Me bautizaron Chispita y el grupo aplaudió. Fue después de que cacareara con estridencia para un público de diez personas que acababa de conocer. Puccini –Mike, en rigor– estaba al lado mío, todavía riendo por cómo había querido ser gallina, entre aleteos y cachetes inflados. Fue en un aula de la planta baja del Hospital Universitario CEMIC, en el barrio porteño de Saavedra, un rato antes de subir al área de Cirugía General vestida de payaso y para hacer reír a los internados.
La aventura había empezado a las nueve en punto de un sábado. Llegué al centro médico que está sobre la calle Galván, después de 55 minutos de colectivo. En el bar me encontré con Vicky –que luego sería Rejilla–, quien como yo, estaba dispuesta a "ser payaso por un día". El Programa Curiosos de Alegrañatas proponía a un grupo a jugar a ser clowns para ejercitar la empatía, el desprejuicio, el liderazgo y… mucho más. Teníamos que ir vestidos con una camisa, pantalón y zapatillas. Ellos se encargarían del resto.
Turbina y Colorete –Florencia y Hernán, en según su DNI– nos vinieron a buscar al bar con nariz y peluca, además de un chiste sobre la demora para encontrarnos. Nos llevaron al aula donde, un rato más tarde, estaría haciendo de gallina. Ahí nos encontramos con los otros cuatro aprendices de clown: Gastón, Juan, Darío y Pancho, que mutarían en Birome, Motoneta, Perno y Pluma, respectivamente. Y, además, con Adoquín, Tic- Tac y Petardo –Carlos, Daniela y Lucas– los otros cuatro clowns expertos, que ya estaban vestidos de payaso.
"Sentémonos en ronda y preséntense de a uno", propuso Colorete, mientras yo intentaba registrar con grabador y anotador algo de todo lo que estaba empezando a pasar a mi alrededor. "Tranquila", me dijo el líder. Y me conminó: "Va a haber tiempo para todo. Ahora divertite". Eso hice. Cuando fue mi turno conté que soy periodista, que tengo 37 años y que estaba básicamente expectante por saber de qué se trataba todo esto. Es más: cuando la presentación terminó y nos disponíamos a empezar, levanté la mano después de que Colorete preguntara si alguno de los no clowns había hecho teatro alguna vez.
La primeras dinámicas fueron como para romper el hielo: pasarnos una pelota imaginaria, caminar por el espacio, chocarnos, cambiar de lugar, armar parejas y buscar miradas. Seguimos con bailes. A esa altura, yo transpiraba y los demás también. Más juegos, propuestas y consignas. Sin música, con expresiones en idiomas inventados, gestos exagerados, mucho desparpajo y múltiples carcajadas. Sobre todo de Colorete.
Rondando los 60 años, Pluma podía verse un poco más desafiado que el resto por la ridiculez de las propuestas, pero se la bancaba bien. Birome, Motoneta y Perno se soltaban cada vez más, al igual que Rejilla. ¿Yo? Seguía firme en eso de jugar al absurdo, como cuando hacía teatro en el Centro Cultural Rojas y pensaba aquello que supongo pensaba el resto: "¿Qué importa? Si total acá nadie me conoce".
Así llegamos a mi gallina que terminó con un aplauso, más carcajadas y un nombre de clown que me gustó bastante. Convertida en Chispita me puse el delantal de tres colores y botones grandes que me prestaron. Además, un moño para el cuello, una nariz de payaso que me coloqué al revés y un sombrero colorado que acomodé arriba de una colita alta.
Entonces me asignaron equipo: Puccini, Turbina y Perno. Después de una arenga grupal, cual team de fútbol americano, subimos al primer piso. Y ya en los pasillos empezamos a ser clowns. Comandados por Puccini, la primera rutina de humor surgió con una mujer de bastón y sus dos hijos angustiados. Puccini y Turbina improvisaban, Perno y yo los seguíamos. Terminamos caminando pegados a la pared, como si fuéramos el Hombre Araña.
"Si se sienten mal o se quieren ir de alguna habitación, no hay problema", nos alertó Turbina. Y Puccini agregó: "No se preocupen por ser graciosos todo el tiempo. Apóyense en nosotros. Guíense por la empatía y la mirada. Y jueguen. De eso se trata". Acabábamos de llegar al área que anunciaba: Internación – Cirugía General. Después de saludar a enfermeros y médicos, Puccini y Turbina los tantearon para ver a qué habitaciones podíamos entrar. Nos marcaron algunas, debatieron sobre otras. Y nos mandamos a la primera.
En la 123 había una mujer tan flaca como elegante, sentada en el sillón, al lado de un hombre, que podía ser su marido. "¡Ay, chicos, qué lindo lo que hacen!", exclamó al vernos, después de que simuláramos luchar con la puerta para entrar. Pronto sacó el teléfono –su acompañante hizo lo mismo– y nos sacó más de una foto para una amiga que, según dijo, "hace lo mismo en otros hospitales". Estaba esperando que le dieran el alta. Y una de las médicas que interrumpió el encuentro para entregarle una última receta, dejó la revisación para más tarde después de decir: "Vuelvo en un rato. La risa cura".
Chiste va, chiste viene. La señora contó que había sido operada de cáncer de colon, que tenía 59 años y llevaba 30 años junto al hombre que estaba a su lado. Que se habían dado el primer beso en una playa de Uruguay. Y que la admiración que se tenían seguía intacta. Entre risas, ensayaron ese primer beso para los payasos de turno. Y se inquietaron ante la consulta que nos surgió ¿sexo en el postoperatorio? Entonces, se pusieron a leer apurados los papeles que estaban por firmar con el alta y concluyeron: "Acá no dice nada. Es decir que contraindicado, no está". Aliviados –ellos y también nosotros–, dejamos la habitación después de veinte minutos en los que yo metí más de un bocado. Al menos por un rato, la comedia le ganó a la tragedia.
De ahí pasamos a la 120. "¿Es la del guitarrista?", chequeó Puccini, que ya había estado ahí alguna vez. Conectado entre cánulas, agujas, bolsitas y catéteres, un chico de alrededor de veinte años nos dejó pasar con una media sonrisa inquietante. "¡Qué bueno que vinieron!", exclamó la mujer que lo acompañaba, que resultó ser su tía Mabel. Pero el chico sólo miraba. "Podemos organizar un concierto", sugirió Puccini y los delirios fueron del estadio de Vélez al del Ferro, como banda soporte de U2 y con fecha a definir.
Entonces payasos oficiales y debutantes –ahí estaba yo– fuimos enhebrando una seguidilla de conjeturas desorbitantes. Así, la media sonrisa nunca fue carcajada pero se volvió pícara e incluso cómplice. El chico pasó de ser músico a oráculo. Y uno a uno pudimos preguntarle si habría cambio de Gobierno, si Boca retomaría definitivamente su senda ganadora y si el domingo llovería. En rato terminó después de un traspaso de manual de energías positivas que sería imposible de graficar.
Con el reloj marcando las doce menos cuarto del mediodía bajé hasta el aula del primer piso siguiendo a mis compañeros. Tal como habíamos acordado con el resto. Entonces agarré una medialuna y me senté para participar de una especie de tercer tiempo que proponía compartir con el grupo lo que había pasado allá arriba. Algunos hablaron de empatía, otros de romper corazas. Varios de lo sanador de la risa. Y otros tantos del niño que llevamos dentro. Colorete advirtió: "En un rato todo esto va a empezar a bajar y van a notar que están como agotados. No programen nada para la tarde. Descansen e incluso duérmanse una siesta".
Devolví el delantal, la nariz, el moño y el sombrero y me despedí, con un gracias y un abrazo. Con la colita todavía alta, me fui vibrando después del buen rato dedicado a jugar a hacer el ridículo. Me fui convencida de que nos reímos menos de lo que deberíamos. De que jugar es más sano de lo que creemos. Y de que si realmente queremos curar y curarnos, deberíamos hacer más payasadas. Sí, al fin y al cabo, de eso se trata buena parte –la mejor– de la vida.
La risa como terapia
La Fundación Alegrañatas nació en 2007 luego de que Hernán Espantoso Rodríguez pisara por primera vez vestido de payaso el Hospital Bernardo Houssay de Vicente López. Luego de haber realizado cursos de clown, coaching y PNL –neurolinguística– descubrió que su verdadera vocación pasaba por el encuentro con los pacientes y la magia del juego en momentos de convalecencia.
Con seis payasos más, en 2008 formó el primer grupo de visitas hospitalarias. Y dos años más tarde empezó a dar clases de clown en un espacio que llamó Alegrañatas. Las visitas al CEMIC arrancaron en 2011, siguieron en el Hospital Materno Infantil de San Isidro. En 2013 Alegrañatas se constituyó como fundación. Desde el año pasado además llevan su risa al centro de rehabilitación FLENI de Escobar.
Hoy la fundación cuenta con más de 75 clowns. En ese marco, el Programa Curiosos está pensado para que personas que son parte de organizaciones y empresas se sumen a ser clowns por un día de visita en hospitales. El objetivo es que empleados y miembros de grupos de pertenencia –incluso familias– ensayen la empatía, el liderazgo, el desprejuicio y prueben nuevas dinámicas para relacionarse.
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