El olor era insoportable. Era una presencia física. Era sólido, una trompada en medio de la cara. Como un mar helado, no permitía que nadie pasara en él más de cinco minutos. Un hedor conformado por cadáveres, excrementos, alimentos putrefactos y suciedad. El olor a la muerte. El 27 de enero de 1945 una patrulla de soldados soviéticos comandada por Anatoly Shapiro, ucraniano, ingresó a Auschwitz. Con una solemnidad que no venía al caso, Shapiro le dijo a los primeros sobrevivientes con los que se cruzó: "Somos el Ejército Soviético, quedan liberados del dominio alemán".
Estos seres conservaban poco aspecto de personas. Eran espectros envueltos en harapos, esqueléticos, con miradas sin vida, deambulando entre la nieve y la hambruna feroz. Que los pocos que hablaran lo hicieron en una desmedida variedad de lenguas ayudaba a aumentar el pavor: los sobrevivientes de una infame Torre de Babel. Varios soldados rusos quisieron escapar. La guerra los había curtido, había extendido sus umbrales de dolor y de asco, pero lo que estaban presenciando, ese paisaje inhumano que estaban recorriendo, superaba los límites de lo imaginable y soportable. El horror, el horror.
Shapiro tuvo que recordarles que tenían un deber que cumplir. Algunos de los sobrevivientes se acercaban a los soldados y atinaban a tocar la estrella roja de su uniforme: necesitaban cerciorarse de que no estaban alucinando, palpar que era una realidad que había llegado alguien para rescatarlos del infierno.
En enero de 1945 las tropas soviéticas tomaron gran velocidad en el frente oriental. Progresaban casi sin oposición alemana. El avance fue más veloz que lo esperado. Eso hizo que, el 17 de enero, los nazis decidieran evacuar Auschwitz, el complejo de campos de concentración y de exterminio más grande y brutal de todos los que diseñaron los nazis. Allí, se calcula, fueron asesinadas más de 1 millón cien mil personas, la mayoría de ellos judíos polacos.
Ya en los meses previos, en la segunda mitad de 1944, habían desmontado su fábrica de muerte más eficaz, Birkenau, un campo de exterminio dentro del complejo de Auschwitz. No querían que sucediera como en Majdanek donde los aliados encontraron las cámaras de gas intactas. A pesar de eso, Auschwitz siguió funcionando varios meses más con su eficacia habitual. Que la derrota en la contienda bélica fuera inminente e indetenible no evitaba que los nazis siguieran matando. Hasta parecería que cuanto menos esperanzas tenían, más aumentaba el morbo del asesinato.
Un dato revelador: cuanto más perdidos estaban los alemanes, cuanto más inminente era la derrota, más reclusos tenían. Con varios campos cerrados, con otros en vías de evacuación, las autoridades alemanas, el 15 de enero de 1945, tres días antes del abandono de Auschwitz, registraron 714.211 detenidos en su sistema de campos de concentración. Un número sin precedentes. Con el agravante, si eso fuera posible, que los que seguían en funcionamiento, se encontraban en el peor estado de hacinamiento posible dado que recibían los de los campos que iban siendo clausurados y destruidos.
Ese 17 de enero alistaron a sus oficiales y soldados y arrearon a todos los cautivos que no estuvieran gravemente enfermos. La evacuación iba a ser a pie. Les dijeron que se trataba de un camino de no más de 3 kilómetros y que luego, en trenes, serían derivados a nuevos campos. Empezaba la Marcha de la Muerte. Ese éxodo, esa fuga se convirtió en una nueva ocasión del horror. De masacre.
Por los caminos helados, en las peores condiciones físicas, sin víveres, con los pies descalzos o apenas enrollados en telas o cubiertos por zapatos repletos de agujeros, los peregrinos forzosos iban cayendo en la ruta. Los que se retrasaban eran fusilados por los soldados; otros sólo caían muertos por el esfuerzo y la debilidad y eran dejados tirados en medio del camino. Se calcula que alrededor de un tercio de los 60 mil que iniciaron la marcha murieron en ese recorrido infame de diez días.
Luego otros tantos perderían la vida en los trenes que los depositarían en otros campos de concentración que se encontraban más adentro del territorio alemán, más alejados de las tropas aliadas. El sobreviviente Thomas Buergenthal reflexionó sobre los motivos que le permitieron evitar la muerte: "Si hay una sola palabra a la que he llegado una y otra vez, no es otra que suerte".
Mientras tanto en Auschwitz habían quedado 7.000 personas. Eran los desahuciados, los que estaban demasiado enfermos para iniciar la marcha. Los primeros días nada cambió para ellos. El temor seguía instalado reforzado por la presencia de algún guardia alemán que todavía vigilaba la instalaciones. Pero con el paso del tiempo fueron saliendo de las barracas para recorrer el campo en busca de alimentos, medicinas y abrigo. Quienes morían eran dejados en el mismo lugar que caían. Había una fosa abierta pero los cadáveres desbordaban de ella. Además, acarrear un cuerpo insumía un esfuerzo que casi nadie podía encarar. Muchos menos tratar de cavar una fosa sobre el suelo helado.
Con varios campos cerrados, con otros en vías de evacuación, las autoridades alemanas, el 15 de enero de 1945, tres días antes del abandono de Auschwitz, registraron 714.211 detenidos en su sistema de campos de concentración. Un número sin precedentes. Con el agravante, si eso fuera posible, que los que seguían en funcionamiento, se encontraban en el peor estado de hacinamiento posible
Los muertos eran tantos que parecía imposible darle sepultura a todos; mejor dejarlos donde estaban y tratar de aprovechar sus ropas y zapatos. Si bien el frío intenso era un problema, por otro lado traía algo de alivio. Cuando comenzara el deshielo los cadáveres se pudrirían, se quedarían sin el agua que obtenían de derretir la nieve, el hedor sería insoportable y las infecciones se diseminarían con mayor facilidad todavía.
En Buna-Monowitz, uno de los subcampos de Auschwitz, habían quedado menos de ochocientos enfermos, casi el 10 % del total. Uno de ellos era Primo Levi, el autor de una trilogía excepcional sobre su experiencia en los campos de exterminio: Si esto es un hombre, La Tregua y Los Hundidos y los Salvados.
Si esto es un hombre relata sus días en Auschwitz. Es un libro descarnado y honesto. Conmovedor. Pero no conmueve desde la adjetivación ni desde el golpe bajo. Cuenta con detalle la vida y las sensaciones de un Häftling, un detenido sin privilegios en un Lager, o campo de exterminio. Sus padecimientos y sus pensamientos más íntimos (cuando los había; en una fragmento describe a un hombre como "demacrado… en cuyo rostro y cuyos ojos no se distingue indicio de pensamiento"). El estilo del libro es seco y llano. No hay odio en el que escribe. Existe una descomunal voluntad por contar lo sucedido, narrar lo inefable. Transmitirlo. Sin juzgar. Sí establece con claridad quién es la víctima y quién el victimario. Se corre la tentación de definir al libro como la obra de un químico que analiza la composición de ese organismo siniestro que fueron los campos.
En Levi, el hombre, el químico, el sobreviviente y el escritor son inseparables. En el final de Si esto es un hombre narra esos días en los que tratan de sobrevivir, esos días de limbo luego de la partida de los alemanes. Enfermo de escarlatina, la fiebre y la extrema debilidad impidieron que pudiera dejar el campo. Con él había enfermos de tifus, disteria y otros males que amenazaban seriamente su vida. Algunos debían compartir litera.
Levi y dos franceses salieron, como pudieron, a recorrer el campo. Encontraron dos bolsas de papas, maderas para tapar una ventana rota y una estufa en condiciones de funcionar. Cuando regresaron compartieron sus hallazgos con sus compañeros de convalecencia. Uno de los postrados propuso a los demás de la barraca entregar parte de su ración de pan a los tres que habían conseguido esos beneficios para que recuperaran fuerzas.
Escribió Primo Levi: "Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: 'Come tu pan y, si podés, el de tu vecino', y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto. Fue aquel el primer gesto humano que se produjo entre nosotros". En ese gesto mínimo, en la reaparición de la gratitud, Levi encuentra el momento fundante. Ellos, los que no habían muerto, pero habían sido deshumanizados, a partir de ese instante volvían a ser hombres.
La llegada de los rusos ese 27 de enero a Auschwitz fue diferente al descubrimiento de los otros campos de concentración de meses anteriores. Esos estaban vacíos, sin prisioneros; sólo había vestigios del horror. Ver corporizada la barbarie en esos seres sin alma, en condiciones infrahumanas, en los cadáveres dispersos por todo el lugar, desarmó las defensas de los duros y curtidos soviéticos. Hasta a ellos los impresionó. Se sabía de la existencia de los campos y se sospechaba de su crueldad. Pero lo que encontraron superó toda previsión Nadie nunca había estado para ese panorama terrorífico.
Meyer Levin, un periodista que acompañaba a las tropas norteamericanas, escribió meses después, luego de ingresar a Dachau: "Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico".
Ver corporizada la barbarie en esos seres sin alma, en condiciones infrahumanas, en los cadáveres dispersos por todo el lugar, desarmó las defensas de los duros y curtidos soviéticos
La llegada de los aliados a los campos de concentración no logró detener las muertes. Las condiciones sanitarias distaban de ser buenas y el trabajo era ingente. El número de enfermos era desmesurado, muchos de ellos incurables. Los médicos no daban abasto. El estado de deterioro era tan avanzado que muchos no aguantaron la primera comida abundante (o tan solo normal) que les brindaron. Su estómago no estaba preparado luego de meses de inanición.
El 27 de enero, recordando la liberación de Auschwitz por la llegada de las tropas soviéticas, se celebra el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Sin embargo la situación estuvo lejos de terminarse ese día. Muchos otros campos siguieron funcionando. Los alemanes insistieron hasta el fin. El traslado de los cautivos de un lugar de prisión a otro, a campo traviesa, bajo el frío polar, en trenes descubiertos, demuestra que deseaban continuar peleando, que no se resignaban a perder toda esa fuerza (anémica, dada las condiciones de cautiverio a la que sometían a sus víctimas) de trabajo esclavo.
Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico
Por el frente occidental, norteamericanos e ingleses llegaron a otros campos varios meses después. El cuadro era el mismo. El documental Campos de concentración nazis, de George Stevens, registra esas imágenes pavorosas y puede verse en Netflix.
La liberación de los campos enfrentó al mundo con una situación que no había contemplado. Con un sistema de muerte brutal, industrial, masivo y anónimo. Un sistema que deshumanizaba a las víctimas y les sacaba todo lo que podía. Hasta lograr quedarse con su vida aún sin matarlos. Un sistema que produjo once millones de muertes.
Esos seres heridos por siempre, esos escasos que habían sobrevivido, habían perdido a toda su familia. A ellos les fue negada la dignidad y el trato humano durante años. Ellos demostraban en su extrema delgadez, en su desnudez, en los ojos muertos, en su ausencia de reacción, el producto del horror. Ellos eran la excepción, los pocos que habían quedado. El resto estaba en las cenizas, en zanjas, amontonados desnudos en pilas sin orden por todos los rincones de los campos o en las montañas de ropas y zapatos que descansaban en enormes depósitos.
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