Si se entra por la puerta de Avenida del Libertador y se caminan las calles internas de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) hasta el edificio de color blanco en el que trabaja el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), las paredes devuelven miradas. Los rostros de los desaparecidos de la dictadura, de Jorge Julio López, Santiago Maldonado, Haroldo Conti, una frase de Juan Gelman pone condiciones: "No se puede dejar descansar la memoria, no se puede uno arrellanar en la comodidad del olvido…".
Arriba de su escritorio Luis Fondebrider, director del Equipo, tiene una libreta en la que hasta hace un minuto escribía. Quedó abierta con anotaciones junto a un libro de tapa roja en el que se lee A Massacre in Mexico, "la verdadera historia de los 43 estudiantes desaparecidos". No es casual: el grupo es perito de los padres de los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, esos a los que la policía municipal atacó durante la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 de 2014. De los que no se supo más nada.
El resto de los libros están en la biblioteca, de las pocas cosas junto con un cuadro de René Magritte, que contrastan con el blanco de las paredes, del escritorio, el piso, con el edificio completo. En los estantes se distinguen fotos, un muñeco articulado, detalles en los que se sospechan anécdotas. Botellas de whisky, tequila, ron, todas regalos sin abrir. En el rincón más alejado del mueble cuelgan apiladas acreditaciones a eventos, congresos y disertaciones en distintas partes del mundo.
"Lo peor de este trabajo ha sido el crecimiento", le dice Fondebrider a Infobae, refiriéndose a reuniones, compromisos y a entrevistas como esta que lo alejan de los cementerios, las fosas y el laboratorio. En contrapartida admite que en 1984, cuando el científico norteamericano Clyde Snow lo citó junto a otros estudiantes en el bar de un hotel del centro para pedirles que lo ayudaran a exhumar un cuerpo, él dijo que no.
Ese año el antropólogo forense Snow había llegado a la Argentina junto a otros integrantes de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia, convocados por la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. Al igual que otros familiares y organizaciones de Derechos Humanos, buscaban un mecanismo alternativo a partir de la ciencia, que ayudara a echar luz sobre la oscuridad de las preguntas que había dejado enterradas la dictadura.
"No me acuerdo por qué, pero dije que no quería ir a esa primera exhumación. Sin embargo cuando estaban exhumando me vinieron a buscar porque hacía falta gente y terminé yendo", comparte el final de la historia Fondebrider. Con sólo 19 años la decisión lo marcó de por vida. De esa vez recuerda que los restos no eran de la persona que buscaban y el cara a cara temprano con el dolor de los familiares. Entender que no se trataba de trabajar por la memoria de los muertos, sino de darles respuestas a los vivos.
"Nos fuimos dando cuenta de que acá los médicos trabajaban mal, que los jueces muchas veces no sabían qué hacer, fueron algunos de esos jueces los que confiaron al principio en nosotros y en Snow y nos llamaron para hacer las cosas de otra manera", comparte sobre los primeros casos, esos con los que empezaron a forjar una forma diferente de hacer las cosas. "Nos criticaban por todo, por el aspecto, por cómo estábamos vestidos, porque íbamos todos juntos a los lugares, pero nunca por la capacidad científica", asegura.
El Equipo Argentino de Antropología Forense tuvo a su cargo, entre otros, el análisis de los restos de Ernesto "Che" Guevara en Bolivia, las muertes de Pablo Neruda y Salvador Allende en Chile, las víctimas del narco en México, la identificación de los "soldados sólo conocidos por Dios" enterrados en el cementerio de Darwin, Islas Malvinas, los de Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, secuestrada y asesinada en 1977.
Al propio Fondebrider le tocó darle junto a dos compañeros en 1989 la noticia al escritor Juan Gelman en Nueva York de que habían identificado los restos de su hijo, Marcelo, secuestrado en agosto de 1976 y asesinado en octubre del mismo año de un tiro en la nuca, disparado a menos de un metro de distancia. Fue encontrado dentro de un tambor de 200 litros relleno de cemento y arena.
"Él tomó el expediente, se puso a leerlo, a hacer preguntas y casi no durmió esa noche. Para nosotros fue también muy fuerte, era el caso de San Fernando, no habla sólo de su hijo, sino también de otras ocho personas, entre ellos una chica embarazada que fue encontrada con su bebé", repasó la reunión en el departamento del escritor en Manhattan. Durmieron ahí esa noche, durante el desayuno Gelman les hizo más preguntas, respondieron a todas y se fueron, con la certeza de que habían contestado la más importante antes de entrar.
"Fue un caso muy emblemático que nos costó mucho hacer, pero que nos dio una pista para entender cómo funcionaba el Estado, qué huellas dejaba el accionar de una dictadura militar en el aparato administrativo, que hay documentos que se colectan, se guardan y se archivan. Que había que empezar a investigar de otra manera estas cosas, con criterios más científicos, que no alcanza una sola disciplina o dos para entender un fenómeno así, que era necesario un trabajo multidisciplinario", le explicó Fondebrider a Infobae, sobre el método que los puso un paso por delante del resto del mundo.
El antropólogo forense asegura que ninguno de los casos en los que trabajó lo marcó tanto como la "Masacre de El Mozote" en El Salvador. Un operativo de contrainsurgencia a cargo de la Fuerza Armada salvadoreña que se llevó a cabo los días 10, 11 y 12 de diciembre de 1981, contra las aldeas de El Mozote, La Joya y Los Toriles, en el norte del departamento de Morazán. Murieron 985 personas, fue una de las masacres más grandes de América Latina.
Casi diez años después, en 1992, la Comisión de la Verdad de El Salvador -organismo de la ONU creado para investigar los hechos de violencia durante la Guerra civil- convocó al Equipo Argentino de Antropología Forense para desandar los pasos de ese horror. "Donde trabajamos eran chicos, unos 150 chicos que habían sido ejecutados por las fuerzas salvadoreñas", describe Fondebrider.
El EAAF no sólo cambió la forma de trabajar con los restos, sino también de tratar con los familiares: "En el ámbito forense los familiares normalmente es gente que da alguna información para identificar el cuerpo y es notificada años después con un papel que le dice que es su hijo, que vaya a buscar el cajón y que se acabó todo. Nosotros desde el principio intuitivamente no lo trabajamos así, incorporamos a los familiares como un componente crítico, informando, respondiendo sus dudas, explicando cada paso que se hace y eso marcó una diferencia, eso también fue otra forma de trabajar. Mostrar que la ciencia no es algo lejano que se hace en un laboratorio, sino que también se puede hacer con la gente".
-¿Y qué significa para un familiar saber?
-Lo que nos transmiten los familiares es que es la oportunidad de cerrar algo, de mitigar la angustia, de llevar una flor cuando quieren, visitarlos cuando quieren. Y quizás para algunos es la posibilidad de decir 'lo mío ya está, es el momento de buscar a otros'. Creo que el proceso es saludable, es lo que nos dicen en diversas partes del mundo, independientemente de la religión, la cultura o el idioma.
En los primeros años el Equipo Argentino de Antropología Forense estuvo conformado en su mayoría por estudiantes universitarios que iban aprendiendo en cada fosa, con cada exhumación. Hoy lo integran alrededor de 70 profesionales a los que los antecede el prestigio mundial, tienen un laboratorio de genética en Córdoba, una oficina en México y otra en Nueva York. Su trabajo sigue siendo en líneas generales el mismo: atar cabos sueltos, reconstruir espacios en blanco, llevar respuestas, ponerles nombre a los muertos y cerrar historias.
Fotos: Adrián Escandar
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