María Laura Delgadillo es preparadora vocal de coros y cantante. Comenzó a cantar a los seis años y aún se está formando en el conservatorio de La Plata. Es su vocación. En su infancia, sin embargo, vivió años de silencio. Lo hizo por obligación: se lo impuso Jorge Luis, su padre. "A determinada edad, mi viejo no quería que cantara más, no quería que me expusiera. Yo cantaba principalmente en peñas, en lugares públicos. Cuando tenía 10 años me invitaron al Festival de Cosquín. Él consideró que no era una profesión para una mujer, así que no fui", relató a Infobae.
María Laura Delgadillo es, según su definición, una persona común y corriente, con una familia, un trabajo y el aditivo de haber convivido con el horror: "Soy más una desobediente que la hija de un genocida". Integra el colectivo Historias Desobedientes, un grupo de hombres y mujeres que se unieron para alzar la voz del perdón, hijas e hijos de represores que bregan por la memoria, la verdad y la justicia.
"Era algo que necesitaba hacer, algo que estaba esperando. Me lo debía como persona. Andábamos solos, dispersos, hasta que empezó a cobrar significado hacer cosas juntos. Pudimos haber sido historias dispersas durante el proceso, pero la fuerza del colectivo radica en estar unidos", sintetizó.
No andaba diciendo por la calle que su papá era un genocida. Eso era algo que le daba pudor y rabia. Se propuso ser la historia que falta en el rompecabezas de la memoria: el relato de las personas que vivieron puertas adentro la crueldad, la trastienda del terror. "No lo odio a mi viejo, no tengo sentimientos de odio hacia él -confesó Laura-. Sí repudio lo que hizo. Es muy difícil para nosotros como hijos hablar de nuestros padres, que finalmente fueron los que nos criaron, los que nos mandaron al colegio, los que nos dieron de comer. Pero no puedo perdonar lo que él hizo como ser humano: fue un hecho aberrante, delitos contra la dignidad humana".
Jorge era el padre de seis hijos. Laura es la única de sus hermanos que participa activamente en el colectivo. El resto -dice- no recusa ni condena su causa, solo se mantiene al margen: "Están en proceso de aceptar el tema. A mí me llevó muchos años. Tuve mucha ayuda terapéutica, pude acomodar muchos sentimientos, mucho dolor. Saber que una persona muy cercana a vos había estado relacionada al mecanismo nefasto que fue la dictadura, duele. Y duele mucho".
Su infancia no fue fácil. "Mi padre no era una persona amable por así decirlo", razonó. Recuerda métodos de enseñanza con castigos físicos y penitencias severas, pero los consiente bajo ese paradigma histórico, esos criterios de época. No lo veía mucho. Ella sabía que era comisario o comisario inspector de la policía bonaerense, pero no más. Él llegaba de su trabajo, al que iba sin uniforme de policía, de noche cuando sus hijos dormían. Su relación era de domingo, cuando su madre, Nélida Fernández, estaba de guardia en el Hospital de Niños. Los levantaba a las 7:30 de la mañana: "Se hacía cargo de nosotros, nos vestía y nos mandaba a misa. Me peinaba y me dolía. Me ponía el gel que él usaba y las colitas se me quedaban duras cuando me sacaba el moñito. No tenía idea cómo tratar a un chico".
Tuve mucha ayuda terapéutica, pude acomodar muchos sentimientos, mucho dolor. Saber que una persona muy cercana a vos había estado relacionada al mecanismo nefasto que fue la dictadura, duele. Y duele mucho
Una vez lo encontró saliendo de un edificio, pero tampoco sabía cuál era su lugar de trabajo. Supo que fue custodio del vicegobernador bonaerense Victorio Calabró antes del golpe y que la noche del 23 de marzo de 1976 un oficial vestido de policía tocó la puerta de su casa. Pedía por su padre. Alcanzó a distinguir un auto de asalto en la calle, divisó adentro siluetas de personas sentadas y enfrentadas con armas largas y chalecos. Cuando su padre salió, se puso un chaleco y se sentó en el interior del vehículo. Esa noche Jorge tuvo que trabajar: no durmió en casa.
María Laura Delgadillo crecía. Participaba en un grupo scout de la parroquia Nuestra Señora de la Victoria. Era una adolescente cuando ya percibía tensión política en su casa: Nélida y Jorge, que se habían conocido en la facultad estudiando medicina, tenían discrepancias ideológicas. Ella era del Partido Intransigente y él -cuenta su hija- "tenía una postura cerrada, más castrense, más militar, era antisemita y tampoco le gustaba la gente de color".
La confrontación aumentó sin paz, las diferencias eran incurables. A fines de 1977, su madre quiso escapar del horror. Evidentemente sabía algo que no podía asimilar e intentó suicidarse. "Fue muy dramático. Era plena dictadura y ella entró de noche en el Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell porque quería que la mataran. El chico que estaba de guardia se asustó y, por suerte, disparó para cualquiera lado. Cuando la tuvo enfrente, le dio un culatazo y le rompió la clavícula".
Laura vivió engañada muchos años. Al tiempo se enteró por amigos de la familia que lo de su madre había sido un intento de suicidio y no un accidente fortuito.
A fines de 1977, su madre quiso escapar del horror. Evidentemente sabía algo que no podía asimilar e intentó suicidarse
Hoy conserva pocas fotos de su familia. Muchas pertenencias y recuerdos fueron incinerados. Su madre ya había calcinado unos artículos que su padre había llevado a su casa: había un reloj de pared, un cuadro, una caja de música, ropa y un microscopio de juguete. Ese día discutieron a gritos. Los seis hermanos tenían prohibido tocar los regalos: era orden de su madre. Nadie preguntó cuál era la procedencia de los objetos. "¿Para qué íbamos a preguntar? Se hacía lo que ellos decían", adujo.
La vez que Nélida, borracha, decidió prender fuego todo, ella pudo rescatar el microscopio. Años después, se lo llevó a Chicha Mariani, activista de derechos humanos, fundadora y segunda presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, quien murió el 25 de agosto de 2018 a los 95 años sin haber encontrado a su nieta apropiada por militares. Lo devolvió pensando que tal vez ese microscopio reparaba una ausencia, una pérdida, un recuerdo.
Por aquel entonces, Laura tenía 17 años y paría el despertar de una revelación. En su casa se hablaba poco de lo que pasaba en las calles, pero a sus oídos llegaban los coletazos, los discursos de terrorismo, los ruidos de bombas.
"Yo me di cuenta que la cosa era distinta cuando desapareció mi tía en el '77". Su tía, María Ilda Delgadillo, era hermana de su padre, Jorge Luis Delgadillo, el policía represor. Su desaparición fue una epifanía: la confirmación de una presunción que, inconscientemente, Laura negaba. La secuestraron de la puerta de su casa a las dos de la mañana del lunes 22 de agosto de 1977 junto con su compañero, César San Emeterio. Los vecinos escucharon los ruidos, los gritos de espanto, y llamaron a la policía. Pero no: la zona había sido liberada.
Ilda era partera en la unidad penitenciaria número ocho, ubicada al lado de la Cárcel de Olmos y a metros de La Cacha, un centro clandestino de detención situado entre las calles 191, 196, 47 y 52, contiguo al penal. Allí atendían a las detenidas embarazadas. Un día, en sus horas de guardia, recibió a una mujer: estaba encapuchada y a punto de parir. Le quitó la capucha, la vio y le hizo trabajos de parto. Nacieron dos hijos de la desaparecida María Rosa Tolosa: se llamaron Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa y fueron apropiados por el comisario y represor Samuel Miara; hoy son dos nietos recuperados.
Ilda había sido cómplice involuntaria de una ingeniera de exterminio y crueldad. Un grupo de abuelas la interceptaron en la Plaza Moreno cuando esperaba el colectivo 307 que la llevaba a la cárcel de Olmos. La reconocieron porque tenía una chaquetilla. Las mujeres, desesperadas, le hablaron hasta conmoverla. Sin saber que iba a ser su sentencia de muerte, accedió a brindarle información: les dijo que habían nacido dos varones mellizos y entregó características de la madre. Laura, su sobrina, contó el desenlace: "A los pocos días, un amigo le dijo que la habían marcado, que se fuera porque iba a ser boleta. Se estaba preparando para irse del país cuando la secuestraron".
“Mi tía siempre decía orgullosa ‘estas manos traen vida'”, afirmó Laura. A Ilda la secuestraron por brindar información del parto de una desaparecida
Recién en 2008 supo dónde terminó su tía. Sus restos aparecieron en el cementerio de La Plata. Había ingresado como NN un mes después de su desaparición. Sus propios compañeros del Servicio Penitenciario Bonaerense la habían vendido. Pero quien se preocupó por ella fue Jorge, su hermano genocida. Hubo movilización familiar y reuniones encubiertas con los padres de San Emeterio. Jorge presentó un habeas corpus por Ilda. La apelación de una institución jurídica como mecanismo de amparo ante arrestos y detenciones arbitrarias presentada por un policía en época de dictadura era improcedente. Lo amenazaron de muerte a él y a sus hijos. En 1978, poco tiempo después, le dieron el retiro voluntario. Él lo entendió como una deshonra a sus servicios.
"Mi viejo era muy rotundo, no le gustaba hablar de su pasado. Me costaba muchísimo enfrentarlo, eran temas delicados. Le hacía preguntas leves, no muy profundas. Él me dijo que sabía quiénes habían matado a su hermana, en La Cacha. Eran charlas muy tensas, nunca lo pude confrontar como me hubiese gustado. Y cuando estuve preparada para hacerlo, sufrió una cuadriplejia", relató Laura. Jorge vivió su ocaso postrado en una cama, consciente y cuadripléjico. La condena física se extendió por diez años. Murió en 1999.
Laura se hizo una desobediente: fue una construcción con sostén terapéutico. En su proceso de absorción de la verdad, vivió etapas de negación y de presunta indiferencia hasta que se involucró en el colectivo. Ahora está desenmarañando la historia de su padre. Quiere saber cuál fue su participación en el plan sistemático de desaparición de personas bajo la tutela de un gobierno atroz. Sus deducciones la llevan a pensar que él sabía lo que pasaba, sabía lo que le hacían a las personas que detenía. "Todo eso, por momentos, me sigue haciendo mal", reconoció, compungida.
El domingo 24 de marzo participará de las marchas por el Día de la Memoria. El año pasado también se movilizaron: “Una de las cosas que más me conmovió fue que la gente se paraba a aplaudirnos, nos abrazaban, nos besaban, se nos colgaban del cuello. Pero no lo hacemos para que nos festejen, es la postura ética que tenemos que tener para no ser cómplices”
Pero no lo odia. Tampoco lo perdona. "Creo que envejeció con culpa, que se arrepintió. Obvio que hubiese sido mejor que no haya hecho lo que hizo, pero no puedo guardarle rencor porque sus últimos años realmente fueron miserables. Cuando iba a visitarlo, pedía que le cantara y lloraba". El mismo hombre que a los seis años le prohibió cantar porque no era algo que debía hacer una mujer. Es el ciclo de una historia de desobediencia.
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