"Mi papá en uniforme me daba miedo. No parecía que fuese él, era como si fuese otra persona, un desconocido. Me parecía extraño verlo así, disfrazado. No podía abrazarlo ni agarrarlo". Su papá era Julio Reibaldi, oficial mayor y personal civil del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. A ella, cuando era una niña, le daba miedo verlo con el disfraz de militar. Se encontraban para almorzar los domingos y feriados en su lugar de trabajo, un edificio en la esquina de Viamonte y Callao. Después de comer en un salón luminoso, se encerraba en una oficina con mapas y pizarrones colgando de las paredes. Le gustaban más el olor a tinta y el silencio que ver a su padre de uniforme.
"Siempre fui muy tímida, calladita e introvertida. Era una nena obediente". Esa nena creció y cambió. Hoy es un caso más de una historia desobediente, un colectivo homónimo integrado por hombres y mujeres que se unieron para pronunciar su voz, hijas, hijos y familiares de represores en la última dictadura que bregan por la memoria, la verdad y la justicia. De la niña obediente hasta la mujer desobediente transcurrió una vida, hubo una transición, germinó una historia de revelación y confrontación.
Bibiana Reibaldi nació en Buenos Aires en 1956. Su madre, Marta Montes, -"una mujer de poco vuelo intelectual, de sometimiento", asegura la hija-, conoció a Julio Reibaldi en el partido bonaerense de San Martín: sus familias eran amigas. Se enamoraron y tuvieron dos hijos. Su padre se formó en inteligencia militar: como oficial del Ejército viajó a capacitarse a los Estados Unidos, desde donde le trajo la Pebbles de los Picapiedras en formato muñeca. Bibiana lo recuerda con un sabor ambiguo: su alegría por el regalo y su estupor posterior. Tiempo después se enteró de dónde provenía el obsequio: su padre había asistido a la Escuela de las Américas, el Centro de Adiestramiento Latinoamericano del Ejército de los Estados Unidos fundado en Panamá en 1949, donde se formaron 61.000 militares latinoamericanos en técnicas de contrainsurgencia, tortura, infiltración y espionaje. El genocida Leopoldo Fortunato Galtieri, por caso, fue otro de sus alumnos.
"Mi relación con mi padre era muy buena. Siempre fue un pilar en mi vida, muy afectuoso, de apoyarme y alentarme en todo. Teníamos una relación con mucho diálogo", contó. Había nacido en Buenos Aires por voluntad familiar: vivían en Curuzú Cuatiá, Corrientes, afectado al trabajo de su padre, a donde regresaron cuando Bibiana tenía semanas de vida. A los dos años volvieron a Buenos Aires, donde permanecieron hasta que ella cumplió trece. Julio fue derivado a Comodoro Rivadavia. Estuvieron apenas un año allí, hasta la separación de sus padres. "Era una pareja que tenía una relación muy violenta. Cuando pasan cosas feas como golpes y maltrato, separarse por una infidelidad es algo raro", describió.
"Ser divorciado en el Ejército era sinónimo de deshonor. Tienen una concepción del honor un tanto extraña: no les significaba deshonor secuestrar, torturar, y robar identidades -analizó-. Por la separación pidió el retiro y no aceptó su nuevo cargo. Era oficial Mayor cuando estaba a punto de ascender a teniente coronel". Era 1970. Ella tenía catorce años. En su casa había un cuadro de Pedro Eugenio Aramburu y cada 16 de septiembre, según su relato en el sitio El cohete a la Luna, su madre confeccionaba un atuendo especial para asistir a las fiestas del aniversario de la Revolución Libertadora. Una vez nombró en público la palabra Perón y su madre le pegó una cachetada. "Esa palabra no se pronuncia", la retó.
Tenía pesadillas en las que su padre moría. Ya había escuchado hablar de guerras. Él le había pedido que cuando lo llamara por teléfono, preguntara por Soler, no por Reibaldi. Por el divorcio, retornaron a Buenos Aires. Vivieron unos meses en el Círculo Militar de Olivos hasta que su padre les alquiló un departamento en Belgrano. Estudiaba en Nuestra Señora del Rosario, un colegio católico ubicado sobre la calle Ciudad de La Paz: "Mi infancia había sido muy similar a la de cualquier niña de familia de oficiales de Ejército: un ámbito muy endogámico, con mentalidades muy cerradas y poca apertura social. Así y todo tuve la suerte de tener muy buenos educadores, que sembraron en mí cierta semilla de conciencia desde la doctrina social de la Iglesia".
Su madre era el prototipo de esposa de oficial militar: guantes blancos, cartera al hombro, siempre arreglada y dispuesta a engalanar la pareja. Pero el sostén espiritual, moral y financiero, a pesar de estar poco en su casa, era su padre: atento, preocupado, exigente, un hombre al que la directora del colegio le pedía que pronunciara un discurso en fechas especiales. Bibiana y Julio tenían un vínculo especial, diferente. Él siempre estimuló su independencia, su autonomía, sin dejar de ser honesto con su posición. Tejieron una relación de fraternidad y disidencia.
En el secundario, la directora de la institución educativa, una monja, y el cura habían sembrado en Bibiana un espíritu de solidaridad. Los fines de semana ella asistía a la parroquia de una villa para colaborar con las tareas escolares de los chicos. Él le pedía que no fuera, le decía que era peligroso. Construyó su conciencia social esas tardes en las que conoció la pobreza y las necesidades. Tenía quince años cuando curas de Chamical, Salta, visitaron su colegio para enseñarles un video. "Todavía recuerdo lo que nos dijeron ese día: 'Los chicos, acá en Buenos Aires, por lo menos pueden robar; allá no tienen ni a quién robar para comer'". Alguien, en algún lado, había sembrado una semilla de desobediencia, interpelación y cuestionamiento.
"Cuando mis padres se separaron, mi mamá salió a buscar por primera vez un trabajo, se dedicó a buscar todos los amores que pudo y a odiar a mi viejo. Ella estaba en la suya, no se enteraba las cosas que yo hacía. Tuve una adolescencia muy independiente, muy solitaria. Mi refugio era la lectura". Había decidido entrar al comercial de las monjas en vez de elegir el bachillerato: su familia respetó su elección. En 1972, su padre volvió a la fuerza como personal civil. Él se mudó a un monoambiente ubicado al lado de su oficina, en Viamonte 1866, allí donde percibía que su padre era un desconocido al que temía y su uniforme, un disfraz. "Ese año lo empecé a notar diferente, muy nervioso, muy alterado -relató-. Ahí fue cuando empezaron a aparecer sus primeros problemas cardíacos".
En marzo de 1974 Bibiana ingresó a la Universidad de Buenos Aires a estudiar psicología. Tenía 18 años y voluntad de absorción. "Fue como haberme subido a una nave espacial para salir del planeta Belgrano y entrar al planeta Tierra. En el '74 todas las agrupaciones políticas estaban a full y yo, fascinada escuchando puntos de vista totalmente novedosos. Era como haber descubierto un planeta con nuevos habitantes. Todas esas ideas que planteaban en la Universidad en el medio tan restrictivo en el que yo vivía no las había escuchado nunca. De repente en el mundo había gente que pensaba distinto. Me pareció algo maravilloso", narró, emocionada.
Julio no estaba conforme con su educación, pero tampoco se lo prohibía. Bibiana era una joven responsable, ávida e independiente. "Cuando empecé a estudiar en la Universidad, le contaba a él la idea de pensar un mundo más justo, con una distribución equitativa de la riqueza, cosas que me parecían geniales. Se lo contaba con genuino entusiasmo. Y él me decía que me estaban lavando el cerebro. Por ese entonces, yo ya le respondía. Tan inocente no era". Contó que cuando le comenzó a explicarle la nueva ideología a la que estaba accediendo, dejó de gustarle su inclinación. Pero ella estaba maravillada con el universo que había conocido: "Llegaron a mis manos textos que me abrieron la cabeza, puntos de vista en relación a la vida, a la historia y a las sociedades totalmente distintos. Eso me enriqueció muchísimo".
“Yo decidía sobre mi vida. Cada vez que me encontraba con él teníamos desencuentros totales. Pero eso no quería decir que él decidiera sobre mi camino”
A finales del '74, cerraron la sede de la Facultad de Psicología donde ella estudiaba en Junín y la avenida Córdoba. Un día coordinó encontrarse con tres compañeros a estudiar en el bar de enfrente. Había un clima caldeado, de alta ebullición política. "Estaban toda la policía, estaba todo preparado para cagar a palos a los estudiantes. Mis compañeros eran más grandes que yo, tenían 22, 23 años. Llegué al bar muy nerviosa, con el corazón en la boca: me daba miedo tanta policía, tanta arma, tanto camión hidrante. Al llegar, un compañero me agarra del brazo y me mete al bar. No bien entro, el Gallego, el dueño del bar, baja la cortina. Y se armó el tole tole". Bibiana revivió esta secuencia para contar el día en que cambió la forma de referirse a su padre: "Adentro había un montón de estudiantes. A muchos se llevaron presos. Hasta ahí la vergüenza no me había paralizado. 'Quédense tranquilos -les dije-. Mi papá es militar y está en Viamonte y Callao, en cuanto merme ésto, lo voy a buscar para que nos lleve a todos a nuestras casas'. Cuando lo conté, todo el mundo se quedó callado, nadie dijo nada. Nunca más vi a mis compañeros, nunca más me llamaron".
Su miedo había desnudado su ingenuidad: "No me di cuenta lo que había dicho. Lo dije sinceramente, no pensaba que la gente de inteligencia estaba armando todo el desastre, no era consciente de que se estaba armando algo espantoso". Participó de una movilización, mientras su padre le machacaba que le estaban lavando el cerebro. Sus encuentros eran cada vez más reveladores. Él estaba pendiente siempre del teléfono porque decía ser responsable de "la gente que tenía en la calle". El grupo que coordinaba iba a verlo a su oficina: eran otro tipo de jóvenes de los que ella frecuentaba en la facultad. Tenían el pelo corto, usaban camisa, manifestaban su formalidad. Escuchaban indicaciones y no hablaban, tomaban papeles y se iban. Lo que pensaba que era un vestidor, era un armario donde guardaban armas largas. Julio parecía siempre tenso, enojado.
Su primera confrontación con su padre mutó en vergüenza. "Empecé a darme cuenta que estaban pasando cosas raras en el año 77, cuando entré a trabajar a la Obra Social del correo y conocí a mi jefa, Isabel Rey, a quien le habían secuestrado a su marido, Rubén Salinas, médico del sanatorio Güemes, ese 7 de enero. Compartí mucho su dolor, era una mujer maravillosa. Yo viví muy de cerca todo ese vía crucis que sufrían los familiares de los desaparecidos. Le dije que le iba a preguntar a mi papá, le conté que si bien era un oficial retirado, estaba nuevamente en los servicios de Inteligencia del Ejército".
"Le conté a mi papá qué le había pasado a Ruben Salinas: le dije que se lo habían llevado de madrugada de su casa de Valentín Alsina. Él me respondió: 'No todo el mundo se da cuenta, pero estamos viviendo una guerra sucia. En todas las guerras mueren inocentes y Ruben debió haber sido un inocente. Lo mejor que podés hacer es decirle a tu compañera que no lo busque más, debe haber muerto'". Bibiana hizo una pausa en su relato. Tomó aire y narró: "Esa respuesta me produjo una fractura, me provocó una herida, me enojó mucho, no lo acepté. Ahí tuve la primera gran pelea con mi padre. Me hablaba de una guerra. 'Entraron a su casa mientras dormía, lo golpearon delante de sus hijos. Era un médico. ¿De qué guerra me hablás?', le grité. Empezó a gestarse en mí una sensación de vergüenza muy grande y muy íntima. No podía llevarle esa respuesta a Isabel".
“No solamente dañaron a las familias que destruyeron, sino también a las familias que formaron. Los genocidas que quedan vivos tienen que saber que dañaron a toda la sociedad en su conjunto”
La relación entre padre e hija se transformó en un perpetuo conflicto ideológico, teñido de enfrentamiento y confrontación. Ella discutía y lloraba. Ambas posiciones eran defendidas con convicción y firmeza.
Bibiana admitió que él nunca quiso convencerlo, pero jamás aceptó sus versiones. Por entonces ya había tomado conciencia de la magnitud de la dictadura. Sin embargo, nunca dejó de quererlo: "Tengo que seguir pensándolo cómo pudo ser que yo pudiera seguir queriendo a mi papá y al mismo tiempo repudiándolo. Eran enfrentamientos muy fuertes en los que los dos terminábamos llorando. Yo le exigía que me contara lo que supiera, le pedía que diga dónde están los desaparecidos, le decía que yo lo iba a acompañar. Pero nunca dijo una sola palabra".
Bibiana jamás supo, en efecto, qué grado de participación tuvo su padre durante la dictadura. Pero una frase que oyó de voz de su padre le resolvió el dilema. Él ya había empezado a padecer problemas cardíacos. En 1979, ella lo acompañó al Hospital Militar por un tratamiento. En un pasillo se cruzaron con un matrimonio amigo de Julio. Se saludaron y le preguntaron, por cordialidad, qué estaba haciendo. "Ahora me dedico a cazar subversivos", respondió, delante de su hija. Ella sintió que se deshacía, que se rompía a pedazos. Jamás pudo decir que su padre había vuelto al Ejército, ella lo definía, con vergüenza, como un militar retirado.
La confrontación dejó de ser una búsqueda del consenso para transformarse en una súplica: "Yo quería que me diera datos concretos, que me dijera dónde están los cuerpos, los desaparecidos, los nombres de las identidades robadas. Es lo que pretendía y lo que todavía pretendo. Porque no nos pueden condenar al dolor tan profundo que deja en su familia. El silencio de los genocidas condena a sus propias familias a un dolor que no podés entender si no tenés un padre genocida. Nos lleva a convertir ese dolor en todo lo que podamos hacer por la vida, por la verdad y por la justicia. Pero no nos libra de ese dolor. Es una vergüenza que tuvimos que romper para hablar. Pero el dolor va a estar ahí hasta el último día. No es lo mismo tener un padre criminal que pensar en la magnitud de un genocidio, en el que toda una sociedad queda dañada hasta tanto todos los crímenes encuentren justicia".
Julio se retiró definitivamente como personal civil en 1986. Tuvo un triple bypass a los 63 años. Le inyectaron diez años más de vida. Se fue a vivir a la casa de Bibiana cuando su salud había deteriorado sensiblemente. Ella rescató una documentación que presentó en la CONADI (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad), pero poco más. "No me costó entender quién era realmente mi papá. Lo fui sabiendo a lo largo de los años, atando un cabo con otro, tomando conciencia de lo que pasaba en mi país. Me daba cuenta fácilmente. Pero sí me costó un dolor que llevaré hasta el día que me muera", razonó. Tampoco cree que en algún momento su padre haya experimentado un sentimiento de culpa: "Hubiese considerado un arrepentimiento si me hubiese confesado algo, si me hubiese entregado un dato. Un arrepentimiento es cuando alguien busca reparar algo malo que hizo".
“Hemos roto, en grupo, la vergüenza, el silencio y seguimos encontrando más y más, con este denominador común de dolor y culpa, con el que mostramos nuestra posición ética: ¡Nunca más un genocidio, en ningún lugar del mundo, cárcel común y efectiva para los criminales de lesa humanidad, militares, civiles, eclesiásticos!”, dijo sobre el colectivo Historias Desobedientes
Bibiana trabaja hoy en salud mental. Se afilió al colectivo de Historias Desobedientes por el like de la hija de una amiga suya. "El 3 de junio de 2017 me encontré con mis compañeras en una marcha de Ni Una Menos. Los estaba buscando hace cuarenta años. Buscaba pares porque con otras personas me daba mucha vergüenza hablar de mi viejo: era una vergüenza lacerante, paralizante. Haberlos encontrado rompió ese aislamiento. Me ayudaron a drenar este dolor tan profundo". Hoy tiene hijos, tiene nietos que la acompañan en las movilizaciones en cada 24 de marzo.
Cuando Julio se internó para morir, tuvieron una última interpelación. Bibiana intuyó que tal vez la cercanía con la muerte lo había sensibilizado. "Dale, hablemos", lo invitó. "No das tregua", le respondió. No habló.
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