14 de febrero de 1929. 10.30 de la mañana. Miles de habitantes de Chicago compran tarjetas románticas, flores y chocolates para sus parejas, otros tantos planifican el festejo nocturno del Día de los Enamorados. Mientras tanto siete hombres esperan ansiosos en un garage. La dirección: calle Clark 2122. El jefe de ellos, George Moran, un líder mafioso irlandés, no ha llegado todavía, se demoró en la peluquería. Les dijeron que ese mañana llegaría un importante cargamento de whisky que ellos debían descargar y poner rápidamente en las calles.
Son los años de la Ley seca y el comercio clandestino de alcohol ha forjado fortunas. A la hora convenida un Cadillac estaciona en la puerta. No sólo no llegó el camión con los centenares de cajas de scotch y bourbon prometidas sino que del auto bajaron dos policías. Son cuatro los que ingresan al garage. Dos vestidos de traje cruzado, corbata y sombrero (como lucían todos los hombres de la época) y dos con uniforme de policía. Moran llegaba en ese momento al lugar y, al ver a los uniformados, se dirigió a un bar cercano a esperar el desenlace.
Dentro del garage los policías ordenaron a los siete hombre de Moran que se pusieran contra la pared. De pronto, los dos trajeados abrieron fuego con ametralladoras Thompson, esas que popularizaron las películas de gángsters y que permiten disparar a repetición. Los dos policías también abrieron fuego con sus escopetas. Fue un fusilamiento. A sangre fría.
El piso se tiñó de rojo. La pared se llenó de pequeños cráteres. Los asesinos se acercaron a los fusilados y les siguieron disparando. La ráfaga de gracia. Querían asegurarse que no quedara nadie con vida. Luego una pequeña parodia para salir del lugar: los dos vestidos de policías (a esta altura ya se debe asumir que se trataba de dos mafiosos convenientemente disfrazados) apuntaron a los trajeados quienes con las manos levantadas se dirigieron al auto. De esa manera quisieron simular que los arrestaban ante los curiosos que se acercaron al lugar por los estruendos de la balacera.
El piso se tiñó de rojo. La pared se llenó de pequeños cráteres. Los asesinos se acercaron a los fusilados y les siguieron disparando. La ráfaga de gracia. Querían asegurarse que no quedara nadie con vida
La policía llegó a los pocos minutos. El cuadro era espantoso. Todo era sangre y muerte. Los cadáveres estaban desparramados, varias de las caras deformadas por la cantidad de balazos. Pero no todos estaban muertos. Frank Gusenberg, uno de los siete, aún se aferraba a la vida, un pequeña hilo lo mantenía en este mundo. Al darse cuenta, lo subieron con prisa a una ambulancia. Los investigadores policiales se molestaban con los médicos, peleaban por un sitio a la vera de la camilla. Querían obtener alguna información, alguna pista del único sobreviviente. Tenía catorce disparos en su cuerpo. Le preguntaban con intensidad, a los gritos por si no escuchaba bien, quién había sido el autor de la matanza.
Gusenberg no parecía estar consciente. Sin embargo, ante la insistencia, abrió los ojos. Tomó, con mucha dificultad, algo de aire y en un estertor dijo: "Nadie… No me disparó nadie". Fueron sus últimas palabras. Murió apenas arribó al hospital. Mafioso hasta el final.
Al día siguiente, los diarios publicaron las fotos de los cadáveres. En esa época los fotógrafos llegaban casi al mismo tiempo que la policía. Las imágenes causaron inmediato estupor. Siete cuerpos deformados por los disparos. Había dos series de fotografías. Las del momento de la llegada a la escena del crimen y unas posteriores en las que alguien había alineado los seis cadáveres que permanecían en el garage. Difícil determinar cuáles eran más impresionante. Si las del amasijo de sangre y desorden de las primeras, en los que costaba entender dónde empezaba un cuerpo y dónde terminaba el otro, o el perturbador orden de las otras en las que abrumaban los daños visibles y se tomaba conciencia de la magnitud de la tragedia.
Esos diarios, que vendían centenares de miles de ejemplares en sus ediciones matutinas y vespertinas, en los que los cronistas y fotógrafos policiales eran estrellas, no sólo traían esas imágenes. También, habían bautizado de inmediato al suceso con un nombre que perduraría por siempre: la Masacre de San Valentín.
No se puede comprender de manera cabal estos crímenes si no se retrocede unos años y se explican algunos circunstancias, hechos y personajes. La mafia, los Años Locos, Chicago, la Ley Seca y, por supuesto, Al Capone.
Hacía unos años que en Estados Unidos se había promulgado la Enmienda XVIII a la Constitución Nacional. En ella se prohibía la manufactura, comercio y traslado del alcohol. Esta enmienda quedó confirmada por la Ley Volstead. Eran tiempos de la Prohibición, de la Ley Seca. En vez de acabar con el consumo de alcohol, lo que esta prohibición ocasionó fue que proliferaran los bares clandestinos y la fabricación casera de bebidas alcohólicas. La mafia se adueñó del negocio con celeridad en todo Estados Unidos.
Hacía unos años que en Estados Unidos se había promulgado la Enmienda XVIII a la Constitución Nacional. En ella se prohibía la manufactura, comercio y traslado del alcohol. Esta enmienda quedó confirmada por la Ley Volstead. Eran tiempos de La Prohibición, de La Ley Seca
En Chicago, luego de una pequeña tregua, se desató una feroz lucha de bandas que se robaban unas a otras los cargamentos ilegales. Cada etnia parecía tener una organización mafiosa que quería imponerse. Los judíos, los polacos, los italianos y los irlandeses querían su parte.
Johnny Torrio, el líder mafioso de los italianos, tenía un joven lugarteniente que se destacaba por su capacidad de trabajo y su falta de escrúpulos -condiciones indispensables para triunfar en la mafia-: Al Capone. En algún momento Torrio impulsó una tregua entre las bandas. Se asignaron territorios y se buscó un poco de paz.
El negocio era grande y había para todos. La banda del North Side, integrada por irlandeses, era su principal rival. El líder Dion O'Banion, como gesto de buena voluntad, le vendió su principal negocio, una cervecería enorme, a Tarrio en medio millón de dólares. Dos días después de la venta, la policía clausuró el lugar, decomisó todas las mercaderías y detuvo al mafioso italiano. O' Banion, sin disparar un solo tiro, se había vengado de Tarrio.
Al Capone tomó el lugar de su jefe, mientras este estuvo en la cárcel y dijo en público: "Pobre O'Banion. Su cabeza se escapó de su sombrero". Pocas semanas después, el irlandés era acribillado en las escalinatas de la Catedral de la ciudad cuando salía de misa.
A partir de ese momento la violencia se multiplicó. Los irlandeses fueron por la revancha y balearon a Tarrio, quien sobrevivió de milagro pero abandonó la ciudad para siempre y el negocio quedó en manos de Al Capone. Los ajustes de cuenta eran moneda corriente y se hacían a la luz del día. Los tiroteos se habían convertido en un espectáculo habitual en las esquinas céntricas de Chicago. En una visita a la ciudad, Lucky Luciano, el célebre mafioso de Nueva York, sentenció: "Chicago es una ciudad de locos. Nadie está seguro en la calle". Algunos periodistas pedían al gobierno federal el envío de marines para dominar las calles.
Entre 1926 y 1929, alrededor de 200 mafiosos fueron asesinados en la vía pública. Los muertos se multiplicaban pero nadie iba preso. El jefe de policía de la ciudad llegó a declarar: "No deseo alentar el negocio pero si alguien tiene que morir es bueno que los gángsters se maten entre ellos". En las pocas causas que llegaban a juicio, fiscales, jueces y jurados eran comprados. Se empezó a hablar de una epidemia que afectaba a los testigos de estos casos: la amnesia de Chicago. Puestos en el estrado para inculpar a algún gángster, los testigos olvidaban hasta las más nimias circunstancias.
Ese estado de violencia permanente en la que Chicago estaba sumida era en gran parte obra de Al Capone, de su ferocidad, de su búsqueda de poder y de su ambición sin límites.
Entre 1926 y 1929, alrededor de 200 mafiosos fueron asesinados en la vía pública. Los muertos se multiplicaban pero nadie iba preso. El jefe de policía de la ciudad llegó a declarar: ‘No deseo alentar el negocio pero si alguien tiene que morir es bueno que los gángsters se maten entre ellos’
Capone se defendía desde los medios: "Algunos lo llaman contrabando, otros crimen organizado. Es todo cuestión de puntos de vista. Yo lo llamo negocios. Dicen que violo la Ley Seca. ¿Quién no lo hace? Sólo vendo whisky y cerveza a las mejores personas. Abastezco una demanda muy popular. Nada más. Algunos de los principales jueces son mis principales clientes. Dicen que vivo en la ilegalidad. Pero nadie vive en la legalidad".
Sus negocios eran mucho más vastos que la venta del alcohol para violar la insólita Ley Seca. Si bien así consolidó su imperio, también se ocupaba de los demás rubros con los que los mafiosos recaudaban: juego clandestino, protección y prostitución. El ABC del crimen organizado. Capone era bueno para los negocios. Y podía prever algunas situaciones. Avisaba en cada entrevista que la Bolsa se caería, instaba a sus cercanos a vender las acciones. Y también sabía que la Ley Voestad tenía poca vida y comenzó a diversificar sus intereses e inversiones. Se metió en los sindicatos (así casi todas las actividades productivas de la ciudad quedaron bajo su manto), con los transportes y con la leche. A pesar de su violencia y de la ilegalidad manifiesta en la que se fundaba su poder, no era rechazado por el ciudadano común. En eso tuvo mucho que ver su carisma y la costumbre de aparecer en los medios.
A Capone le fascinaba ver su cara en los diarios, leer en letras de molde sus declaraciones estentóreas y altivas. Fue un personaje mediático antes de que el concepto existiera. Eso explica que haya sido el gángster más famoso de su tiempo cuando en todo el territorio de Estados Unidos había, al menos , dos decenas de hombres con igual poder y similar poco apego a la legalidad. Quería ser famoso como Babe Ruth, firmar autógrafos, ser reconocido en la calle. Quería pasar de ser el enemigo público a ser una figura pública. Que muchos periodistas recibieran sobres mensualmente de su parte tuvo bastante incidencia en la creación de su imagen pública. No consideraba desatinado que un líder mafioso fuera tapa de Time.
La clandestinidad de sus negocios se oponía a su omnipresencia en la conversación pública. Disfruta del protagonismo y lo buscaba con denuedo. Al Capone se definía como un benefactor público que brindaba pequeños placeres a los habitantes de su ciudad: alcohol, juego, prostitutas. Y que, además, suplía deficiencias del estado a través de grandilocuentes gestos de solidaridad: ollas públicas, regalos navideños y otras donaciones con las que se pretendía ganar el cariño de la gente de a pie.
Capone se defendía desde los medios: ‘Algunos lo llaman contrabando, otros crimen organizado. Es todo cuestión de puntos de vista. Yo lo llamo negocios’
Pero todo cambió esa mañana del 14 de febrero de 1929. La Masacre de San Valentín fue un punto de quiebre. Fue el comienzo del fin. Esos cadáveres agujereados, liquidados con saña, marcaron del fin de la complacencia pública. La sociedad abrió los ojos y Al Capone fue visto como lo que era, un impiadoso criminal.
Pocos meses después vendrían el crack de la Bolsa, la Gran Depresión y el cambio de humor social. Se habían acabado, de manera abrupta, los Años Locos, la Era del Jazz, esos tiempos en los que el placer se imponía, "esa época de milagros, de arte, de excesos y de risas; en que la gente decidía en base al placer. Los de treinta y hasta los de cincuenta se habían unido al baile", como la describió Francis Scott Fitzgerald.
Nunca se pudo determinar quién fue el responsable de la Masacre de San Valentín. El primer apuntado, naturalmente, fue Al Capone. Su coartada fue que él se encontraba de vacaciones con su familia en Miami; y allí estaban las fotos en los diarios del día siguiente para demostrarlo. Sentado al borde de una pileta con una bata de seda y grueso habano entre sus labios, con las piernas cruzadas y la mirada perdida en el horizonte. La policía apuntó a un par de sicarios que integraban la banda de Capone. Pero en medio de la investigación fueron asesinados en circunstancias misteriosas (como todos los asesinatos de la época en que estaban involucrados los gángsters).
A Capone le fascinaba ver su cara en los diarios, leer en letras de molde sus declaraciones estentóreas y altivas. Fue un personaje mediático antes de que el concepto existiera. Eso explica que haya sido el gángster más famoso de su tiempo cuando en todo el territorio de Estados Unidos había, al menos , dos decenas de hombres con igual poder y similar poco apego a la legalidad
Algunas primitivas pericias balísticas posteriores determinaron que los dos Thompson utilizados en los fusilamientos pertenecían a dos mafiosos de otra banda. No importó. Nadie pareció ver estos nuevos indicios. La gente ya le había cargado los crímenes a Al Capone. Importaba poco si había sido el autor intelectual o no. Había tantos por los cuales no había sido castigado que por alguno debía pagar. Se había terminado la era del jazz y también la era de la impunidad.
El final del mafioso es conocido. Al no poder responsabilizarlo por los delitos constantes de su banda, se lo acusó por evasión fiscal. La argucia fue endilgarle la falta de pago de varios impuestos federales. Al Capone encaró la causa con su habitual despreocupación. Pensaba que si no había sido castigado por crímenes muchísimo más graves, de estas imputaciones saldría sin problemas. Confiaba en poder manejar, como lo había hecho siempre, a la justicia. Lo que no entendió fue el cambio de clima de época. Su tiempo había pasado y él no lo supo ver.
Al Capone desechó un acuerdo en el que le proponían declararse culpable y pasar dos años en prisión. Apenas empezadas las audiencias, el juez desmembró el jurado al enterarse que la mayoría de sus miembros habían sido sobornados. El nuevo jurado, que vivió escondido y enclaustrado, lo encontró culpable. El juez le dio la sentencia más grave que se haya otorgado en una corte norteamericana por evasión impositiva: 11 años de prisión efectiva.
Salió recién en 1940, un par de años antes del cumplimiento de la pena, por una sífilis en estado avanzado que lo afectaba. Murió pocos años después, a los 48 años en Miami. Parecía alguien mucho más anciano. La prisión, la enfermedad y la falta de poder habían hecho estragos.
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