Por su cabellera casi lampiña, en la Armada lo apodaban "El Ruso". Al cumplir 15 años, el designio materno decretó que debía alistarse junto a su hermano Roberto en la Escuela de Suboficiales de la Marina. Su madre María Delia procuraba alejar a sus hijos del infortunio y de la escasez que la familia padecía en Colonia San Joaquín, un enclave rural santafecino con apenas 25 ranchos donde desde los 8 años los chicos sembraban a la par de los adultos papas, algodón y maíz.
No había tregua ni vacaciones. Las labores en el campo se extendían los siete días de la semana los 365 días del año y aun así los alimentos se racionaban en la mesa familiar. Don Manuel, el padre, peón de la Estancia La Pilgará, propiedad de terratenientes ingleses, intuía que no soportaría el desapego, pero ellos merecían un mejor futuro y terminó aceptando la decisión indeclinable de su mujer.
Hasta entonces el mundo para los hermanos Wery se ceñía a ese tapiz verde y bucólico de Santa Fe. Un terruño en el que el mar y los buques aparecían fuera de escala y se perfilaban como una inescrutable abstracción. Ni siquiera habían visto el mar en una foto o en una ilustración. En su precoz imaginario, la faena marina cobraba la dimensión de un enigma.
Pero el mar fue para el futuro maquinista Ricardo "El Ruso" Wery (60) un arrobamiento instantáneo. Y navegar en los buques, reparar las máquinas y respirar el límpido aire oceánico bajo un manto fulgurante de estrellas, se convirtió enseguida en una suerte de adicción.
Durante el conflicto con Chile, "El Ruso" patrulló el irascible Canal de Beagle a bordo del portaaviones ARA 25 de mayo y un año y medio antes de desencadenarse la Guerra de Malvinas ya cumplía funciones poniendo a punto los generadores de emergencia, contiguos al sector de máquinas del Crucero General Belgrano.
Misión riesgosa
1 de mayo de 1982: mientras el Belgrano navegaba junto a los destructores Bouchard y Piedra Buena desde la isla de los Estados rumbo a Malvinas, el grueso de la tripulación desconocía los pormenores de una misión casi imposible, luego abortada: localizar por el sur y atacar a la flota británica.
El Ruso había zarpado con los otros 1092 tripulantes de la base de Puerto Belgrano el 16 de abril. No tenía noticias sobre el destino de su hermano, embarcado como camarero del ARA San Antonio para la Operación Rosario. En los momentos de ocio, de eso hablaba con su colega, Blas Fernández, también maquinista, y con un novel conscripto de sus pagos santafecinos con quien alimentó una fecunda amistad. Aquel joven, decisivo en el destino de Wery, tenía 18 años y era oriundo de Las Toscas, un pueblo 300 km al norte de Colonia San Joaquín. Se llamaba Héctor Aníbal Casali.
2 de mayo: 15.50
Diez minutos antes de la hora estipulada, al cabo segundo Ricardo Wery le llegó el relevo en el sector de las máquinas de popa. Se dirigió al comedor para merendar, ubicado una cubierta más arriba del cuarto que albergaba la propulsión del buque. El amplio comedor, a su vez, se dividía en dos largos ambientes y a esa hora estaba repleto de gente. Wery se sirvió chocolate caliente y facturas. Pensaba ubicarse en el salón principal con el resto de sus camaradas, cuando una voz lo detuvo.
—Ruso, venite acá conmigo que estoy solo. Necesito conversar—le imploró su coterráneo, el conscripto Casali.
Wery accedió y cuando estaba por sentarse, un estruendo seco y atronador, seguido por un insaciable fogonazo estremeció la estructura plúmbea del Belgrano. El reducto quedó inmediatamente a oscuras. Las mesas remachadas al piso volaron violentamente por el aire, lenguas de fuego invadían el comedor y había rajaduras y partes levantadas de la cubierta. Por allí brotaban agua de mar y petróleo a presión. Los gases y el vapor mezclados con un viscoso humo blanco tornaron irrespirable el ambiente.
El efecto devastador del primer torpedo Mark 8 lanzado con sigilo a una distancia de 5000 metros por el submarino nuclear HMS Conqueror, no radicó sólo en el impacto de sus 364 kilos de carga explosiva bajo la línea de flotación, en el costado de popa, por la banda de babor.
Su poder letal fue la sinergia del impacto en los tanques de combustibles: en segundos ardió todo el sector de las máquinas de popa, incluidos los sollados y camarotes donde descansaban los suboficiales.
La nave se escoró en el acto 5° babor. Quedó en penumbras y cesó la propulsión. Por la onda expansiva, Wery salió despedido varios metros y segundos después, sobreponiéndose al aturdimiento, logró incorporarse.
—Gringo, vení, acompañame. Veamos qué podemos hacer—le gritó Wery con desesperación al conscripto Casali.
Caminaron en dirección a popa hacia el comedor principal, donde Wery había originalmente planeado merendar si no hubiese sido por aquel llamado milagroso de Casali. La voracidad de las llamas exponían la devastación.
Observó que el piso en ese sector había desaparecido. Ahora se abría un abismo de fuego en el que retumbaba el crujir de hierros y el acero destrozándose entre sí y los alaridos y el eco ahogado de gente bañada en petróleo. Se estaban quemando vivos y pedían una ayuda a todas luces estéril.
El preludio del fin
"Hacia popa las llamas alcanzaban el techo y el vapor y los gases nos asfixiaban en medio de la oscuridad. Pero la mayor tragedia se sucedía en las entrañas del buque, debajo de la línea de flotación", evoca a Infobae Wery.
Y se le quiebra la voz. "Recuerdo haber visto en el comedor principal a dos camaradas suspendidos en el aire, aferrados a cañerías o cables del techo gritando socorro, porque el piso había volado. Traté de acercarme pero era imposible salvarlos: en un instante ambos se desplomaron en la profundidad de la sala de máquinas".
A las 16.01, ese sector neurálgico del ARA Belgrano, contiguo a los tanques de fuel oil naval, se transformó en una hoguera de acero fundido, mientras la ingente entrada de agua contribuía a un vertiginoso apopamiento del buque.
Doscientos setenta y dos miembros de la dotación perecieron en aquel calvario.
Casi simultáneamente, segundos después, un segundo torpedo cercenó unos 15 metros la proa del Belgrano, pero aquel estruendo, un buque de casi dos cuadras de largo, no fue percibido por Wery.
En la cubierta principal y en el centro del buque se ubicaba la espaciosa cocina donde se preparaban albóndigas que serían servidas con papas hervidas en la cena, narró el comandante Héctor Bonzo, fallecido en 2009, en su libro 1093 Tripulantes.
"Al producirse las explosiones y sin saber a ciencia cierta qué estaba pasando, el cocinero cortó rápidamente la alimentación eléctrica como medida precautoria y creyó que su acción era la causante del cese de energía. Como la escora se hizo notar rápidamente, todos tendieron a sacar las sartenes con aceite que estaban sobre las hornallas, para evitar que al caer sobre la plancha caliente se provocara un incendio".
En medio de un mar calmo, que se tornaría furibundo dos horas después, la nave de 185 metros de eslora se desplazaba a 14 nudos (55 km) por hora, al sur del Banco Burdwood, casi a la misma latitud de la isla de los Estados, hacia donde se dirigía. Como una ironía el portento artillado, bautizado en 1944 por la marina norteamericana como Phoenix (Fénix) había sobrevivido incólume al ataque de Pearl Harbor pero ahora comenzaba a zozobrar en el Atlántico sur.
Salvarse por una amistad
El amigo de "El Ruso", el cabo segundo Blas Fernández era el encargado del mantenimiento de las calderas principales que accionaban las turbinas. Cumplía guardia de 16 a 20 en lo que en argot naval se denomina Cuarto de Combustible.
"Había almorzado tallarines con tuco, me fui a dormir una siesta y como no podía descansar me duché, me vestí y me fui media hora antes a tomar mi puesto de guardia y relevar al cordobés Horacio 'Fatiga' Romero, el primer trasplantado, años después, de corazón y pulmón por René Favaloro", relata Fernández, apodado "Copetona", en honor al pueblo de Tres Arroyos donde nació.
"Al llegar, Romero me invitó a tomar unos mates con los muchachos. Yo al principio me negué. Debía ajustar tres válvulas en los tanques y prefería terminar antes con eso. Pero fue tan insistente que al final accedí. Un grupito nos apoltronamos en un pasillo y al cuarto mate sobrevino la explosión ", cuenta Fernández.
"Creo que al igual que El Ruso ambos íbamos directo a la muerte pero por esas cosas del destino la amistad nos salvó la vida", reflexiona.
Con el corazón acelerado y las emociones al límite nublándole la razón, en medio de la oscuridad Fernández pudo escapar de allí haciendo el recorrido de memoria hasta cubierta. Otros gateaban por los pasillos. Habían sido entrenados para sortear todo tipo de obstáculos en los zafarrancho de siniestro.
"No pude salvar a ningún compañero. Salvo mi grupo, todos habían muerto o agonizaban quemados. Nada, nada podía hacerse", se lamenta.
"¿Dónde está el conscripto Casali?"
Ni el Ruso Wery y ni Fernández sintieron el estremecimiento del segundo torpedo, lanzado simultáneamente. En total fueron tres los MK8. El último le apuntó al centro de la estructura pero nunca explotó o se desvió. Los maquinistas, cada uno por su lado, buscaron sus salvavidas y bolsos de supervivencia.
"Había quedado con Casali en que lo volvía a encontrar en la cubierta principal, ya que sus cosas estaban en un sollado más alejado del mío. Habrán pasado 20 minutos del primer impacto, cuando la escora del buque era ya muy pronunciada. No funcionaba ningún sistema de comunicación pero a través de un gong a las 16: 23 se ordenó el abandono del buque por babor. Mi jefe, el teniente de navío Díaz, temía un ataque aéreo y por eso arrojamos por la borda los tambores de combustible JP1 del helicóptero. En una de esas maniobras llegué a ver a Casali a unos 40 metros de donde estaba yo. Esa fue la última vez que lo vi con vida. No sé si llegó a la balsa o si cayó al mar. Él fue uno de los 323 héroes del Belgrano", prosigue Wery entre sollozos.
El orden en la dotación cubriendo sus puestos de abandono, con balsas numeradas previamente asignadas, contrastaba con las desgarradoras escenas que se veían en cubierta. A los quemados, los enfermeros les aplicaban morfina y con la propia sangre del herido les dibujaban en la frente una M seguida con el horario exacto de la inyección. Frazadas y sábanas rescatadas de la enfermería se apilaban sobre la cubierta principal junto a un paciente convaleciente, recientemente operado de apendicitis, y personas con la movilidad reducida debido a múltiples fracturas.
Hubo además héroes anónimos del sector Control de Averías que munidos con máscaras OBA hasta último momento se adentraban en las cubiertas bajas intentando rescatar a quien quedara con vida.
Abandono del buque
Wery y Fernández estaban asignados a una misma balsa con capacidad para 22 personas. Con una navaja cortaron el cabo del amarre y la ataron a la barandilla a mitad del largo del buque. Recién después la lanzaron por babor.
El Belgrano se había inclinado casi 40 °y el oleaje comenzaba a azotar con vehemencia el casco. Uno a uno los 17 miembros de aquel grupo se fueron arrojaron sobre el techo inflable de la balsa. El movimiento busco y pendular de la embarcación de salvamento provocó que algunos cayeran al mar. Pero el espíritu de cuerpo rápidamente rescató a caídos.
Un remo roto sirvió para entablillar la pierna de un fracturado en la maniobra. Mientras con el otro procuraban alejarse del buque para evitar el efecto succión a medida que el océano lo iba engullendo por la popa. Los tripulantes intentaron atarse al resto de las balsas. Pero la marejada frustró la maniobra.
"Ya eran las 17 de aquel 2 de mayo de 1982, cuando las 9000 toneladas de agua que embarcaron en el Crucero durante 60 minutos, lo tumbaron como a un gigante herido de muerte. Había conservado hasta ese momento la dignidad que lo acompañó durante toda su vida. Por eso giró hacia las profundidades, en una especie de acomodamiento continuado pero suave, asombrando a los que desde las balsas tenían fuerzas y ánimo para verlo desaparecer físicamente por siempre", escribió el comandante Bonzo.
El Belgrano, retratado en aquella inmersión fatal y definitiva por el Teniente de Fragata Martín Sgut, esperó hasta que el último marino lo abandonara. Y, tal como decía su lema grabado arriba del puente de mando, honró hasta último momento las palabras del Almirante Guillermo Brown: "Irse a pique antes que rendir el pabellón".
"¡Viva la Patria! Viva el Belgrano", fue el lamento disperso, estremecedor, que retumbó en aquel confín del Atlántico. Gritos mancomunados de desahogo, de impotencia, de dolor, acompañados por lágrimas, bronca y llantos. Un último saludo. El tributo final a esa tumba marina, de acero claudicante, en la que perecieron los héroes del ARA Crucero General Belgrano.
"Fue un momento durísimo, seguido por una gran explosión. Nosotros suponemos que la provocó el contacto de las calderas hirviendo con el agua marina helada. Aunque otros dicen que a las santabárbaras, cargadas de municiones de los cañones las alcanzó el fuego y por eso explotó", dice Wery.
El naufragio
Hundido el Belgrano, arreció un gran temporal con olas de casi siete metros. Los 17 tripulantes de la balsa que compartían El Ruso y Fernández intentaban darse calor con su orina y abroquelando los cuerpos ateridos.
El jefe de la balsa temió por la hipotermia y lo que se conoce como "muerte blanca": cuando el frío tan intenso entumece partes del cuerpo y provoca somnolencia. Nadie debía dormirse por más de 3 minutos y el compañero de al lado debía zamarrearlo si ello ocurría. Cuenta Fernández que al estar subocupadas algunas balsas, algunas de ellas rasgadas, con entradas de agua de mar y con sólo tres tripulantes, una veintena de tripulantes no lograron sobreponerse a la hipotermia y fallecieron en las balsas o en los buques de rescate.
No sabían cuánto tiempo duraría el naufragio, por eso el primer día nadie bebió ni comió nada. Los rezos a la Virgen Stella Maris, la patrona de los marinos, se alternaban con la entonación del Himno y la canción de la Armada.
"Cuando veíamos que estábamos muy callados, alguno siempre se ponía a cantar y los demás lo seguíamos", describe Blas Fernández, que con su ropa mojada sufrió principios de hipotermia. Años después, no sabe si a causa de esa afección, le extrajeron trozos de ambos pulmones.
"Nunca pensé que me iba a morir. Jamás. Sabía que nos estaban buscando", recuerda Wery. "En la balsa lo que a mí me angustiaba era la preocupación que le estaría causando a mi mamá, mi papá y mi hermano. En mi mente y en mi cuerpo, lo más importante era soportar el frío. Después todo era cuestión de tiempo y de mantener a raya la ansiedad".
"Si no me morí incinerado en el cuarto de combustible—pensaba por su parte Fernández—el frío no me va a doblegar. Tengo que llegar bien a casa para ir a pescar corvinas con mi papá. Sí, sí, lo primero que voy a hacer es ir a pescar".
El rescate
Habían transcurrido 20 horas interminables de naufragio cuando un avión de la Armada divisó balsas a la deriva. Cinco horas después los náufragos otearon la silueta del Aviso ARA Guruchaga, que junto a los destructores Bouchard y Piedrabuena y el rompehielos Bahía Paraíso se abocaron a las arduas tareas de rescate.
El buzo táctico Ovelar César, oriundo al igual que Wery de Colonia San Joaquín, se zambulló en el mar con una amarra y sujetó la balsa al casco del Gurruchaga. Al verlo, a Wery lo desbordó la emoción.
A bordo los alzaban a cococho para trasladarlos dentro del buque. Ninguno podía caminar. Tenían principio de congelamiento de la cintura para abajo. Caldo, chocolate caliente, ropa seca, mantas y breves turnos de descanso en las cuchetas para luego cederlas a los recién llegados o a los que padecían una peor condición. Dormían sentados, amontonados en los pasillos y otros se acomodaban en las calderas para recuperar la temperatura corporal.
El Gurruchaga era un barco chico, con poca capacidad y a pesar de las limitaciones cumplió con una tarea heroica. A las 9 de la mañana del 5 de mayo atracó en el puerto de Ushuaia devolviendo a tierra a 380 de los 770 sobrevivientes tras protagonizar el mayor rescate en la historia naval Argentina. Veintiocho tripulantes desaparecieron en alta mar y otros 23 perecieron no pudieron sobreponerse a las quemaduras y a la hipotermia del naufragio.
A Blas Fernández le erigieron un monumento en su pueblo de la provincia de Buenos Aires, Copetonas. Desde allí organiza charlas en escuelas y universidades para que la memoria del Crucero Belgrano se mantenga viva.
El buzo Ovelar avisó por telegrama a la familia de Wery de que había sido rescatado con vida. Todo el pueblo de Colonia San Joaquín fue a recibirlo como un hijo pródigo. Él, dice, hubiera preferido en ese momento un reencuentro más intimo, sólo filial. Abrazar y llorar junto a su madre, Delia María y su papá, Manuel Alcides. Nunca se animó—no quiso—ir hasta Las Toscas para reunirse con la familia de Héctor Casali, el conscripto que con su avidez por la conversación, terminó salvándole la vida.
A poco tiempo de su regreso, la vida volvió a sorprenderlo: los patrones de la Estancia Pilgará donde trabajaba su padre habían dispuesto un cheque para cada uno de los hermanos Wery por el tiempo que pelearon en la Guerra de Malvinas.
"Nunca supe el motivo pero recuerdo que fue el equivalente a dos meses de tareas en el campo", dice Wery
"El Ruso", a diferencia de Fernández, nunca logró sobreponerse del todo a la tragedia del Belgrano. Las imágenes más lacerantes vividas por sus compañeros se reeditan a menudo en su memoria. Pero el noble Belgrano es como una tragedia familiar que esconde en los pliegues de aquella odisea mil y una historias de heroísmo. "Nada hay más vivo que un recuerdo", escribió Bonzo y esa síntesis la hace suya Wery.
El Ruso continuó navegando y embarcado hasta que en 2007, tras prestar servicio durante 48 años en la Marina, la institución—asegura—"que me dio mucho más de lo que me quitó". Su amigo Blas superó con quimioterapia un cáncer de colon tras el hundimiento del buque y hoy a través de sus charlas lucha por brindar sosiego a las familias de aquellos sobrevivientes que no pudieron elaborar el drama y se quitaron la vida."Eso es como morir dos veces", dice Wery.
A las 17 en punto del 2 de mayo de 1983, al cumplirse el primer año del ataque al Belgrano, el Aviso ARA Somellera y un avión C-130 de la Fuerza Aérea arrojaron ofrendas florales sobre el punto del hundimiento, ese sepulcro marino que a 4000 metros de profundidad honra el descanso en la gloria de más de la mitad de los héroes que sucumbieron en la Guerra de Malvinas.
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