La industria del entretenimiento vive en plena transformación. También en la Argentina, donde flamantes empresas productoras están testeando historias y personajes muy queridos para contar sus vidas en formato de serie. El anuncio de que un posible candidato podría ser Aníbal Troilo provocó que este cronista comenzara a guglear de memoria.
– Pichuco, Rufino está cada día más loco…
Aníbal Troilo estaba parado frente al pequeño mostrador del barcito de Radio Municipal. Vaso de whisky en la mano, camisa tipo guayabera por fuera del pantalón, era el eje obligado de un grupo que lo rodeaba. En esa época, en 1963, en la orquesta de Pichuco se alternaban tres cantantes: Nelly Vázquez, Tito Reyes y Roberto Rufino.
Rufino era una figura consagrada. Había comenzado con Carlos Di Sarli en 1939, cuando apenas alcanzaba los 20 años. Su estilo anticipó el fraseo que luego consagró Roberto Goyeneche. Pocos cantores desplegaron tantos matices interpretativos como Rufino. Acentuaba la pronunciación con gestos y movimientos que salían de lo común, con arrebatos temperamentales que dieron lugar al sobrenombre Terremoto con el que lo llamaban en el ambiente. Y de Terremoto salió Terré, el seudónimo que usó cuando cantó boleros. Lo hizo cubriéndose la cara con una máscara y se lo presentaba como Bobby Terré, el cantor enmascarado.
Era una personalidad diferente, salía de lo común. Por eso, alguien creyó oportuno comentar:
-Pichuco, Rufino está cada vez más loco…
El Gordo lo miró. Y preguntó:
-Dígame, ¿Roberto come caca?
-Nnn…no, nnnno… no come caca…
La voz ronca de Troilo se escuchó otra vez:
-¿Y quema la guita? ¿Rufino quema la guita?
El otro, absolutamente desorientado, contestó:
– No, tampoco. No quema la guita…
Lapidario, Troilo remató:
– Entonces, si no come caca y no quema la guita no es loco. ¡Se hace!
Salvo poquísimas salvedades, los grandes artistas tienen una etapa de declinación al final de sus carreras. En algunos casos, esa disminución de sus aptitudes es muy acentuada y sólo el afectuoso recuerdo de sus méritos anteriores puede disimular la decadencia.
En cambio, Aníbal Troilo es una de aquellas excepciones.
Sus últimas grabaciones alcanzaron una calidad musical extraordinaria, lo que se puede comprobar en el CD de la RCA (74321 63719-2) que contiene 20 versiones instrumentales, desde El baqueano y La trilla, hasta Compadrita mía y Selección de Julio De Caro. A lo largo de este registro -y muy especialmente en Adiós Nonino– la orquesta tiene una hondura y una emotividad pocas veces logradas en el género. El canto de las cuerdas, el canyengue de los bandoneones y el swing del piano se convierten en el marco insuperable para las intervenciones del bandoneón solista de Troilo.
Alguna vez, el poeta Julián Centeya lo bautizó como "El bandoneón mayor de Buenos Aires", una frase feliz que involuntariamente opacó las otras dos grandes condiciones musicales de Pichuco: la de compositor y la de director.
Sobre lo primero, sólo hay que evocar algunas de sus composiciones: Barrio de tango, Pa' que bailen los muchachos, Garúa, María, Sur, Romance de barrio, Che bandoneón, Discepolín, Responso, Patio mío, Una canción, La cantina, Desencuentro, Toda mi vida o La última curda. Y el director fue la suma de toda su personalidad, estética y humana.
Troilo director era el equilibrio, una suerte de armonía budista entre la guardia vieja y la vanguardia. Tan lejos del estridente chan chán tradicional como de las incomprensibles disonancias elitistas. Tuvo grandes arregladores, a los que respetó en sus orquestaciones, pero siempre se reservó el derecho de usar su famosa gomita de lápiz, con la que desechaba algunos compases que no se ajustaban a su sensibilidad. Para él escribieron Piazzolla, Argentino Galván, Raúl Garello, Ismael Spitalnik , Emilio Balcarce, Roberto Pansera, Eduardo Rovira, Héctor Artola y Julián Plaza. Fue justamente Julián quien me dijo:
-Cuando le llevé al Gordo el arreglo de Danzarín me sacó toda la introducción con la gomita. ¡Me dio una bronca bárbara! Pero cuando lo escuché me di cuenta de que él tenía razón, así quedaba mucho mejor.
Troilo director forjó un estilo que supera el paso del tiempo. La prueba es la Orquesta Típica Pichuco, formada por jóvenes músicos nacidos en la década del '90. Esta generación sub 40 toca el repertorio de Aníbal Troilo, sobre la base de los arreglos originales.
Aquí tenemos una muestra:
Aníbal Troilo actuó en Radio Municipal (aquella LS1 que salía al aire en la frecuencia de AM 710, que hoy ocupa Radio 10 en Buenos Aires) entre 1963 y 1966. La emisora se alojaba en el subsuelo del Teatro Colón, en el pasaje Arturo Toscanini 1168.
Pocas veces, quizás nunca, una radio tuvo en su programación un elenco tan extraordinario: desde Dante Panzeri a Jorge Luis Borges, de Antonio Porchia a Teófilo Tabanera, pasando por Conrado Nalé Roxlo, Bernardo Houssay, Jorge D'Urbano, Pedro Larralde, Francisco Luis Bernárdez o Alfredo Radoszynsky.
Y en materia de música popular, además de Troilo, actuaban Astor Piazzolla, Horacio Salgán, Edmundo Rivero, Roberto Grela, Ciriaco Ortiz, Adolfo Ábalos, Eladia Blázquez, Atahualpa Yupanqui, Carmen Guzmán, Los Mac Ke Mac's, Waldo de los Ríos, Luis Ordoñez, Diana Lynn, Martínez-Ledesma, Eduardo Lagos, Magda y Nolo Tejón, Carlos García (que era el asesor musical), Polo Giménez, Horacio Malvicino, Fernando Portal, Baby y Héctor López Fürst, Fats Fernández… Y el Mono Enrique Villegas, el fenomenal pianista, que tenía un trío con Alfredo Remus en contrabajo y Eduardo Casalla en batería.
Era maravilloso verlos y escucharlos tocar, pero además resultaba fascinante oirlos cuando contaban historias, mencionaban acontecimientos o dejaban caer opiniones sobre las cuestiones más diversas. Yo tenía un programa una vez por semana, pero iba todos los días porque el ambiente era fascinante, sobre todo para alguien que estaba empezando en la profesión.
El director general de Radio Municipal era Virgilio Tedín Uriburu y el director artístico se llamaba Ricardo Costantino, un personaje muy culto y muy agradable. El responsable de la programación de música popular era un catamarqueño llamado Julio Álvarez Vieyra, que luego fuera propietario -junto a Edmundo Rivero y Carlos García– del famoso local tanguero El viejo almacén.
Álvarez Vieyra era un gran conocedor de la música, tenía buen gusto, y a él se debe la formación de ese elenco jamás igualado.
Todas las actuaciones se emitían en diferido, vale decir que se registraban previamente en cinta magnetofónica. Se grababa en los Revox de carrete abierto y ese trabajo estaba a cargo de un operador llamado Ernesto Carrillo. Cada día, Carlos García como asesor, Álvarez Vieyra como programador y Carrillo como operador, dejaban lista una cinta que invariablemente contenía una joya de la música argentina.
Pero como en la radio no había cintas suficientes, inevitablemente -luego de salir al aire- ese soporte se usaba para grabar encima cualquier otra cosa. Así fue como se perdió un tesoro imposible de recuperar, porque todos los nombres que hemos mencionado habían dejado su talento en esas pistas.
Álvarez Vieyra, sin embargo, pudo rescatar algunas de aquellas cajas coloradas, con el inconfundible trazo blanco en espiral. Así se salvaron versiones de Piazzolla con el quinteto y las de Roberto Grela con su guitarra. Y las de Villegas con el trío.
La presencia de Villegas en la radio jamás podía pasar inadvertida.
Un día llegó a Buenos Aires Friedrich Gulda, el célebre pianista austríaco que sorprendió al mundo de la música clásica cuando empezó a tocar jazz. Villegas había sido su amigo en New York en la década del 50 y fue quien lo introdujo en el repertorio y le pasó muchos guiyes jazzísticos. Un diario lo entrevistó a Gulda y le pidió definiciones sobre pianistas de jazz. Mencionan a Art Tatum, Earl Hines, Peterson. "¿Y Villegas?" le preguntan. "Tiene buenas ideas, pero un poco desordenadas", fue la respuesta de quien unos años antes había abrevado en esa misma fuente.
Villegas leyó eso y se enfureció. Supo que esa misma tarde Gulda iba a estar invitado en Radio Municipal y decidió ir. Cuando bajó las escaleras enfiló para el estudio en el que Gulda estaba en el aire, pero lo frenaron y trataron de calmarlo. Villegas forcejeó y salió disparando. Abrió la puerta y entró de sopresa. Ante el ruido, Gulda giró la cabeza y candorosamente lo recibió con una sonrisa:
-¡Ouhhh, Vi-lle-guiii-tas!…
Apenas pudieron cortar la transmisión cuando el Mono se le abalanzó gritando:
-¡¡¡Villeguitas y la puta que te parió!!!
Al rato, afortunadamente, el episodio estuvo superado.
Nunca supe si se grabó del aire.
Hubiera sido un documento histórico, como llegó a serlo la grabación de aquel famoso ensayo de Troilo en Radio Municipal, en 1964, que quedó registrado en un CD del sello Melopea, de Litto Nebbia.
Fue algo fantástico y lo disfruto cada vez que lo escucho.
La orquesta empieza a tocar Madreselva, el tango de Francisco Canaro. Pichuco hace repetir una y otra vez el principio, tarareando la melodía, buscando (y finalmente, logrando) la cadencia de las cuerdas. A su vez Nelly Vázquez canta la letra de Luis César Amadori: "Vieja pared, del arrabal, tu sombra fue mi compañera…" Cuando llega a la parte que dice "Así aprendí que hay que fingir, para vivir decentemente…" Pichuco la interrumpe y le marca la diferencia: "Así aprendí, no… Así…, aprendí…". Y él mismo lo canturrea, con la pausa expresiva entre una palabra y otra.
Nelly -que también cantó con Piazzolla, con Mores y con Pugliese- dijo una vez, comentando este episodio: "Troilo tenía una ternura y una generosidad muy grandes. Todo lo aceptaba. No te hacía notar lo que hacías mal. No puedo hablar así de los otros, aunque hayan sido buenos y me enseñaran."
Y cuando Troilo se contrariaba por algo o con alguien, su actitud era más de desencanto que de enojo. Lo digo por experiencia personal, porque me pasó a mí.
Sucedió una de las tantas veces que la presencia de Troilo se prolongó entre las charlas y los whiskies, al lado de la cantinita.
Ese día, alguien mencionó a Carlos Di Sarli, un fantástico pianista, director y compositor al que durante mucho tiempo lo persiguió una tremenda fama de yettatore. Esta miserable costumbre, que es común en varias profesiones y que suele nacer de la envidia de los colegas mediocres, ha arruinado la vida y el trabajo de mucha gente. No hay nada peor que se diga que alguien trae mala suerte, que es yeta, que es gafe.
Usualmente, se supone que el antídoto contra ese supuesto influjo negativo es tocarse algunas partes nobles del cuerpo. Los senos, las mujeres. Y los testículos, los hombres.
Y estúpidamente, por hacerme el agrandado cuando lo mencionaron a Di Sarli me toqué entré las piernas. Pichuco me miró y solamente me dijo:
-Pibe, usted también con eso…
Pocas veces sentí tanta vergüenza en mi vida. Y pocas veces me sentí más importante como cuando me puso una mano en el hombro y cruzando la Plaza Lavalle, me contó:
-Vamos caminando, pibe… ¿No le molesta que vayamos hablando por la calle? ¿Sabe qué pasa? La calle es el mejor lugar de todos… Se aprende. En el hogar se aprende la educación, pero en la calle se aprende a vivir… Y si no, que me lo digan a mí… Todo lo que aprendí, lo poco y lo extraño, lo aprendí en la calle… Y lo más importante que aprendí es que la peor condición que puede tener un hombre es la ingratitud… No hay nada peor que un hombre ingrato.
Luego me habló de la política:
-Las políticas todavía no pudieron corromper mis buenos sentimientos. Aunque haya alguien que me quiera hacer aparecer embarcado en alguna cosa rara…
-Aníbal, ¿lo conoció a Perón?
– Le voy a hablar del Perón de la primera presidencia. Tuve la suerte de conocerlo. Era entrador, simpático… y con un talento extraordinario. En esa época yo lo veía día por medio. Yo trabajaba en el cabaret Tibidabo y él…, sí, iba día por medio, era coronel… Y le voy a contar algo que pasó años más tarde… Estrenábamos El patio de la morocha. Yo había dicho que tratándose de esa obra lo más lógico es que la hiciera Mariano Mores. Bueno, pero viene Cátulo Castillo y me dice que en Subsecretaría de Prensa querían que fuera yo. Más todavía, si yo no aceptaba, la obra no se hacía. Al fin, acepté… Éramos 146 personas en la compañía. Yo no era peronista, ni antiperonista. De los 146, 145 se pusieron el escudito peronista. Y yo no. Y nunca me dijeron ni una palabra. Para el día del estreno, yo tenía una pinta bárbara. Smoking, había adelgazado 14 kilos. Al verme, Perón, que estaba en primera fila con Delia Parodi, le dijo: "Dígale que me de la receta para adelgazar, que me la zarpe". Bien lunfa, se las sabía todas.
Gracias a aquellos años de Radio Municipal estuve, siendo muy chico, cerca de los más grandes artistas de la música popular argentina. Y también me depararon el regalo inmenso de las líneas manuscritas de Aníbal Troilo, con las que prologó Qué hacés, Buenos Aires…, mi primer libro, editado por Peña Lillo en 1967:
"Para hablar de alguien que habla de Buenos Aires, hay que hablar de alguien que conoció Buenos Aires. Como yo no conocí al autor, pero sí a Buenos Aires, digo lo siguiente: alguien se la cantó bien. Porque él es un pibe y ya la sabe".
Mi contacto con Troilo me permitió conocer también a un personaje fundamental su vida: Zita, su esposa. Era griega, se llamaba Ida Dudui Kalacci, llegó de chiquita a la Argentina y estuvo junto a Pichuco desde 1938.
Nunca se separaron, porque hasta las tormentosas peleas que tuvieron en su relación fueron parte de esa unión. Un periodista escribió: "A Zita le compitió domar los monstruos que habitaban en Troilo, controlar los excesos —también los de bondad y generosidad— y vigilar el entorno del ídolo".
Esa relación forjó un anecdotario poblado de episodios que -ciertos o inventados- hoy provocan ternura.
Un testigo presencial asegura que una noche en Caño 14, un local de la calle Talcahuano donde tocaba Pichuco, hubo un escándalo fenomenal. Zita se había enojado mucho con Troilo porque él tomaba más whisky de lo aconsejable. Cuando llegó el momento de empezar el espectáculo, el Gordo improvisó unas palabras, sabiendo que su esposa estaba presente en el fondo del local:
-Esta noche voy a hacer algo especial. Nunca le dedico la actuación a nadie, pero hoy sí voy a hacerlo… Estos tangos son para la persona que más quiero en el mundo, para alguien que es lo más importante de mi vida… Para vos, Zita.
Hizo una pausa, convencido de que había logrado apaciguar el conflicto conyugal. Pero la respuesta de Zita, que llegó desde la penumbra del salón, lo convención de que la batalla no había terminado:
–¡Andate a la p… que te p…! Esa noche salieron abrazados de Caño 14, como siempre.
Porque se amaron, eran inseparables. Troilo dijo una vez:
-Por ella yo volteé toda la estantería. Y ella, que le decía Pocholito, lo cuidaba, lo protegía. Le sacaba el whisky, se lo escondía.
Muchas veces trataba de que no saliera, porque en ese caso el regreso era incierto.
Un día, se puso firme:
–Pocholito, quedate en casa…
-Pero Pocholita, es un ratito… vienen los muchachos…
En eso, sonó el timbre. Eran "los muchachos". Zita entreabrió la puerta y dijo con firmeza:
-No, hoy Pichuco no sale…
Y del otro lado, uno de los muchachos, Roberto Goyeneche, le reclamó con toda seriedad :
-¡Pero pará Zita! ¡Con quién te creés que te casaste…! ¿Con Beethoven?
Los actores de la miniserie sobre la vida de Troilo aún no están definidos. Pero el que haga de Goyeneche ya tiene asegurado un bocadillo inolvidable.
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