La primera calesita en la Ciudad de Buenos Aires se inauguró en 1867 en la Plaza Lavalle, frente a Tribunales. Era una atracción muy diferente a las que se conocen en la actualidad. Importada desde Alemania, la hacía girar un caballo y no estaba asentada en un lugar fijo, se mudaba de barrios permanentemente.
Exactamente cien años más tarde de aquella pionera, en 1967, se inició el lazo de Miguel Ángel Vignatti con las calesitas. Tenía 12 años cuando empezó a ayudar en las tareas a un amigo, el calesitero Raúl Santín, quien le impartió sus conocimientos y le enseñó los secretos del oficio. Fue el comienzo de una historia que, con algunos vaivenes en el camino, hoy, a sus 64, lo encuentra al frente del único carrusel del barrio porteño de Mataderos y habiendo cumplido su sueño de formar una familia de calesiteros: sus tres hijos tienen sus propias calesitas, que él mismo diseñó y les obsequió cuando cumplieron 18 años.
"Son más de 35 años instalado en el barrio, en los que pasaron distintas generaciones. Hoy me encuentro con hombres grandes, mayores, que se criaron conmigo y ahora traen a sus nietos. Y eso a mí me hacen sentir como parte de la familia de Mataderos", comienza el diálogo con Infobae.
Al contrario de la mayoría de los actuales dueños, Miguel Ángel no heredó la pasión por las calesitas. De hecho, el presente lo comenzó a edificar a partir de otro rubro. Trabajó primero en una gomería durante la década del '70. No le iba mal, sin embargo, en esos años sentía un vacío. Siempre supo que los autos y el taller no eran lo suyo, por lo que a principios de los '80 se decidió, juntó unos ahorros y viró el rumbo hacia su verdadera vocación.
Pudo alcanzar aquel ansiado objetivo el 13 de noviembre de 1983, cuando estrenó su primera calesita, hecha por sus propias manos. Aquella vez, dice, se dejó llevar por el impulso y se animó a perseguir su mayor anhelo laboral. Se empacó a pesar de algún cuestionamiento familiar y se dio el gusto. Por eso la bautizó El Capricho.
"Cuando vine acá esto era un potrero, al hospital (Santojanni) lo habían demolido y era todo cascote, tierra, yuyo. Hasta tuve que comprar plantas y árboles", recuerda el hombre. El Capricho funcionó en la Plaza Juan Salaberry de Mataderos hasta que en 1990 la mudaron a la Plaza Sudamérica de Villa Lugano. La reemplazó con un carrusel al que llamó Mi Sueño.
Al contrario de la mayoría de los actuales dueños, Miguel Ángel no heredó la pasión por las calesitas. De hecho, el presente lo comenzó a edificar a partir de otro rubro. Trabajó primero en una gomería durante la década del ’70. No le iba mal, sin embargo, en esos años sentía un vacío. Siempre supo que los autos y el taller no eran lo suyo, por lo que a principios de los ’80 se decidió, juntó unos ahorros y viró el rumbo hacia su verdadera vocación
A esa altura, Miguel Ángel ya tenía dos trabajando. Le servía tener más de una para disponer de un respaldo laboral: en 1988 lo habían desalojado y no podía arriesgarse a pasar otra situación similar (algo que efectivamente sucedió, en 1995, cuando la de Mataderos estuvo sin dar vueltas por un poco más de un año).
En 1999, El Capricho pasó a manos de su hijo mayor, Martín, que hoy tiene 38 años. En 2007 le entregaría las llaves de otra calesita (Stella Maris) que adquirió y reacondicionó a su otro hijo, Nicolás, de 29. "Ellos desde chicos siempre venían conmigo. Les gustaba. Después de estar tanto tiempo acá ya ni se subían. A medida que empezaron a crecer, ya de más grandes, me empezaron a ayudar", señala.
El legado también hoy lo sigue Stella Maris, la menor de los tres hermanos, de 22 años. Ella heredó un carrusel restaurado que había sido abandonado en Tapiales. "Me llevó tres años armarlo. Hasta tuve que vender el auto para terminarlo porque fueron momentos económicos de altibajos", contó el padre. La atracción se llamó "Valentino" y abrió sus puertas en abril de 2015. Está instalada en la Plaza María Ana Mogas de Liniers.
"Estoy orgulloso de lo que hice, por ellos, porque si en este país nadie te da una mano no despegás jamás. Entonces ahora cada uno es independiente, está inscripto, con permiso, paga el monotributo, porque esto en definitiva es un comercio más. Ya tienen en cierta manera su economía y aunque no sea una mina de oro, tienen donde ganarse su plata", explica Miguel Ángel.
El hombre tiene dos nietos pero aunque la idea a veces merodee por su cabeza, la continuidad de la tradición familiar será elección de sus hijos.
"A veces pienso tengo que hacer una para ellos. Ganas tengo, pero ya estoy un poco cansado", se sincera. "Cada uno tiene que elegir lo que le gusta, mi papá tuvo la suerte de que a nosotros sí", dice, por su parte, Stella Maris.
Un trabajo contra la corriente
Desde noviembre de 2007 las calesitas son consideradas patrimonio cultural y emblema de la identidad porteña. En Capital Federal hay 56 que sobreviven a los cambios culturales y las crisis económicas. Detrás de los juegos, la música, los animales y vehículos de colores que conforman un mundo de diversión infantil, los dueños viven una realidad bastante opuesta en la que deben enfrentar diferentes escollos.
"En mi época, en mi juventud, a la calesita se subían hasta las parejas. Y los chicos se subían hasta los 15 o 16 años también, porque no había otro tipo de atracción. Después vinieron la televisión a color, la computadora, los juegos de video y hoy estamos con un límite de capacidad reducido. Solo vienen chicos de hasta 7, 8 años", contextualiza Miguel Ángel.
El mantenimiento y la puesta en funcionamiento son tareas que demandan una entrega total. El día de Miguel Ángel comienza bien temprano, antes de las 7 de la mañana. A esa hora limpia los caños de bronce, los juegos, repara alguna rotura. "Empiezo de noche y termino de noche", resume. Así de lunes a lunes. Al igual que el resto de los encargados, solo no trabaja los días de lluvia.
Desde noviembre de 2007 las calesitas son consideradas patrimonio cultural y emblema de la identidad porteña. En Capital Federal hay 56 que sobreviven a los cambios culturales y las crisis económicas. Detrás de los juegos, la música y los animales y vehículos de colores que conforman un mundo de diversión infantil, los dueños viven una realidad bastante opuesta en la que deben enfrentar diferentes escollos
Como todo negocio, los calesiteros deben pagar un canon, la luz, gastos de emergencia médica, seguro, ingresos brutos, monotributo. También una cuota en la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines -de la que Miguel Ángel es vicepresidente-, entidad que nuclea a los dueños de las atracciones y nació con el fin de tener un respaldo legal ante un hipotético problema.
A eso se le suma la recaudación inestable del día a día. "La gente te compra un boleto (cuesta entre $20 y $25), dos, pero no más. Y cuando ves que no rinde y no te podés dar un gusto a veces te dan ganar de tirar todo. Pero hay que aguantar. Son momentos".
"Te tiene que gustar porque a veces esto es imbancable. Es un trabajo medio esclavo en el que tenés que estar siempre, hay que aguantarse días de frío y calor, no podés tomarte unos días de vacaciones y estar tranquilo. Acá hay sentimiento", considera.
Como todo negocio, los calesiteros deben pagar un canon, la luz, gastos de emergencia médica, seguro, ingresos brutos, monotributo. También una cuota en la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines -de la que Miguel Ángel es vicepresidente-, entidad que nuclea a los dueños de las atracciones y nació con el fin de tener un respaldo ante un hipotético problema
Adversidades climáticas, monetarias, la preocupación por el vandalismo, la obligación de trabajar feriados y fines de semana. Las contras del oficio parecen muchas. Pero Stella Maris igualmente rescata lo positivo: "A mí me gusta, es lindo. Nadie me molesta, con la gente vas formando una relación, te saludan, es un clima alegre, acá nadie te va a reclamar nada".
Esa mirada es la misma de cada encargado, de cada dueño. "Esto es un amor, hay que sentirlo", sintetiza Miguel Ángel.
Fotos: Cora Lia Fico
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