-Vi un poco El Marginal, una o dos veces… ¿Qué querés que te diga? – dice Leo Sosa y se queda un momento en silencio.
Bebe un trago de gaseosa del vaso largo y angosto hasta dejarlo por la mitad. Es mediodía y la pizzería de Florencio Varela de menú llamativamente barato no tiene aire acondicionado. En las mesas de afuera -donde finalmente transcurre la charla con Infobae – no se está mejor, porque aunque corre una brisa tibia, el aire trae los gases de los camiones y colectivos que no dejan de pasar por el Camino General Belgrano. Por momentos, el ruido de los motores ahoga las palabras.
Leo Sosa tiene 37 años y hace cuatro años y medio que está en libertad. Nació y creció en la Villa Los Álamos, de Quilmes. A los 20 ya estaba preso por robo a mano armada, aunque salió en poco más de un año porque el revólver que usó no funcionaba y eso fue un atenuante. Dice que en ese año y medio detrás de las rejas se hizo más delincuente que antes, que la cárcel esa vez lo perfeccionó y que cuando salió empezó a robar de otra manera, más "estudiada", pero que volvió a caer.
Cuenta que esa segunda vez le tiraron 7 años y medio por la cabeza -también por robo a mano armada-, que se hizo duro y que al principio se metía en cuanto quilombo había en la cárcel.
A medida que avanza en el relato, hasta se lo puede imaginar como "Diosito", el personaje que encarna Nicolás Furtado y que es una de las figuras fuertes de la segunda temporada de El Marginal, pero esa comparación desaparece porque Leo Sosa dice que, cuando ya promediaba la condena, empezó a estudiar casi por casualidad y que ahí, en la lucha junto a otros presos por defender ese y otros derechos, se le dio vuelta la cabeza.
Hoy trabaja en una cooperativa de ex detenidos, Reciclando vidas, avanza lento pero seguro en la carrera de periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, milita en La Cámpora -fue candidato a concejal en las últimas elecciones-, y fue el creador de Los Gloriosos de Villa Angélica, un equipo de hockey femenino cuya cancha empezó a construir un día con sus propias manos despejando un basural.
Las series tumberas y la cárcel real
Quizás por eso, la pregunta sobre El Marginal lo sorprende, lo hace evocar algo lejano.
-Una vez que uno pasa por la cárcel, esos programas, qué se yo, no te van. Lo que sí sé, por los pibes que salen y vienen a la cooperativa, es que adentro la mayoría miraba Tumberos, El Marginal, El Puntero, porque se sienten relejados, porque sienten que son ellos. Porque tienen el personaje del delincuente adentro – dice.
Hace otra pausa y sigue, mientras juega con el vaso de gaseosa. Habla de sí mismo, de su pasado, para explicar por qué les gusta.
-Yo no fui a chorear porque necesitaba darle de comer a mi hermano o a mi mamá. Yo fui a chorear porque pensaba que de esa manera encontraba mi lugar en el mundo, sentía que tenía un lugar en el mundo, que era lo que me correspondía. Una cosa como: voy a ser yo contra todos, qué carajo me importa. Con un arma y los huevos necesarios llegás a dónde querés – explica.
Evoca sobre todo los primeros tres años y medio de su segunda condena, donde fue de quilombo en quilombo dentro de la cárcel.
-En total pasé casi por 24 cárceles durante toda la condena. Primero me cambiaban por peleas. Al principio era muy violento, peleaba mucho o me juntaba con los más quilomberos. Hubo una pelea donde casi me matan. Ahí murieron dos pibes peleando, en la U31 de Varela. Yo salía con una pelea de una cárcel, la 43, donde tomé a un penitenciario como rehén y me hicieron una causa interna, me llevaron a la 31 y ahí hubo dos muertos. Entonces, después de cagarme a palos, que me dieron tanto que quedé mormoso, salí de traslado a General Alvear. Llevaba casi la mitad de la condena, pero ahí cambió todo – dice.
Un "buzón", los pájaros y el cambio
-¿Por qué decís que cambió todo? – le pregunta Infobae.
-Apenas llegué a la cárcel de General Alvear me metieron en un buzón. Pensé que la iba a pasar muy mal, porque había tomado a un penitenciario como rehén y eso no se perdona. Bueno, llegué casi de noche y me metieron en el buzón. Me desperté con el cantar de unos pájaros, no sé si serían gaviotas. Eso me hizo acordar a mi infancia en la Villa, que estaba cerca de una laguna, donde iba a pescar, y también a lo que soñaba que quería ser cuando era chico, que no era ser delincuente. Voy a dejar de hacerme el loquito, pensé. Yo no me quiero morir acá. Pensaba eso, pero no sabía cómo hacer – cuenta.
Dice también que en eso tuvo suerte, porque con sus antecedentes lo iban a poner en un pabellón de quilomberos y que ahí es muy difícil esquivar los problemas. Sin embargo, otro preso, un pibe que había conocido en la cárcel de Varela y que estaba estudiando y trabajando en la limpieza le tiró un cable que lo salvó.
-En la cárcel, un quilombo llama a otro, y ese a otro y así llegás a estar en un quilombo grande como estaba yo. Pero al rato de despertarme me vino a ver este pibe, que se había enterado de que yo estaba ahí, y me dice: "Yo te voy a pedir, pero tenés que estudiar acá". Le dije que sí, que me pidiera y me llamó el director del penal. Me dijo que yo no me merecía ir al pabellón donde estudiaban, pero que me habían pedido y que me iba a dar una oportunidad. También me dijo que al primer quilombo en que me metiera iba todo para atrás. A mí me faltaba poco para terminar el secundario y agarré. Lo terminé en un año y empecé a estudiar, primero Derecho y después Periodismo, porque me di cuenta de que ser abogado no era lo mío – explica.
De quilombero a conflictivo
Estudiar con otros presos le cambió la cabeza pero también lo metió en otros problemas, diferentes. El cambio tuvo que ver con romper con ese individualismo de "yo solo contra el mundo" a través no sólo del estudio compartido sino también por las luchas colectivas de los presos que estudian por defender su derecho a hacerlo y, de ahí, otros derechos. Ya no se metía en "quilombos", pero las luchas colectivas le generaron "problemas".
-Cuando empecé a estudiar también empecé a luchar contra el sistema. Tenés derecho a estudiar, pero en la cárcel siempre te ponen trabas. Entonces tenés que pelearla para que te dejen. Pasé de ser quilombero a conflictivo, por razones completamente diferentes. El conflicto era luchar por los derechos de todos. Me empiezan a cambiar de cárceles por eso. Movimientos de penal en penal, pero ya dentro del armado universitario, con luchas, con huelgas de hambre… – dice.
Cuando salió, siguió estudiando. Hoy tiene 18 materias aprobadas en la Facultad de Periodismo de la UNLP y está seguro de que se va a recibir.
Crear desde un basural
La vuelta a la calle no fue fácil. Se fue a vivir con su madre y, al principio, casi no salía de su casa. Era como si siguiera preso.
-No me daba cuenta, pero ni asomaba la nariz a la calle. El primer mes fue así. No trabajaba y mi vieja me daba dos pesos, pero yo ni siquiera los gastaba porque no salía. Un día me animé y me fui caminando hacia donde me acordaba que había un campito donde había jugado al fútbol. Cuando llegué no lo podía creer: era un basural enorme, un Ceamse, de tanta porquería que había. Pero también "vi" otra cosa, no sé bien por qué, pero se me ocurrió que lo podía limpiar. Y empecé, primero solo, y después con otra gente. Queríamos recuperar el campito, que allí se pudiera ir a jugar a la pelota, que los pibes pudieran juntarse, que fuera un lugar para la gente – cuenta.
Al mismo tiempo que limpiaba el campito también empezó a trabajar. Lavó autos, hizo changas en el mercado, fue peón vaciando containers en Retiro y finalmente hizo trabajos de jardinería y aprendió el oficio, hasta que, en el marco de Reciclando vidas, armó una cooperativa. Hoy también hace trabajos de reciclado de plásticos y cartón.
También tuvo que resistir propuestas que lo llevarían al pasado.
-Otros pibes que habían estado en la cárcel me venían a buscar para salir a robar. Les decía que no, una y otra vez, hasta que dejaron de venir. Ni loco volvía al pasado. Hoy soy un laburante – dice.
Los padres y la política
También se empezó a interesar por la política, algo que creía que nunca le iba a pasar, porque siempre le había causado rechazo.
-No me gustaba la política. Mi papá y mi mamá habían sido militantes peronistas y para mí fue una mala experiencia. Los dos trabajaban: mi papá en la Municipalidad y mi mamá en limpieza, pero la plata no alcanzaba nunca en casa y yo le echaba la culpa de eso a la política. Pensaba que para qué eran solidarios si la gente no se lo merecía – explica.
Pero la experiencia de las luchas colectivas en la cárcel y luego el trabajo solidario en la cooperativa de ex detenidos hizo que mirara la política de otra manera. Quizás por la tradición peronista de su familia, se incorporó a La Cámpora. Y desde esa militancia política descubrió el deporte como herramienta de inclusión social.
Los Gloriosos de Villa Angélica
El lugar fue ese basural que ya había transformado – junto con otros vecinos y militantes– en un campito. Ahí nació el club de hockey social Los Gloriosos de Villa Angélica. Y se armó el equipo de hockey femenino que participa en la Liga de Hockey Social.
-Formamos el club en el basural. Empezamos con tres nenas de 7 y 8 años y hoy tenemos casi 50 en el barrio, y a nivel Varela, como liga, 240 jugadoras, que este año se suman otras 100 más. Entonces armamos la liga. Lo del hockey era un proyecto de Cristina Fernández, de romper un juego de elite y trasladarlo a los barrios. Al principio recibimos una donación de palos de La Cámpora, pero hoy ya los compran los padres.
-¿Cómo es tu trabajo ahí? – pregunta Infobae.
-Es un trabajo de contención, pedagógica, de acompañamiento, de formación de la persona. El hockey, más para las nenas, marcó un espacio de pertenencia propio, porque no tenían nada. Yo no me había dado cuenta. Los pibes tenían el fútbol, ellas no. Tiene que ver también con esto de la corriente de género, de igualdad -responde.
El estigma que no se borra
Leo Sosa termina la gaseosa y dice que hoy se siente un laburante, que sabe que nunca más va a cometer un delito, que quiere terminar de construirse la casa arriba de la de su madre para vivir con su compañera. Pero también dice que la cárcel no se borra nunca, que cuando alguien estuvo preso queda marcado. Sobre todo por la mirada de los demás.
Cuenta que esa mirada sigue siendo un obstáculo que tiene que vencer cada vez que se propone hacer algo. Y explica que cuando empezó con la limpieza del basural para hacer el campito donde hoy está el club con su cancha de hockey, lo miraban con desconfianza y que se daba cuenta de que esa desconfianza nacía de su pasado.
-Pensaban que era un pesado que había salido de la cárcel y que me iba a hacer dueño de eso. En la política lo mismo, tuve que vencer los prejuicios de muchos compañeros en la militancia, me hacían sentir diferente. Y es todos los días: me doy cuenta de que cuando me compro una motito con mi laburo o me traen ladrillos para seguir construyendo mi casa, hay vecinos que piensan que puedo hacerlo porque estoy robando o porque me puse a vender droga. Es difícil eso. Pero yo los miro de frente porque tengo la conciencia tranquila. Estoy orgulloso de ser un laburante, de lo que hago en el club, de la militancia – cuenta.
Como si hubiera dado una vuelta entera sobre sí misma, la charla vuelve al principio y retoma el tema de las series tumberas, porque también tienen que ver con lo que acaba de decir.
-Porque las series también hacen eso -dice Leo Sosa -. Dan una imagen a la sociedad que termina por criminalizar todavía más a los detenidos. Los muestra como si ellos manejaran la cárcel, vivieran haciendo trampas y negocios, se la pasaran cogiendo todo el día… Pero, claro, la culpa no la tienen las series. Lo que hacen estas series es trabajar sobre los prejuicios que tiene la sociedad.
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