En algún momento, aunque solo por un rato, fue el civil más poderoso del país. Años más tarde llegarían otros, de uniforme y espada, como quiso, por desdicha, Leopoldo Lugones, mientras escribía poemas de perfecta métrica y estaba algo lejos del vaso con whisky y cianuro en una sórdida pieza del Delta.
Me recibió –casi un milagro en aquellos días de plomo– en su palaciego piso de Avenida del Libertador, vestido con una nívea campera y un pantalón cuya raya, de tan bien planchada, parecía un largo estilete de acero. Y ella, su mujer, también de vaporoso blanco, y recién llegada de la peluquería. Además, bonita.
Habíamos pactado una entrevista de tenor político, pero ya con el grabador en marcha, se arrepintió. "De política, ni una palabra", dijo. Me dejó desnudo, desarbolado. Fue como si un carnicero se negara a hablar de reses y sus cortes y optara por discurrir de filosofía.
Pero, periodista al fin, no me rendí, y aceptó contar su historia de vida: desde su niñez de clase media baja en Parque Patricios hasta su ascenso a ese piso de millonario.
Avancé a trancas y barrancas sin mayor esperanza. Pero bien dicen que el pez por la boca muere. Se ufanó de una módica pero costosa hazaña: "Me cambio tres veces por día desde las medias hasta la corbata".
"Es un hombre muy limpito", completó la mujer, no sin un dejo de burla.
Sin imaginar lo que sucedería, le dije que era imposible; que nadie tiene tanta ropa. "Bueno, aunque no me crea, tengo trescientas corbatas", desafió. Y como dudé, me hizo pasar, con el fotógrafo –Eduardo Forte, un grande del lente–, a su dormitorio.
Enorme cama matrimonial sostenida por doradas patas de dragón, idénticas mesas de luz, y un placard un poco más chico que un container, como escribiría Raymond Chandler.
Después de aceptar una foto recostado, con su mujer, en esa plaza de toros, y pedirle al fotógrafo: "Por favor, que no parezca una escena sexual", y latentes todavía mis dudas, abrió el placard. Era cierto. Colgaban, anchas y coloridas, trescientas corbatas.
No fue necesario contarlas, desde luego. Poco importaba que fueran 299 o 301.
Al paso, y considerando la violencia de esos días, le pregunté si tenía armas. "Jamás tuve ni toqué un arma", dijo, con peso de dogma. Pero Forte lo desmintió sin más sonido que suave chasquido de su cámara: sobre la mesa de luz de la derecha y encerrado en una cartuchera, había un Magnum .357 igual al de Harry el Sucio, el personaje de Clint Eastwood.
Después, la entrevista fue anodina y sin el menor signo político.
Confesiones de su infancia, de su padre (matarife), de su madre siempre dispuesta a plancharle el único pantalón, y hasta de Ringo Bonavena, su notorio vecino del barrio.
Al caer la tarde nos despedimos. Me preguntó si volvía a mi casa y si tenía auto. Cometí un grave error: le dije que no, pero que tomaría un taxi. "De ninguna manera; lo hago llevar por uno de mis custodios". Y así fue.
Era un Torino blanco, un chofer de anchas espaldas y anteojos negros (como los matones que dibujaba Fontanarrosa), y me dejó en la puerta de mi edificio, en la calle Venezuela.
Eran los primeros días del verano de 1976. Escribí la nota con precisión: ni exageraciones ni omisiones. Solo la verdad.
Se publicó en la revista Gente de esa misma semana, con fotos inapelables: el piso-palacete, las corbatas, el arma.
Apenas llegada a los kioscos, los diarios celebraron el festín. En un momento dramático del país, con violencia callejera, atentados, muertos, y datos económicos de espanto, ese hombre había mostrado sin pudor su grosera opulencia.
Recuerdo un título: "Un insulto a la realidad". Creí, ingenuo, que la historia terminaba allí. Pero dos días más tarde, al intentar abrir la puerta de mi departamento de recién casado, noté que algo la obstruía. Raro. El living, todo alfombrado, no dejaba pasar por debajo ni los diarios. Pugné un par de minutos, y la puerta cedió.
El escollo era un grueso cartón verde oliva con letras en inglés, y detrás, el mensaje: "Vos, tu mujer y tu familia son boleta". No había que ser bachiller por Salamanca para entenderlo: claramente, era la siniestra Triple A.
Llevé el cartón a la comisaría 22, muy cercana, y se lo mostré al jefe mayor. Fue terminante: "Es un cartucho de dinamita. A lo mejor la amenaza no pasa de ahí, pero te aconsejo: ¡rajá!".
Llamé a un amigo, le conté, y dos horas después paró con su auto en la puerta del edificio mientras mi mujer partía a San Isidro para refugiarse en la casa de sus padres.
Preparé un bolso mínimo, embolsé el poco dinero que me quedaba –un magro sueldo recién cobrado–, y pusimos proa sin destino fijo, excepto el kilometraje: lo más lejos posible.
Llegamos hasta la Triple Frontera: Argentina, Paraguay, Brasil. Durante un mes viví y dormí en alguno de los tres países, alternándolos, en pensiones de mala muerte.
Al cabo de un mes retorné a Buenos Aires sin un centavo, rogando que la cuestión hubiera sido olvidada, y retomé mi vida normal. Era marzo. Y el nefasto 24, a medianoche, un golpe militar derrocó a Isabel Perón.
Triste salvoconducto: la Triple A y la dinamita pasaron al olvido, pero estalló, por siete cabalísticos años, el mayor baño de sangre nativo en tiempos modernos. Videla, Massera, Agosti y los siguieron, Malvinas incluidas, hasta Raúl Alfonsín y la democracia.
Por si alguna duda quedara, el hombre de las trescientas corbatas era Raúl Lastiri, diputado justicialista y fugaz ex presidente de la Nación -tras la renuncia de Héctor José Cámpora y el vicepresidente Víctor Solano Lima en 1973-, casado con Norma López Rega, hija del Brujo José López Rega.
Salvé mi vida, pero fui testigo de horrores inimaginables. Porque ninguno de los dos bandos usó espadas, según la imbécil metáfora de Leopoldo Lugones, de cuyos huesos no quedaba memoria.
Usaron metralla, secuestros, crímenes a mansalva, torturas, delirantes ambiciones de poder eterno, y pasados tantos años, aquí estoy.
Cada tanto, cuando elijo una corbata, aquel fantasma retorna…
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