El torso del muchacho asoma de una de las ventanas del piso superior del chalet del barrio de Flores. Le falta el aire. Descalzo, intenta pararse sobre el macetero de su balcón, pero el fuego ya alcanzó las plantas y los pies le queman. Es de madrugada y, a sus espaldas, la casa entera arde. Pocos minutos antes, un hombre regó la casa y hasta la vereda con combustible.
Es 17 de febrero de 1994 y Matías Bagnato logra escapar del fuego. Aún no lo sabe, pero ya está solo: sus padres José y Alicia, sus hermanos Fernando, de 14 años y Alejandro de 9, también Nicolás, el amiguito que se había quedado a dormir, están muertos.
La noche del 16 de febrero los Bagnato habían visto cómo su equipo, San Lorenzo, le ganaba a Independiente un partido por la copa de verano. La tele se apagó luego de los goles del diablo Monserrat y Luifa Artime. Prontos a dormir, subieron a los dormitorios. La abuela, que habitualmente dormía con Alejandro, estaba en Necochea. Su amiguito, Nicolás, aprovecharía su cama.
Antes de acostarse Matías fumó a escondidas en el baño. Su mamá olió el cigarrillo y le gritó desde la cama: "¡Matías, ¿qué es ese olor?!"
-"Es el desodorante que tiré en el baño", le dije desde la puerta de su cuarto. Fue la última vez que los vi", dice Matías Bagnato 25 años después a Infobae.
Unas horas más tarde, Fructuoso Álvarez González, esposo de la prima de su mamá, prendía fuego la casa.
José Bagnato tenía una fábrica de zapatillas y el negocio no andaba nada bien el último tiempo; con la apertura comercial que propuso el presidente Carlos Menem llovían zapatillas del exterior. Acorralado, José pensó en dejar de fabricar y sólo distribuir calzado.
El sábado de 1993 que Alejandro, el más chico de la familia, tomó la comunión, José soltó el tema en la mesa familiar. Fue después de la iglesia en el festejo que hicieron junto a la familia en su casa, en el chalet de la calle Baldomero Fernández Moreno. Fructuoso, a quien llamaban Cacho, estaba sentado a la mesa. No era la primera vez: habían celebrado muchas fiestas juntos, vacacionado juntos y Alicia era la madrina de su hija. "¿Estás loco? ¿Cuánto es lo que te está faltando? El lunes voy y lo hablamos", le dijo a José. Cacho tenía dinero: era dueño de agencias de automóviles y salas de videojuegos.
-Ese lunes, cuando mi viejo llegó a casa a la noche, le dijo a mi mamá: "Vino Cacho, a Cacho lo mandó Dios". No me olvido más de esa frase.
José y Cacho se hicieron socios. Cacho aportaba el efectivo que sacaría del ahogo a José y se cobraría el préstamo en cheques. La sociedad duró poco: Cacho pedía un interés mensual que no se había charlado; decía que José le debía cientos de miles de dólares. Para José no eran más de 40 mil.
Una tarde Cacho llamó a Norma, la mamá de Alicia. Le pidió que fuera a su casa para charlar, le dijo que él quería mucho a su hija y su yerno, que quería arreglar las cosas. Norma accedió. Una vez que se sentó en el living, él le arrimó un escrito: era un poder que pretendía que firmara. Norma era la dueña de la propiedad en la que funcionaba la fábrica.
La abuela se negó. Cacho la tomó del pelo y comenzó a golpearla. De su bolsillo sacó un papel con cocaína y la obligó a aspirar. Se bajó los pantalones y mientras le frotaba el pene por la cara, su esposa llamó a Alicia desde la planta alta de la casa.
Alicia y José llegaron junto con la policía: habían hecho la denuncia apenas recibieron el llamado. Cuando llegaron a la casa, Cacho había escapado por los techos.
-¿Sabés quién es? Le dijo un policía a otro-, El dueño de Casandra.
Casandra era un prostíbulo, sauna, como le decían.
Era octubre de 1993 y Fructuoso Álvarez González tenía una denuncia en la comisaría 38. Fue entonces que comenzaron las llamadas por la madrugada. A veces atendía José, otras Alicia. Del otro lado de la línea, el que hablaba siempre era Cacho. Los amenazaba y les cortaba. Al rato volvía a llamar para pedir disculpas.
Ese lunes, cuando mi viejo llegó a casa a la noche, le dijo a mi mamá: “Vino Cacho, a Cacho lo mandó Dios”. No me olvido más de esa frase
Luego empezó a llamar por las tardes, cuando los chicos estaban en la casa solos. A pesar de que cambiaba la voz, "hacía ruidos, respiraba, hacía como la de un monstruo", Fernando y Matías sabían que era Cacho.
La madrugada del 17 de febrero de 1994 Matías despertó con la sensación de tener "una madera atravesada en la garganta". Doblado, con medio cuerpo sobre la ventana, Matías vió sobre la calle a Norberto, su vecino. "¡Matías, tirate, prendieron fuego la casa!", le gritaba. La voz de Norberto se confundía con el ruido que venía del cuarto contiguo. Como un soplete gigante, una llama azul bramaba desde la habitación de su hermano Fernando.
Aún un tanto dormido, vio que por debajo de la puerta de su cuarto se colaba una luz. "¡Esperá que mis viejos están despiertos!", le gritó a Norberto.
Tomó aire, se quitó la remera, se tapó la boca con ella y abrió la puerta. No pudo avanzar: cuando logró abrirla una lengua de fuego entró a la habitación. Matías gritó que no se preocuparan por él, que podía salir por la ventana.
–Cuando miré para abajo vi que había fuego hasta la mitad de la calle. El fue a matar. Conocía la casa a la perfección: sabía que la habitación de Fernando y la mía eran las únicas que no tenían rejas.
No recuerda cómo fue que bajó. Lo que sabe lo reconstruyó a partir del relato de sus vecinos. Hubo una escalera, una terraza lindera, un policía, otro vecino. Tampoco recuerda haber pateado los autos estacionados: los bomberos le impidieron entrar a la casa. Una vez afuera, Matías quiso entrar a salvar a sus hermanos. A Fernando lo había escuchado: "¡Me quemo, me quemo!".
Luego empezó a llamar por las tardes, cuando los chicos estaban en la casa solos. A pesar de que cambiaba la voz, hacía ruidos, respiraba, hacía como la de un monstruo
Ya en el hospital, un policía le preguntó si sospechaba de alguien. Con los labios negros por el humo, sin cejas, sin pelo, Matías respondió: "Fue Cacho".
Seis horas les llevó a los bomberos apagar el fuego. Las pericias determinaron que hubo cinco focos de incendio: tres en la planta alta y dos en planta baja. Cacho había entrado.
Norberto fue el testigo que declaró haberlo visto esa madrugada. Tenía una pizzería y terminaba tarde de trabajar. Como su esposa era asmática, no fumaba dentro de la casa. Esa madrugada, a las 3.30, estaba en la vereda, sobre la calle Pumacahua, cuando vio un Renault Fuego que pasaba muy despacio. Como le dio miedo, decidió meterse y mirar por la ventana. El auto se fue pero regresó a los cinco minutos. En ese regreso, frenó en la esquina de Baldomero Fernández Moreno (el chalet de los Bagnato estaba a 4 metros). Apagó las luces y estacionó. Un hombre flaco y desgarbado descendió del automóvil. Lo vio agarrar unos bidones y perderse por Fernández Moreno. Luego escuchó como baldazos y, enseguida, explosiones. El hombre volvió corriendo al auto y salió arando.
En 1995 Fructuoso Álvarez González fue condenado a prisión perpetua por "homicidio agravado por un medio idóneo para crear un peligro común". Durante el juicio una pareja de Pinamar que le alquilaba el local donde él tenía la sala de videojuegos declaró que habian discutido y les había prendido fuego el local.
Matías presenció el juicio junto a su abuela, a unos metros de Cacho. Pero no era la primera vez que se veían después de la muerte de su familia.
-¿Participaste de la reconstrucción?
-Me metieron en la habitación a las 3:30 de la mañana con él adelante. Los tipos preguntándome cómo era el fuego, qué altura tenía, de qué color era.
–¿Dónde estaba Fructuoso?
-Parado en la puerta del cuarto, mirando con todos los de Penitenciaría al lado. A mí me temblaba todo. ¿Sabés lo que fue entrar de noche con 16 años a esa casa toda quemada?
La reconstrucción terminó cuando hicieron arar la Renault Fuego de Cacho por Pumacahua.
–El fuego es lo más terrible que hay. Pasé meses sin poder bañarme.
-¿Qué te pasaba?
–El vapor me hacía acordar al humo, entonces me daba asfixia. Ni hablar de prender una hornalla, de poner una estufa. Es el día de hoy que tengo pesadillas con la noche esa. Me levanto todo transpirado. Y el olor. El olor lo tengo acá [se toca la nariz] hace 25 años.
En el living del departamento de Almagro donde vive hay cinco aviones. Cuatro están sobre un aparador, cerca de la mesa y otro frente al sillón. Es tripulante de cabina de Aerolíneas Argentinas. De la cocina asoma Berta para despedirse. Berta empezó a trabajar en la casa de los Bagnato cuando Matías era chiquito.
-Mi abuela fue mi sostén. Pero cuando ella se iba a laburar, Berta se tiraba en la cama conmigo a llorar. Ella me contenía. Extrañaba mucho la forma de ser de mi mamá. Era re besuquera.
Con la casa en ruinas y fajada por la policía, Norma y Matías se fueron a vivir a un departamento de un ambiente. Allí estuvieron durante un año y medio los dos. Todos los días la abuela llegaba con algo nuevo: ropa, un equipo de música, computadora.
-Me agarraba la mano y me decía: "Yo te prometo Mati que te voy a devolver todo lo que la vida me permita devolverte. Pero yo ayudo a un nieto fuerte, eso grabátelo. Un nieto llorando no. Así que si vos querés que tu abuela esté al lado tuyo, ¡huevos, eh!"
-Pero vos necesitabas llorar.
-Lloraba todo el día. Era tan duro entender lo que me había pasado. Acostarme con ellos y levantarme solo. Yo dormía mirando hacia la pared. Durante meses me pasó de abrir los ojos a la mañana y ver el empapelado de mi habitación: blanco con líneas grises. Necesitaba despertarme de esa noche.
Quince años después del juicio, una madrugada de 2010, sonó el teléfono en la casa de Matías. Eran las 3.30. No era habitual pero tampoco tan raro: podía ser que lo llamaran de su trabajo para sumarse a un vuelo.
–"Te quemaste", me decía. Y me respiraba. Y ahí se me acabó la vida de vuelta, desde el año 2010 hasta hoy.
Cacho le hablaba con la voz que impostaba cuando llamaba por las tardes a su casa de Flores.
Cuando miré para abajo vi que había fuego hasta la mitad de la calle. Él fue a matar. Conocía la casa a la perfección: sabía que la habitación de Fernando y la mía eran las únicas que no tenían rejas
Como es español, Fructuoso Álvarez González fue beneficiado en 2004 por un acuerdo con su país. Ese año fue trasladado a España donde cumpliría el resto de su pena. Por una incongruencia en las condenas –en España no existió la cadena perpetua hasta 2015- y por un error en el fallo inicial -figuraba que el asesinato había sido en 1990 y no 1994- Fructuoso quedó libre.
Según los registros de la Policía Aeroportuaria y Migraciones Álvarez González había ingresado al menos seis veces a la Argentina. En todas las oportunidades dieron aviso al juez pero no tuvieron respuesta. Con una libertad firmada en España y sin oposición en Argentina, entró.
Axel López, el juez que entendía en la causa, le confesó a Matías que se le había pasado en el papelerío. "Estoy tapado, somos tres jueces de ejecución para resolver todo. Me lo morfé", recuerda Matías que le dijo. López fue luego acusado por mal desempeño de sus funciones al conceder la libertad condicional a Juan Ernesto Cabeza que intentó violar y asesinó a una mujer en el Chaco cuando lo liberó.
Finalmente Fructuoso fue detenido en diciembre de 2011. En mayo de 2017, después de pedir salidas transitorias, echó mano a la Ley de extrañamiento para poder terminar su condena en España, pero no lo logró. Hace dos meses inició otro trámite: quiere su libertad condicional.
En una caja de tortas y una carpeta oficio: allí caben todos los recuerdos que tiene Matías de su familia. Todo lo que recuperó está acá. Hay diplomas de competencias deportivas de Fernando, agendas telefónicas, fotos con sus hermanos. Una del casamiento de sus papás. En algunas el fuego destruyó los rostros y, el agua de los bomberos, otro tanto. Están todas las llaves de la casa: del quincho, de la terraza, del garage.
El vapor me hacía acordar al humo, entonces me daba asfixia. Ni hablar de prender una hornalla, de poner una estufa
La carpeta, que había quedado en la cocina donde el fuego no fue tan dañino, tiene apuntes de Biología con la letra de Alicia. Matías se había llevado la materia a marzo y su mamá lo estaba ayudando a estudiar.
-¿Sentís el olor o sólo yo lo siento?, me pregunta Matías.
No es su memoria: hay olor a quemado.
Lo último que saca de la caja es un Movicom y un contestador automático. El ladrillo, como le decían a esos teléfonos, lo tenía Alicia en sus manos cuando la encontraron los bomberos junto a su hijo Fernando, en la bañera. El contestador funcionaba con casettes y eran tema de discusión familiar. Alejandro, el más chico, solía robarlos para usarlos en su walkman. Le gustaba grabarse hablando.
No fue hasta 2003 que Matías sacó el casette de la contestadora y lo escuchó.
-Están la voz de mi mamá y la de Alejandro. Él está recorriendo los cuartos y mi mamá le responde. Son las dos únicas voces que tengo. La voz es lo primero que uno pierde.
-¿No recordás las voces de Fernando y tu papá?
-No. De Alejandro y mi mamá sí porque escucho el audio cada tanto.
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