Fue la tercera esposa de Perón. Y el destino la llevó a ocupar la presidencia de la Nación, desde el primero de julio de 1974 hasta el 24 de marzo de 1976. Su nombre y apellido de nacimiento es María Estela Martínez Cartas. Con el tiempo, en su documento, pasó a ser María Estela Martínez de Perón. Pero para todo el mundo fue Isabel Perón. O Isabelita.
Estuvo presa desde 1976 hasta 1981. Los últimos tiempos en la quinta de San Vicente, antes en la base naval de Azul y al principio de su cautiverio en El Messidor, una residencia ubicada en Villa La Angostura, en la provincia de Neuquén. El período de El Messidor fue el más duro para ella. Según me contó quien fuera su abogado, el doctor Juan Labaqué, en dos oportunidades la sometieron a la afrenta de raparla, con la excusa de que tenía piojos.
También en esa etapa de su detención se urdió la habladuría de que tenía un romance con uno de los encargados de vigilancia. En cambio, según aseguró Labaque, la verdad era otra:
– Era un muchacho joven, un gendarme… Muy peronista, él y también la esposa… Y la chica le cocinaba a Isabel, le hacía unos postres… y él se los llevaba, de parte de la esposa… No hubo ningún romance, eso fue una difamación…
Cuando Isabel quedó en libertad, regresó a Madrid, donde ella había vivido con Perón en la residencia "17 de octubre" de la elegante zona de Puerta de Hierro. Y posteriormente se mudó a un departamento en la calle Moreto 3, a metros de la Iglesia San Jerónimo el Real, conocida popularmente como Los Jerónimos. Ese departamento se hizo célebre en su época porque en la puerta de calle terminaban todos los ramos de flores que le llevaban a Isabel los dirigentes peronistas, a los que nunca atendió y de quienes rechazaba esos coloridos regalos. Uno de los desairados fue quien luego llegaría a la presidencia, el doctor Carlos Menem.
La trayectoria de Isabel siempre me pareció fascinante, al margen de la valoración histórica que se pueda tener de ella. Nació en la provincia de La Rioja y se crió en la calle Migueletes 789, muy cerca del hipódromo de Palermo. Se alejó de su familia siendo adoptada a los 17 años por un matrimonio de espiritistas. Tenía vocación por la danza y poco después consiguió su primer trabajo como integrante de un ballet folklórico. En 1953 pasó a una compañía de bailes españoles, género que en esa época era muy popular en Argentina, como consecuencía de la gran cantidad de inmigrantes que habían llegado del otro lado del Atlántico. Un empresario le ofreció participar de una gira por varios países de América, comenzando por Uruguay. Y ya no volvería a su casa. Siguió a Chile, a Perú y a Ecuador. Estuvo en Colombia. Y finalmente llegó a Panamá, donde conoció a Perón, que estaba allí exiliado, luego de haber sido derrocado pocos meses antes.
Con respecto al momento y la situación en que Perón e Isabel se conocieron, hay muchas, muchísimas versiones. Desde las más benévolas hasta las más escandalosas. Despectivas o angelicales, se contradicen en casi todo, menos en algo: desde ese momento, Isabel no se separó más de Perón. Muchas veces se supuso que en realidad Isabel era una espía, puesta por la CIA en el camino de Perón. La suposición se multiplicó, cambiando la presunta pertenencia a las más diversas organizaciones secretas. Nada de todo eso disminuyó jamás mi curiosidad. ¡Más aún, la robusteció!
Juan Labaké, que como dijimos fue abogado de Isabel, me sorprendió una noche ante los micrófonos de Radio El Mundo, cuando me dijo: "Eso de que se conocieron en Panamá no es cierto… Ellos ya se conocían de antes, cuando Perón todavía era presidente y ella fue a bailar con un grupo folklórico a la residencia de Olivos".
La certidumbre es un objetivo riesgoso, sobretodo cuando los testimonios -además de ser opuestostienen el peso específico de quienes los ofrecen.
Nada menos que Jorge Antonio me contó esto, que recuerdo textualmente: "Estábamos almorzando en el departamento de Perón, en Caracas… Isabel comía sola en la cocina. Y yo le dije a Perón "general, dígale a Isabel que venga a comer con nosotros". Y desde ese día, siempre compartió la mesa con él…"
Este presunto gesto de generosidad no fue retribuído años después, cuando Isabel y López Rega prohibieron la presencia de Jorge Antonio en Puerta de Hierro, la casa cuya construcción se había solventado precisamente con el dinero del introductor de Mercedes Benz en la Argentina. Pero en definitiva, y sin abrir juicios de valor, la parábola de esa mujer es apasionante. En su momento, fue muy resistida por personas indiscutiblemente ligadas a la mejor historia del peronismo. Así lo cita Marta Cíchero en su libro "Cartas peligrosas", cuando reproduce estas líneas que Arturo Jauretche le escribió al padre Hernán Benítez, el confesor de Evita: "Usted y yo hemos sabido que este hombre fue toda su vida de costumbres morigeradas y ahora parece vinculado íntimamente a una dama de muy baja extracción moral y públicamente. Esto me preocupa, pues no son inventos."
Sea como fuere, Isabel llegó a ser vicepresidenta y luego presidenta de la Nación. Derrocada, detenida y exiliada. Y finalmente alejada de toda actividad política. En esa situación, al margen de la vida pública y partidaria, estaba en 1996. Salía poco de su departamento de Moreto. Y era absolutamente inaccesible para el periodismo. Ni soñar con hacerle un reportaje… O sí, por qué no. Yo estaba en Madrid, de vacaciones. En Buenos Aires, mi compañero Gabriel Galar -gran locutor- me cubría y hacía mi programa en FM Aspen. Pero aún fuera del aire, llevaba siempre en el bolsillo mi pequeño grabador. Y empecé a dar vueltas por la casa de Isabel.
Era una esquina de esas en las que una columna sostiene el cuerpo del edificio de cinco pisos. La entrada principal estaba bajo el hueco que dejaba esa saliente. Pared de ladrillo a la vista barnizado, friso de mayólica. Un par de farolas, un seto de ligustrinas. Sobre la línea de edificación, por Moreto, la cochera y la entrada de servicio. Por la otra calle de la esquina, Academia, un restaurant. Según me cuentan, hoy allí se come un riquísimo "arroz del señorito".
¿Isabel andaba por el barrio? Poco, muy poco. A veces se la veía cruzar a la iglesia. Encontrarla por la calle iba a ser una casualidad. Y yo no pensaba montar guardia allí las 24 horas. Entonces caminé por la vereda, en diferentes horarios, un par de días. Me dejé ver por el encargado, un día lo miré, otra vez le sonreí, hasta que lo saludé. Luego me acerqué y en cuanto abrí la boca me dijo: "Tú eres argentino, ¿eh?" "Sí, claro", contesté. Y empecé a hablar sin parar, mezclando a mi abuela madrileña con Di Stéfano, a la avenida de Mayo con el diccionario de la Real Academia, y a mi trabajo que peligraba si yo no lograba una entrevista con la señora…
"Esa mujer, le dije, a la que el pueblo respeta mucho en mi tierra… A la que los políticos han tratado tan mal… ¿Cómo está ella, tú la ves bien?" Metí el "tú" para buscar la empatía con un muchacho que -Dios bendito- tenía muchas ganas de hablar. Y me contó que Isabel no salía, pero que tenía una empleada que era la que hacía las compras y las diligencias.
– ¿La que sacaba los ramos de flores a la calle?
– ¡¡¡Esa misma!!!… Ya la verás tú por aquí…
Y la vi. El portero me la marcó con un gesto. Me acerqué, la saludé. ¡No abrió la boca! Apuró el paso y se fue. Al día siguiente, compré un ramito de flores en el Paseo del Prado, que estaba a un par de cuadras.
– Sé que no corresponde, pero quiero ofrecerte este pequeño regalo como prueba de gratitud porque eres la persona que colabora con mi presidenta, una gran mujer a la que nosotros, los del pueblo, no hemos olvidado…
Siento decepcionar a las grandes universidades de periodismo que hoy marcan el rumbo de esta actividad, porque quizás mi procedimiento contradiga sus estrictos planes de estudio. Pero debo decirles que surtió efecto. Frenó, miró, sonrió. Habló: "Muchas gracias a tí, disculpa, no puedo detenerme. Pero al día siguiente, otro ramito de flores me dio la gran chance:
– Gracias por dejarme caminar a tu lado. No quiero comprometerte, pero creo que comprenderás como compañera trabajadora que sólo deseo ver a mi presidenta para ella sepa que quienes nos ganamos el pan cada día la respetamos por todo lo que ha hecho por nosotros…
En la larga lista de cosas por las que tengo que pedir el perdón celestial, no sólo figura esta sobreactuación. ¡También incluyan que me olvidé cómo se llamaba esta españolita! Ella llevaba una canasta de mimbre. Le pregunté si le gustaba el cine y en el momento que me contestaba ya estaba aliviándola del peso: "Te llevo la bolsa y te acompaño hasta el departamento, para que estés más cómoda".
Cuando el portero me vio entrar con la chica al edificio, me pareció escuchar una ovación como las que Nicolino Locche despertaba en el Luna Park. Ascensor de servicio. Cuarto piso, me fijé. El gran Alberto Migré pudo haber encontrado inspiración en el breve trayecto. Llegamos. Ella abrió y entramos a la cocina. Mientras yo dejaba el canasto en una mesa, verificaba que en el bolsillo mi grabador estuviera encendido y en pausa, listo para grabar. Ella atravesó una puerta batiente, y entró al living. Tuve tiempo para mirar. Ambiente luminoso, grande, con muchas alacenas sobre la mesada. En la heladera, fijado con un imán, un recibo de la cámara frigorífica donde "la señora Perón" había dejado sus pieles.
Primero escuché, muy baja, la voz de la españolita. Luego, un silencio. Enseguida, la inconfundible voz de Isabel Martínez de Perón, Isabelita, dando un grito. Otro silencio. Enseguida, un cambio de palabras que no alcancé a distinguir, pero que comencé a imaginar cuando una voz masculina se agregó al murmullo que venía de adentro. Un par de segundos después, por la misma puerta, entró a la cocina un hombre. De traje negro, camisa blanca, corbata oscura. Alto, no demasiado corpulento. Más que erguido, recto. Parecía que su nuca era una continuación de la espalda.
En dos pasos, rodeó la mesa y se acercó. No se lo veía nervioso ni agitado. Eso me aterró, porque se me cruzaron todas las imágenes de los agentes secretos de Europa Central que te matan con el canto de la mano, o que sacan un puñalito envenenado de la manga del saco. Su cara parecía ser todo perfil, sin expresión, la nariz ruda, una breve línea la boca.
-Tiene que salir de aquí.
No gritó, no movió los brazos. Tampoco me preguntó quién era ni qué hacía en ese lugar, ni cómo había entrado. Tampoco le pareció necesario agregar un adverbio, como por ejemplo "inmediatamente". Lo dijo una sola vez. Pero desde entonces esa frase repica en mi memoria: "Tiene que salir de aquí". Bajé, salí a la calle, apagué el grabador que tenía en el bolsillo. Dicen que al rato, la españolita volvió a tirar un ramo de flores a la vereda.
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