ha crecido más de diez veces en el territorio de Ucrania. Y las malformaciones y defectos de nacimiento son indisimulables: en Ucrania hay una epidemia de espina bífida –cuatro veces por encima de los valores promedio-, además de casos de manos con seis dedos, miembros faltantes, ausencia de órganos vitales…".
Aquella opacidad de la URSS se reprodujo más tarde y hasta hoy, aun desarmada la cortina de hierro: oficialmente se sigue sosteniendo que hubo 31 muertos y Naciones Unidas sigue repitiendo –un dato impugnado por todos los que investigaron la historia- que en las siguientes tres décadas del desastre hubo 4000 muertes derivadas de la radiación.
Los datos serios en cambio, entre los que se cuentan la cantidad de pensiones que aún hoy paga Rusia a familias que perdieron integrantes en Chernobyl, alcanzan hasta 300.000 muertes.
Mi paso por Chernobyl estuvo marcado por el descubrimiento de una categoría social antes inexistente, sustantivos que en las tragedias suelen emerger.
Chernobyl acuñó el horripilante término "liquidadores". Así se llamó a los miles (las estimaciones van desde 150.000 hasta medio millón) de hombres –voluntarios o soldados de la vieja Unión Soviética- que a partir del día del desastre se presentaron para construir el sarcófago que detuviera la radiación que brotaba del combustible de la central.
Hablé con uno de ellos. Konstantin Tatoyan fue liquidador. Antes trabajaba en la universidad, en su condición de radiofísico. "Me presenté como voluntario", me dijo.
-¿Cuántos eran en su equipo?
-Once.
-¿Y qué pasó con ellos?
Antes de contestar, Tatoyan se quiebra, algo que parece insólito en semejante corpachón.
-Cuatro murieron. Siete quedamos inválidos.
Tatoyan muestra medallas, pero sin embargo no es héroe: cobra una jubilación por invalidez que no llega a cien dólares.
Los liquidadores trabajaron bajo el ímpetu de aquel patriotismo soviético y con la candidez de quien cree en la seguridad que alguna figura patriarcal le promete. "No sabíamos a qué nos exponíamos", admite Tatoyan.
Trabajaban en turnos que no duraban más de 3 minutos, el tiempo en que podían estar expuestos a semejante radiación. En ese pequeño lapso, paleaban combustible nuclear y echaban concreto y arena sobre el corazón del reactor.
Otro liquidador que también participó de aquel rescate me desmintió aquello de que la radiación no se huele, ni se siente. "Tanto la padecí, tanto conviví con ella, tantos cambios produjo en mi organismo, que descubrí que puedo olerla, sentirla, verla…".
Casi sádicamente, los hijos de los liquidadores –por aquello de la trasmisión de genes dañados por la radiación- han sido uno de los grupos más afectados. Entre los hijos engendrados por aquellos sobrevivientes de elevadas dosis de radiación hay siete veces más daño cromosómico que entre sus hermanos nacidos antes del desastre.
Chernobyl acentuó, simplemente por haber visto el horror, mi opinión negativa de la energía nuclear, aun en sus usos pacíficos de generación de electricidad. Tras Chernobyl muchos argumentaban que fue la sordidez de la URSS y su atraso en la batalla contra el capitalismo lo que favoreció la magnitud de ese desastre. En 2011, sin embargo, el mundo desarrollado demostró que el horror también puede ser fruto de la voracidad capitalista: un terremoto seguido de un tsunami provocó el desastre de Fukushima, en Japón, de una magnitud –según los expertos- similar al que disparó el éxodo definitivo de Prípiat.
*Conductor de Ambiente y Medio por la Tv Pública
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