Camina, incansablemente. Lleva el saco sobre los hombros, y sostiene una bolsa en los brazos.
Ahora se lo ve un poco más encorvado, pero mantiene el paso firme, el tranco elástico.
Va apurado, como si llegara tarde a algún lado. Pero de repente se detiene. Se sienta en un umbral o en un muro y se pone a leer, casi siempre una hoja de diario que lleva doblada entre sus pertenencias.
Desde hace más de 40 años su presencia forma parte del paisaje de la zona norte del Gran Buenos Aires. Todo el mundo lo ha visto pasar por las calles de Vicente López, Olivos y Martínez.
"Vicente", le dicen. Otros lo llaman "Carlitos". O "Charly".
También lo conocen como "Lorenzo". Y "el profesor". O "el cirujano".
Hasta le dicen "Jesús", porque tiene barba y pelo largo, de color rubio, que resalta con el tono de su piel, curtida por el sol callejero.
Cualquiera de todos estos podría ser su nombre. Pero ninguno lo es, en realidad. ¿Pero acaso eso importa demasiado?
Quiero evitar que mi vanidad de cronista contamine la formidable leyenda de este símbolo de todo un barrio. Por eso contaré algunas cosas, y me guardaré otras. Quiero seguir mereciendo la amistad de este hombre delgado -cada vez más delgado- cuyos indescriptibles ojos celestes confirman el origen europeo de su verdadero nombre y apellido.
Vicente -vamos a llamarlo así, para simplificar- tiene ahora 86 años. Perdió su DNI y no recuerda el día de su cumpleaños, pero revela su sistema para no perder la cuenta:
-Me agrego un año cada mes de diciembre… Hasta hace poco tenía 85, y a fin de año cumplí uno más…
Vive en la calle. A lo largo de los años ha ido cambiando de lugar para dormir: un lavadero de autos en la colectora de la Panamericana, o cerca de una maderera la calle Prilidiano Pueyrredón, a metros del club de tenis. También pasó las noches debajo del toldo de una panadería de Corrientes y Asunción, y en otra etapa su dormitorio tenía un techo de chapa, en la vereda de una carnicería. A medida que se reformaban esos lugares, Vicente se mudaba.
Desde hace un tiempo duerme en un umbral de la calle Santiago del Estero 1670, entre Fleming y Asunción, envuelto en una manta y un plástico.
Seguramente, la primera reacción del lector es de rechazo ante este cuadro de indigencia. Y al mismo tiempo, siente el deseo de hacer algo para corregir la situación.
Muchas personas de buena voluntad han tenido el mismo impulso. Se le ofreció alojamiento en un galpón, en un quincho. Se gestionó un lugar para él en un geriátrico municipal. Una vecina, propietaria de un auto en desuso, se lo cedió para que durmiera en él.
Pero Vicente nunca aceptó:
-Tengo una fobia, no puedo estar en un lugar cerrado, necesito caminar y vivir al aire libre…
Nuestra modesta condición de narradores de historias no alcanza para establecer un diagnóstico, que con segura idoneidad podrán hacer los especialistas en la materia. Lo que parece indudable es que algo le pasó a este hombre, para tomar la determinación de vivir en la calle.
En realidad, en los barrios suele haber historias así. Son esos mitos urbanos, que se repiten en Rosario, en Sevilla o en Montevideo, y que se acomodan a un relato popular casi idéntico.
El caso de Vicente no escapa a ese molde. Se dice que era un cirujano muy idóneo. Que trabajaba en el Hospital de Vicente López. Y que una vez tuvo que operar a su esposa, quien falleció en el quirófano. Esa tragedia, se asegura, lo afectó de tal manera que perdió la razón, abandonó todo y empezó a vivir al margen de su familia y su profesión.
Hay detalles que se modifican, según las fuentes: que no era una operación convencional, sino que la intervención se debía a un accidente automovilístico. O que en realidad era el parto de su primer hijo, y que al morir la mujer y el bebé, Vicente nunca volvió a ser el mismo.
Otros repiten esta historia, pero ubican a la madre en la sala de operaciones.
En cualquier caso, la tragedia del cirujano en cuyas manos pierden la vida sus seres queridos es el formato que también incluye a Vicente. El detalle de que esto habría sucedido en el Hospital de Vicente López explicaría que sus andanzas posteriores lo llevaron a recorrer la zona aledaña.
¿Fue así? ¿Este tremendo episodio disparó la fobia de Vicente?
No, de ninguna manera. Él no es médico. Pero es probable que en su vida haya ocurrido algo tremendo, que lo alteró para siempre.
Mientras tanto, veamos cómo actúa Vicente. Camina rápidamente, mirando para abajo. Si alguien se le acerca, lo más seguro es que él se aleje.
Difícilmente responda cuando le hablan. Es huidizo, esquivo.
A este cronista le llevó años (sí, años) iniciar el diálogo con él. Ni siquiera respondía a los saludos, se alejaba como un pájaro. Hasta que, de a poco, pudimos tomar confianza. Y descubrimos a un hombre excepcional.
Habla con sencillez, dulcemente. En sus palabras jamás hay un rastro de queja o de lamento. Y sobre todo, escucha con atención. Para él, lo más importante de la conversación es lo que dice el interlocutor. Mira a los ojos, se interesa en lo que le dicen. Los especialistas en el lenguaje corporal descubrirían en él al perfecto ejemplo de comunicación.
Su vocabulario supera largamente el promedio de palabras que se utilizan habitualmente. Todo le interesa, especialmente los grandes temas de la evolución humana. Jamás desciende a la vulgaridad de los asuntos de la política ni a la mediocridad de las agendas cotidianas.
Afectado ahora por alguna dificultad en la vista, se impone nuevas metas:
-Espero leer la vida de los grandes hombres de la historia… Los descubridores, los viajeros…
¿De dónde sacó tantos conocimientos, tanta avidez por saber? Ya dijimos que su presunta condición de universitario es un mito. Los vecinos pueden acercar una respuesta: siempre se lo ha visto leyendo. A veces libros. Casi siempre, páginas de diarios. Pero suplementos, artículos largos.
Lee y camina. Esto último, de una manera superlativa: más de 100 cuadras por día.
-A veces un poco más, hasta 150… Pero nunca paso la General Paz.
Una vez publiqué algunas fotos de Vicente, en Facebook. Llegaron centenares de posteos. El comentario más habitual de los oyentes era "lo veíamos de chicos cuando íbamos al colegio, y ya pasamos los 40", como escribieron Dolores A. y Laura N.
Le pregunté a Vicente cuándo empezó a caminar por la zona, y me dijo:
– ¿Vio donde está Unicenter? Allí había una obra abandonada, de la empresa TAME, que era alemana… Después se iba a instalar una editorial… Yo ya andaba por ahí…
Teniendo en cuenta que Unicenter se proyectó en 1987 y se inauguró al año siguiente, ya tenemos la certeza de que -como mínimo- Vicente camina por el barrio desde hace más de 30 años. Aunque Ariel asegura: "En 1985 lo veía caminando por la calle…"
Mientras escribo estas líneas, imagino que muchos lectores están aportando sus propios recuerdos, con datos que seguramente modificarán y enriquecerán mi relato.
En cuanto a las coincidencias, estoy seguro que tendrán que ver con la forma de actuar de Vicente.
No bebe una gota de alcohol, no fuma. Es tranquilo, confiable.
No pide. Sobre todo eso, no pide. Al contrario, hay cientos de historias de situaciones en las que se le quiso dar ropa, comida o dinero, y él educadamente rehusó la oferta.
Flor Z. aporta este ejemplo: -Un día de invierno, de esos que el frío corta la piel, mi hermana se le acercó para ofrecerle un abrigo y él educadamente lo dijo no, para qué, si tengo, señalando sus prendas raídas…
Pablo P., por su parte, cuenta: -Una vez quise darle una campera de corderoy muy linda, que era de mi abuelo, y se fue corriendo… Ahí entendí que no quería limosnas…
Y Sebastián R. agrega: -Yo tenía un bar en Munro y nunca nos aceptó ni una medialuna…
Leo y reproduzco lo que me dijo Graciela A.: -Nunca aceptó comida ni mantas…
No quiero abrumar, pero los testimonios se suceden. Paloma J. se suma de este modo: -Un hombre íntegro, que aunque le ofrezcas un sandwich de milanesa completo, no te lo acepta. Educado, tranquilo, amable, coherente al hablar.
El ejemplo más reciente es de hace unos pocos días. Caminábamos con Vicente por la avenida Fleming y un joven de aspecto deportivo se nos acercó y visiblemente conmovido le dijo:
-Por favor, señor, acepte esto, de corazón -mientras trataba de ponerle en la mano un billete.
Vicente, con humildad se negó a aceptarlo:-Gracias, no preciso…
La palabra "fobia" se reitera cuando Vicente explica su situación. Confía en superarla:
-Cuando pueda solucionarlo, voy a volver a mi casa.
Porque hay una casa. Y una familia. Esta es la otra parte de la historia. Porque el afán de intentar una actitud redentora nos puede llevar a un juicio erróneo.
No se trata de un abandono ni un desinterés. Hay una familia que lo quiere y que ha tratado de ayudarlo. Varias veces.
Pero en cada oportunidad en que Vicente fue llevado al pueblo de la provincia de Buenos Aires de donde es oriundo, la experiencia terminó siempre de la misma manera: luego de un período de atención médica y amparo familiar, Vicente se escapó y volvió a vivir en la calle, en la zona de Olivos y Martínez.
La familia, frustrada en su propósito, queda lastimada porque las pocas semanas de convivencia son prometedoras de una normalidad que finalmente no se concreta. La experiencia, reiterada una y otra vez, termina siendo dolorosa para sus hermanas que -longevas como él- ya son nonagenarias.
Sé que resultará difícil compartir esta reflexión, pero quizás la mejor manera de ayudarlo sea respetar su opción de vida.
Como dijo Marisa D., otra vecina:-Sería bueno ver de qué manera se lo puede ayudar, pero mi preocupación es que por intentar hacerle un bien cambiemos su cotidianidad, su decisión de vivir en la calle, su dignidad. No le gusta que lo fuercen u obliguen a aceptar ropa o calzado que no le agradan… Él ocupa sus horas y días caminando por nuestras calles y veredas. Llevarlo lejos sería hacerle mucho daño.
Carlos V. lo ve de esta manera: -Es un buen tipo, sólo que tiene otros horizontes diferentes a los nuestros, nada más…
Es legítimo el impulso de ayudarlo, toda persona bien intencionada querría que Vicente tenga un techo, una cama, ropa limpia, un baño.
A su manera, él pasa los días. Con alguna regularidad, se higieniza en una iglesia. Y recibe la colaboración de varias personas: Verónica C., la dueña de un kiosco en Olivos, por ejemplo:-Me acepta pocas cosas… Por ejemplo, algunas galletitas a la mañana.
Para algunos, Vicente es un símbolo de la libertad, de la sencillez. Una vez, alguien le llevó una bolsa con ropa y él se enojó:
-Gracias, pero no preciso… Ya tengo ropa puesta…
En tiempos en los que se idolatra la posesión, Vicente simboliza el desprendimiento, el desinterés por acumular.
¿Pero es libre o está atado a su condición de paria?
Lo más sorprendente es la definición que, por separado, me dieron varias personas hablando de Vicente.
Vanina M. dice: -Es un ser de luz…
Y Nanu N. coincide: -Siempre está igual. ¿Será un ángel?
Lo mismo que Karina P.: -Es un ángel…
Ninguna de estas personas se conocen entre sí.
Y se suma Mariaelena G.: -El ángel que no molesta a nadie.
Hay más. Laura M. lo define así: -Es nuestro ángel de la guarda. Está siempre ahí por donde vayas.
Déjenme que agregue el testimonio de Elena M.: -Es un ángel que da paz al hablar con él.
Son muchos los que opinan así. Alma Sch. también: -Tal vez sea un ángel…
Y este otro, cargado de emoción, de Silvia B.: -Mi mamá decía que era un ángel…
Coincide Teresa R.: -Es un ángel que pasa…
Y allí va, con paso elástico y el saco sobre los hombros. Con su barba rubia y los ojos celestes. Respetuoso y discreto, se sienta en un muro y lee el diario que lleva doblado en la bolsa.
Quizás un día de estos Vicente dejará de caminar por el barrio. Pero me parece que cada tanto, a través de los años, va a reaparecer. Porque con los ángeles, nunca se sabe
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