El tiempo pasó. A comienzos del siglo pasado había sido la entrada a Buenos Aires. Su localización era estratégica: se erige a la vista de la terminal de ferrocarriles de la Estación Retiro, el Puerto de la Ciudad y el Hotel de los Inmigrantes. Era una referencia, un avistaje obligado. El visitante alzaba la vista, dirigía la mirada hacia el sexto piso de la torre y decidía cómo seguir su paso: lento o acelerado.
El tiempo pasó. La torre es hoy un monumento histórico reservado al patrimonio nacional y el Hotel de los Inmigrantes, un museo. Pocos leen o cotejan la información que allí se manifiesta. Su función, su esencia, quedó relegada a un fenómeno anacrónico. Lo que late en lo alto de la torre no es más que un síntoma del devenir del tiempo, un testimonio del progreso, un decorado vintage del desarrollo urbano.
La Torre Monumental mira la costa este de la ciudad desde el corazón de la plaza Fuerza Aérea Argentina. A 45 metros de altura, da la hora el reloj más grande de Buenos Aires. Las agujas miden dos metros y los cuadrantes son cuatro de 4,40 metros de diámetro realizados en opalina original. "Los maneja una misma máquina: todo desemboca en una transmisión satelital como si fuese un auto, desde ahí divide la fuerza hacia los cuatro lados y mueve las agujas del minutero y la hora", atestigüó Javier Terenti, el artesano y guardián de los relojes porteños, jefe de Mantenimiento de Relojería de la Ciudad.
El tiempo pasó pero hay cosas que no cambiaron. El reloj dio con precisión todos los minutos desde el 24 de mayo en 1916, cuando se inauguró la torre, sin importar la devaluación de su utilidad. Lo que no se perdió fue su prestancia visual: hoy es centro de convención de selfies de turistas y curiosos atraídos por la inmensidad y el equilibrio, y hace ocho décadas era el paisaje que los marineros, vestigios de la próspera actividad portuaria, elegían para retratarse por los viejos fotógrafos de plaza.
A espaldas, siempre, la construcción de 60 metros revestida por 55 mil ladrillos rojos y piedra labrada. Su piedra fundamental se colocó en mayo de 1910, seis años antes de su inauguración. La Primera Guerra Mundial paralizó la edificación, a cargo de la empresa Hopkins y Gardom Ltd, y ejecutada por el arquitecto Ambrose Poynter, hijo del presidente de la Real Academia de Londres. El material, los técnicos y los obreros llegaron del Reino Unido. Argentina aportó solo el agua y la arena.
En su ingreso, una placa confiesa: "Los residentes británicos al gran pueblo argentino salud. 25 de mayo de 1910". Significó la donación de los ingleses que vivían en el país en conmemoración al centenario de la Revolución de Mayo. Costó 90 mil libras esterlinas, exhibe frisos ornamentados con soles y emblemas del imperio británico (la flor del cardo escocesa, la rosa de la Casa Tudor, el dragón rojo galés y el trébol de Irlanda) y fue conocida como la Torre de los Ingleses hasta 1984. Finalizada la Guerra de Malvinas, manifestantes y vándalos obligaron el cambio de denominación. El edificio fue reinaugurado años después: una bomba destruyó mobiliarios, incendió el interior del vestíbulo y afectó el ascensor que había sido regalado por el Príncipe de Gales en 1926. Como los planos se conservaban en Inglaterra y las relaciones diplomáticas estaban suspendidas por el conflicto bélico, se debió restaurar a base de fotografías. Tenía ya su nombre definitivo: Torre Monumental.
En su coronación, el reloj y sus campanas. La máquina de precisión, construida por la prestigiosa relojería Gillette & Johnston en Croydon, Inglaterra, en 1914, se vale de un péndulo de cuatro metros de altura y cien kilos de peso. "Tenemos una maquinaria que comanda otras dos máquinas: una es el carrillón que está en el séptimo piso, son cuatro campanas de tres toneladas y funciona cada quince minutos, y otra que a la hora activa el mecanismo de la campana mayor que tiene unas siete toneladas y es golpeada por un martillo de hierro macizo de 50 kilos", contó Javier Terenti, que se encarga de distintos trabajos de mantenimiento en el espacio público y en edificios públicos del Gobierno de la Ciudad.
Es la réplica más pequeña del Big Ben: un cuarto más chico del reloj ubicado en la sede del parlamento británico. Funciona los 365 días del año gracias a la mecánica y la física, salvo inclemencias del tiempo y la intromisión de palomas. Terenti la visita una o dos veces por semana pero no necesita darle cuerda al mecanismo. Cada vez que llega, sube por ascensor hasta el sexto nivel y desde allí accede en escalera al piso del reloj. Reveló que a veces suenan las campanas o se accionan mecanismos de manera extraña: "Generalmente cuando hay personas no escuchás ningún ruido. Pero cuando no hay nadie escuchás ruidos por todos lados. El que diga que no es porque nunca estuvo solo durante horas trabajando. Muchas veces el reloj no tiene nada y no funciona hasta que pedís por favor que alguien te ayude y de repente arranca. Acá ha pasado varias veces".
“El reloj público ya cumplió su función. Nacieron en las iglesias de la Edad Media para coordinar los horarios de culto. Hoy tiene valor ornamental, patrimonial, histórico. La gente los sigue queriendo”, dijo Guillermo del Valle, el creador de los relojes del Cabildo y la Casa Rosada
Las campanas reproducen la misma melodía del Big Ben: a los quince minutos suenan cuatro notas, a la media hora ocho, un cuarto de horas después se escuchan doce notas y a la hora exacta entonan 16. Son el preludio a la gran campanada, que suena la misma cantidad de veces que la hora que se celebra. Las campanas siempre suenan, salvo casos excepcionales. El maestro relojero Alberto Selvaggi alguna vez contó que las silenciaron para que no entorpecieran el sueño del entonces presidente Roberto Ortiz a comienzos de 1940. Javier Terenti confió, además, que el mecanismo de las campanas fue suspendido durante el G20 e invadido por fuerzas de seguridad. La razón: la generosa perspectiva desde el mirador de la torre del Hotel Sheraton de Retiro, donde se hospedó Xi Jinping, el máximo mandatario de China.
El reloj de la Torre Monumental es la referencia en concepto de relojes majestuosos y emblemáticos de la Ciudad de Buenos Aires. No es el único. Hay más de cien en la inmensidad porteña. 50 son de pie y se levantan sobre el suelo de las esquinas más concurridas, y otros 70 cuelgan de los edificios y custodian la historia de la ciudad. Ecológicos, mecánicos, eléctricos, eclesiásticos, privados, públicos, dependientes del gobierno porteño o de autoridades nacionales, en funcionamiento, en refacción u olvidados, todos son testigos de lo que pasa en Buenos Aires, aunque ya pocos les devuelvan la atención.
Edificio Yatahí
En la intersección de la Avenida Corrientes con la calle Reconquista, se levanta un gigante de la arquitectura porteña. El empresario naviero Alberto Dodero encargó la construcción de un edificio al estudio de arquitectos de Santiago Sánchez Elía, Federico Peralta Ramos y Alfredo Agostini (SEPRA) para localizar las oficinas administrativas, directivas y venta de pasajes de su Compañía Argentina de Navegación Dodero SA. El proyecto se basó en la corriente racionalista que da prioridad de la planificación urbanística sobre la proyección arquitectónica.
En 1949, cinco años después de su habilitación, los dueños le vendieron las acciones al Estado. Tras una privatización del órgano gubernamental que disponía de los bienes, en 1993 la Sindicatura General de la Nación compró el edificio y el amueblamiento en 10.750.000 de pesos. En la torre de la esquina, a 45 metros de altura da la hora el tercer reloj más alto de la ciudad. Puede verse desde la Plaza de Mayo y solo lo superan el de la Legislatura porteña, ubicado a 95 metros de altura, y el de la Torre Monumental, a 65.
Funciona desde 1944 y es de origen alemán. Armoniza con el estilo sobrio, sencillo, despojado de líneas y detalles de la construcción que lo sostiene: una estructura de hormigón armado, muros de mampostería de ladrillo común, inspiración extraída del hotel Graf Zeppelin, obra del arquitecto Paul Bonnatz y construido en Stuttgart, Alemania, en 1919. En la década del ochenta, una tormenta voló una de las agujas y el reloj debió ser desprendido de la cara más alta del edificio. En 2007, tras dos décadas juntando polvo en un depósito, volvió a funcionar.
Casa Rosada
"Estábamos reparando el reloj de la iglesia San Ignacio de Loyola, íbamos y veníamos por la zona y yo siempre veía el hueco que había en el medio de la Casa Rosada. Me generaba intriga y me puse a indagar sobre la historia del edificio", narró Guillermo del Valle, relojero de edificios monumentales y dueño de Gnomon. En la década del veinte, ese hueco fue tapado por razones estéticas: el vacío dejaba ver el mástil del fondo.
La Casa Rosada nació de la fusión del Edificio de Correo a la Casa de Gobierno, un proyecto encomendado al arquitecto italiano Francisco Tamburini. "Para unir los dos edificios en uno, proyectó un gran arco central, el cual se asocia con los alrededores, donde se encontraba la Aduana Nueva y la Recova Vieja, a los cuales el arquitecto los interpretó como armados a través de un eje principal, sobre el que se ubican sus ingresos, enfatizados por un arco de mayor altura", describe el sitio oficial de la residencia gubernamental. La construcción concluyó en finales del siglo XIX, pero quedó sin terminar: faltaba el reloj.
La leyenda la recita Guillermo del Valle: "Cuando Tamburini empieza a trabajar en el proyecto del cerramiento del arco de Balcarce, gasta muchísimo dinero. Trajo muchos materiales de afuera y los críticos lo destruyeron. Desde algunos sectores de la prensa, le reprocharon la fortuna que dilapidó, el sentido ecléctico de la obra, la burda mezcla de estilos y lo calificaron de 'mamarracho'. Entonces recula, no culmina la obra y no coloca el reloj porque le iba a costar mucho dinero".
Entonces realizó una propuesta formal: envió una carta dirigida a Presidencia de la Nación con el ofrecimiento gratuito de un reloj que concluyera con la realización del proyecto original. La Comisión de Monumentos se negó pero intercedió la por entonces presidenta Cristina Kirchner. Con criterios de época y en comunión con el estilo arquitectónico del edificio, diseñaron un reloj de un cuadrante de 1,20 metros de diámetro, eléctrico y con controlador por GPS de alta precisión. Automáticamente fue aceptado.
El 18 de octubre de 2010 el edificio de la Casa Rosada comenzó a dar la hora. Ese mismo día, el profesor Juan José Ganduglia, histórico director del Museo Casa Rosada, lo llamó para darle tranquilidad. El apasionado relojero había mantenido charlas sobre la proyección real del reloj. No había planos originales que atestiguaran la coronación de un reloj en lo alto del edificio pero tampoco había muchas alternativas: un orificio circular y equidistante no podía reservar lugar para otro artefacto. "Cuando llegué, me mostró una foto de un plano original de uno de los bocetos que hizo Tamburini, en el que había un reloj. Es de puño y letra de él", ratificó Guillermo del Valle.
Guillermo contó que su propuesta fue avalada por el Museo Casa Rosada y no por la entonces presidenta Cristina Kirchner para que el reloj se convirtiera en una pieza patrimonial del edificio y no sea una circunstancia del gobierno de turno.
Cabildo
El Cabildo de los patriotas, el de 1810, es otro. El actual es una reconstrucción del edificio que albergó el proceso de independencia nacional. Antes, con once arcos, una torre más alta y un reloj español. El de ahora, con tres arcos menos, una torre más pequeña y un reloj argentino, cordobés. Las diferencias obedecen a los más de 200 años que transcurrieron. Cambió pero no tanto: basta con reconocer que cuando importaron de España la primera maquinaria, comprada con dinero y cueros, en los cajones donde venían el péndulo y otras piezas del artefacto, había un contrabando de telas. Para sorpresa y desilusión del público, tuvieron que esperar cinco años para que el reloj entrara en funcionamiento.
En 1870 le instalaron una segunda máquina originaria de Inglaterra. Para el centenario de la Revolución de Mayo la torre estaba demolida: no había reloj. En 1945 la reemplazaron por uno fabricado en los Estados Unidos, que fue automatizado por un relojero porteño. Siguió sin funcionar bien. Para el 25 de mayo de 2010, cuando se cumplieron dos siglos de la Revolución, el reloj estuvo parado. Guillermo del Valle definió el contexto con una frase: "Un reloj detenido más vale que no exista. Es mejor que no esté". Para el Bicentenario de la Independencia, pidió que lo recibieran: habló con Teresa Parodi, por entonces Ministra de Cultura. Costaba apenas 40 mil pesos, pero no había presupuesto para comprarlo. "Me dio vergüenza ajena que el país no tuviera dinero para arreglarlo", dijo. En mayo de 2016, eligió donarlo. "De chico dibujaba el Cabildo en la primaria y no podía creer que estuve adentro poniéndole hora a su reloj. Como dueño de una empresa de relojes monumentales, tengo la satisfacción de haber estado en el corazón del Cabildo o en el techo de la Casa Rosada colocando un reloj histórico. Puedo decir que después de muchos años terminé la obra".
Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires
A la espalda del Cabildo, emerge la esbelta figura del Palacio de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Su torre, inmensa, culmina a 97 metros de altura una obra que comenzó a construirse el 18 de noviembre de 1926 a pedido del por entonces presidente Marcelo T. de Alvear y que se inauguró cinco años después. Los arquitectos Eduardo Le Monnier y Héctor Ayerza adoptaron la construcción a un estilo inspirado en el neoclacisismo francés del siglo XVII. Sólo su torre se despega del tejido urbano sobre un gran triángulo que ocupa la intersección entre las calles Hipólito Yrigoyen, Diagonal Julio A. Roca y Perú y que se acopla fiel a los límites de las fachadas.
En lo más alto de la Legislatura porteña custodia la ciudad un gran reloj Westminster con cuatro esferas de 4,40 metros de diámetro. Lo fabricó la empresa alemana J.F. Weule, lleva la firma del relojero Wilhelm Karl Henri Bornemann y está conectado a cinco campanas: la Pinta de 250 kilos que suena en Do natural, la Niña de 350 kilos en Si bemol, la Santa María de 500 kilos en La bemol, la Porteña de 1.500 kilos en Mi bemol y la Argentina, la más pesada, de 1.800 kilos que vibra en tono La bemol. La maquinaria controla a otros 80 relojes distribuidos en el interior del edificio y atañe a un carrillón que se compone por 30 campanas y que denuncia un peso de 27 toneladas. Su guardián es, desde hace 26 años, el mítico relojero y horólogo argentino Alberto Selvaggi, quien sube religiosamente hasta la sala de control para darle cuerda al reloj más alto de la ciudad.
Seguí leyendo:
Viaje en el tiempo: la increíble transformación de nueve esquinas emblemáticas de Buenos Aires