Roberto Curilovic en los estudios de Infobae
Isla Ascensión (Territorio Británico de Ultramar), 5 de mayo de 1982.
"¡Están todos locos!", pensó el comandante de la 3° Brigada de los Royal Marines y comandante de las fuerzas terrestres, Julian Thompson, al observar con asombro en la Isla Ascensión que el grueso de la carga logística para el conflicto en el Atlántico Sur se concentraba en un único buque: el mercante Atlantic Conveyor, requisado junto a otras 40 naves civiles como apoyo de transporte a la flota británica, había sido designado con apremio por el Ministerio de Defensa inglés para que fuera reacondicionarlo en tiempo récord.
Thompson no estaba solo en esa apreciación premonitoria: el comandante del Regimiento Logístico de Infantería de Marina, coronel Ivar Helberg, le dio la razón.
Diez días después de la recuperación de las islas Malvinas por parte de la Argentina, el carguero de 202 metros de eslora y 15.000 toneladas ostentaba una plataforma de despegue vertical en popa, se habían reforzado sus bodegas y dotado con un nuevo sistema de comunicación. Contrarreloj, la conversión naval se ejecutó en el puerto de Plymouth, Devonport, desde donde zarpó el 25 de abril con gran parte de sus pertrechos.
Debía repostar en Sierra Leona y atracar en Isla Ascensión para completar su carga estratégica: 8 aviones de combate Sea Harrier y 6 Harrier que debían ser trasladados al área de conflicto. Esas naves se sumaban a los cinco helicópteros Chinook, para desembarcar tropa y artillería pesada en San Carlos, y a otros 6 Wessex y algunos Wasp para la RAF. Los helicópteros también fueron utilizados durante el trasiego hacia el sur para transferir personal entre la flota británica.
Su gran capacidad permitía además almacenar en encubierta, en contendores ISO dispuestos a cada banda, todo un arsenal: bombas de racimo, motores de cohetes, misiles antitanques, granadas y municiones. Y en sus amplias bodegas albergar tanques inflables y camiones cargados de combustible, botes para desembarco, una pista aérea vertical para montar en San Carlos, equipos desalinizadores y de iluminación, repuestos de aviones y helicópteros, generadores, tiendas de campaña, raciones y calentadores.
Ian North, capitán del Atlantic Conveyor y veterano de la II Guerra supervisó desde el puente de mando junto al comandante de la Royal Navy, Michael Layard, la estiba en puerto: los aviones y helicópteros sin sus rotores habían sido dispuestos como piezas de un improvisado rompecabezas sobre la cubierta. Guarecidos con fundas anticorrosión, los flanqueaban otros containers que impedían su movilidad en las irascibles aguas del sur.
Auscultar a la flota
Todo un gran esfuerzo logístico. Aunque sin la previsión de que el Atlantic Conveyor se erigía en un objetivo demasiado rentable. Y especialmente vulnerable para la infalible dupla de aviones Super Étendard y misiles AM-39 Exocet de la Armada Argentina. Tras el embargo del gobierno francés, el ingeniero del Taller Central de Misiles, capitán de Fragata Julio Pérez, logró descifrar el código de los Exocet para su diálogo con los aviones supersónicos, ante la falta de colaboración de los expertos franceses. (Pérez también ideó en el Apostadero Naval Malvinas un improvisado remolque como lanzador de misiles terrestre para Exocet mar-mar. Su inventiva logró dejar fuera de combate al destructor HMS Glamorgan).
Protegido como nave núcleo durante el último tramo de su trasiego, el Atlantic Conveyor (AC) arribó al límite de zona de exclusión flanqueado por destructores y portaviones. La task force navegaba al noreste del archipiélago malvinense a mediados de mayo cuando los Harrier y Sea Harrier allí apostados cambiaron de ubicación. Con su destreza de despegue vertical abandonaban la estrecha plataforma del AC y se repartían en los portaaviones HMS Hermes e Invencible.
El tráfico aeronaval enemigo en el área era incesante. Los patrullajes y ataques aéreos se sucedían mientras las tropas organizaban su acecho. A 150 km de allí, el radar TPS 43 de Puerto Argentino detectaba los ecos intermitentes de ese trajín, sin poder identificar blancos precisos, ni distinguir cuál era la plataforma naval.
Un binomio sin rival
Simultáneamente en la Base de Río Grande y días antes en la de Comandante Espora en Bahía Blanca, la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque de la Armada se adiestraba de manera intensiva. No podían operar desde el portaaviones 25 de mayo: los 5 Super Étendard con sus 5 misiles, de un total de 14 aviones y 10 misiles comprados a Francia, habían llegado 4 meses antes. Una de esas naves se usó para repuestos y el conflicto en el Atlántico Sur los sorprendió sin que pudieran regularse los sistemas inerciales, de frenado y catapulaje en pista de una plataforma chica como la del ARA 25 de mayo. Tal fue la precipitación de las hostilidades, que Argentina a instancias de Francia le cedió a Irak, entonces en guerra con Irán, su turno para recibir los 5 misiles restantes.
El objetivo de máxima con los Exocet antibuque apuntaba a los de mayor capacidad ofensiva y, en lo posible, a asestar un golpe psicológico, al golpear a los emblemáticos: el Hermes o el Invencible, que apoyaban a las fuerzas enemigas en su avance hacia Puerto Argentino. Pero antes había que detectarlos. Una tarea ardua dada la baja el 19 de mayo de los aviones de exploración P-2 Neptune por su electrónica vetusta y del alcance y precisión de los alejados y poco sofisticados radares en Puerto Argentino.
El 4 de mayo los pilotos de esa escuadrilla, Augusto Bedacarratz y Armando Mayora, propinaron su primer golpe letal con el binomio Super Étendard-Exocet al hundir al destructor HMS Sheffield al sureste de Malvinas. Ahora le tocaba el turno a otra sección: al capitán de corbeta Roberto Curilovic, alias Toro, su indicativo, y a su numeral, el teniente de navío Julio Barraza, alias Mate.
"Durante varios días el radar Malvinas continuó detectando actividad al noreste del archipiélago. Determinó un phi-omega, es decir un punto de latitud y longitud donde se hallarían los objetivos, y se nos ordenó atacar", cuenta Curilovic (71) a Infobae. El ex aviador naval, retirado con el grado de capitán de Navío en 1998, es el hombre clave de Aeropuertos Argentina 2000 que organizó los sucesivos viajes de los familiares de los caídos al cementerio de Darwin y ayudó a promover los procesos de identificación de los combatientes enterrados como NN.
Barraza (70) también describe minuciosamente la misión desde Vancouver, adonde emigró con su familia hace 29 años, tras dejar la Armada en 1986 con el grado de capitán de Corbeta. Alejado de la aviación, hoy preside una empresa de traducción de inglés y francés.
Sorpresa en el ataque
A las 11 del 25 de mayo debía despegar la sección de Río Grande con un misil de 600 kilos en cada ala derecha de sendos aviones. Se buscaba máxima efectividad de hundimiento. Pero la misión se postergó para las 14 debido a la indisponibilidad de reabastecimiento en vuelo.
Los dos Hércules KC-130 habían sido asignados a otra operación: el bombardeo a la fragata HMS Broadsword y al destructor HMS Coventry por parte de la intrépida escuadrilla de A4B Skyhawk de la Fuerza Aérea que operaba desde la base de Río Gallegos. Aquel 25 de mayo es recordado como una interminable pesadilla para la task force.
Si el ataque al Sheffield había sido por el sur, el golpe esta vez sería por el norte. Con diferencia de segundos, Curilovic y Barraza despegaron según lo planeado.
"Una vez cerrada la cabina, el piloto se fusiona con su máquina y no hay margen para ninguna distracción. Sólo existe, quizá, el temor oculto de fallar en una misión para la cual nos habíamos preparado durante años", dice Curilovic sobre el preludio de aquella legendaria misión.
En absoluto silencio electrónico, los dos "albatros" recorrieron 1000 km con rumbo norte hasta el encuentro a la altura de Puerto Deseado, a 6000 metros de altitud, con el avión tanquero que fielmente los esperaba inscribiendo círculos en el aire.
En una maniobra simultánea de extrema precisión se acercaron a las dos mangueras desplegadas en cada ala del KC-130 y se acoplaron a las canastas. "Sabían cuánto combustible debían entregarnos. Nosotros no pedimos absolutamente nada", evoca Curilovic.
Entre 15 y 20 minutos fueron suficientes para recargar los tanques. A partir de allí giraron al Este a 1000 km de velocidad. Y en los últimos 200 km descendieron en forma suave y se "escondieron" volando agazapados a 15 metros sobre el nivel del mar para no ser detectados. Así prosiguieron su ruta hacia el punto phi omega.
"Para comunicarnos nos acercábamos y hablábamos por señas. Hacia el Este la luz del día se acorta y ya se estaba poniendo oscuro. El sol asomaba bajo y tenue a nuestras espaldas y enfrente había un mar gris plomo con corderitos. Estábamos a unas 50 millas del blanco cuando trepamos a 100 metros. Encendimos los radares. Hicimos dos o tres barridos a izquierda y derecha de no más de tres segundos y fue una cosa de no creer. Lo que tantas veces habíamos practicado apareció en la pantalla: un eco grande en el centro, como una bananita dibujada en la pantalla, con otros dos ecos más chicos, uno arriba y otro abajo", describe Barraza.
Los pilotos descendieron abruptamente y continuaron con su aproximación. A unas 26 o 27 millas (37 km) del blanco volvieron a elevarse para hacer otra emisión de radar sobre la flota y ahí sí enganchar el blanco.
—Mate, al más grande—ordenó por radio Curilovic.
Barraza asintió con dos click. No quería hablar. Aunque sabía que con los primeros tres segundos del ploteo de radar ya habían sido detectados y seguramente estarían en la mira de los misiles Sea Dart. Los ingleses supieron además que se trataba de los radares de dos temibles Super Étendard, ya que contaban con las contramedidas electrónicas ajustadas para distinguirlos.
Desconocían de qué buques se trataban. Por el tamaño del eco podía ser el Hermes o el Invencible. "Pero eso no significaba invariablemente que el eco grande fuera un buque grande. Depende de si estaba presentándote la proa o el través. Pero no quedaba otra que ir sobre el blanco más grande", reconstruye Curilovic.
La ubicación no había variado mucho de la aportada por el radar Malvinas. Los buques estaban a unos 150 km al noreste del extremo de la isla Soledad.
Ya a distancia de tiro, Toro y Mate iniciaron la secuencia del lanzamiento. Volcaron la información, conectaron unos switches y mantuvieron apretado el botón blanco de "disparo" para que la computadora dialogara con el misil y decidiera el momento oportuno en que debía salir para llegar al centro electrónico del blanco.
La segunda comunicación entre los pilotos fue el top de lanzamiento. A las 16.28 el desenganche casi simultáneo de esos 600 kilos produjo un pequeño estruendo seguido por un sacudón que descompensó levemente el ala derecha.
La punta nívea de ese arma subsónica casi infalible asomó por el parabrisas. Había que virar 180 grados, poner máxima potencia e huir ya que habían ingresado en el área de alcance de los Sea Dart. Pero Curilovic sucumbió al hechizo de los verdugos. Fue rehén de lo que se conoce como "fascinación de blanco".
"Quedé como extasiado", dice. "Había una luz crepuscular y yo veía esas dos estelas de fuego que se dirigían hacia la flota y sólo pensé: ´¡Qué arma poderosa tenemos!' Conociendo el resultado del ataque al Sheffield, era improbable que los buques de superficie enemigos pudieran evitar el daño. Pensando en eso olvidé unos segundos que había que tomar distancia. Cuando reaccioné el avión de Mate se veía muy chiquito porque él había cumplido con el procedimiento como correspondía".
"Algo espectacular va a suceder hoy"
Según consignan documentos británicos desclasificados, ese mismo 25 de mayo por la noche, al amparo de la oscuridad, el Atlantic Conveyor debía desembarcar tropa y a todos los helicópteros en San Carlos y comenzar la transferencia de los demás pertrechos con las primeras luces del alba. Por eso, horas antes el capitán del AC, Ian North, se jactaba ante la tripulación: "Bueno muchachos, es 25 de mayo. Algo espectacular va a suceder hoy".
La emisión de radar de los Super Étendard había sido efectivamente detectada por la flota británica. Casi todos lanzaron chaff, nubes de partículas metálicas para desorientar a los Exocet. En las pantallas de los destructores, los ingleses veían a esos contactos duplicarse y avanzar hacia el Atlantic Conveyor. Los Exocet navegaban tan cerca uno del otro que ambos podían observarse en un mismo monitor.
El HMS Invencible contraatacó con seis misiles con escasa eficacia: dos de ellos bajaron a un helicóptero propio, un Sea King, que oficiaba como cortina antisubmarina. Y los otros se perdieron en su propia nube de chaff o persiguiendo otros ecos espurios.
Los misiles perforaron la cubierta de carga C sobre la línea de flotación en la popa del Atlantic Conveyor. Minutos después con la detonación sobrevino la fatalidad: propagadas por la ingente cantidad de combustible de los tanques flotantes y del arsenal que cargaba, las llamas devoraron al carguero y sus "tesoros" bélicos. La explosión atravesó una banda y salió por la otra. La ocasión no podía ser más caótica para las tareas de salvamento: quince minutos antes, durante la incursión de la fuerza Aérea con bombas convencionales en el Estrecho San Carlos, la fragata Broadsword era averiada en popa y el destructor HMS Conventry se iba a pique.
Mientras tanto, Toro y Mate hacía ya rato que habían armado un rumbo mientras el jefe intentaba comunicarse con el avión tanque. "Ya era tarde y el Hércules se quedó orbitando lejos del lugar de la acción, pero sin ninguna defensa, siempre vulnerable a recibir algún tipo de ataque", reconoce el líder de la misión.
Final anunciado
La fragata HMS Alacrity intentó socorrer al AC. Se arrojó parte de la munición de los containers pero el vientre del carguero era ya un sinfín de brasas y explosiones. Desde una torre, el capitán Ian Norh evaluó los daños y ordenó el abandono del buque.
La oscuridad atentaba contra el dramático salvamento. A las 23 el HMS Alacrity rescató al último náufrago. De los 33 tripulantes, 12 murieron: tres en la explosión y otros 9 desaparecieron en el Atlántico. Entre ellos, Ian North (57), que en la II Guerra Mundial había sobrevivido cuando los alemanes torpedearon su embarcación.
Fue un "enemigo digno", "honorable", coinciden los pilotos, porque cargado como estaba llevó su buque hasta Malvinas y cumplió con su país.
Euforia en el continente
Tras el segundo reabastecimiento y luego de 4:10 horas de vuelo, Toro y Mate aterrizaron ya de noche en Río Grande sin haber podido cuantificar los daños que aquella tecnología entonces sin rival había infligido. Toda la escuadrilla los aguardaba en la pista. Festejaban no sólo el presunto éxito de su misión, también el de la Fuerza Aérea en aquel día patrio.
Una hora después estaban embarcados en un avión Elektra con destino a la base de Espora. Debían entrenarse en vuelos nocturnos. Mientras tanto, en Río Grande quedaba un último Exocet.
Tres días después, el Atlantic Conveyor se fue a pique y ello significó la mayor pérdida logística unitaria en la guerra. El enemigo se vio obligado a cambiar su plan de batalla basado en desplazamientos de tropa y artillería helitransportadas en el acecho final a Puerto Argentino.
Cuando el comandante Thompson se enteró en San Carlos de que ya no contaba con los Chinook emprendió con sus hombres la asonada final a pie. En el frío paralizante de la turba aquellos 100 kilómetros finales recordaron con insistencia el peor error de cálculo en la planificación de la logística de la guerra del Atlántico Sur.
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