No le gusta dormir. A veces, a las cuatro de la mañana, entabla conversaciones por videollamada con un grupo de colegas en Qatar, donde desarrolla innovaciones sobre inteligencia artificial y algoritmos aplicados a la medicina. Su vida se normaliza cuando no hace guardias en el Hospital Argerich o en las clínicas privadas, o cuando logra instalarse en su casa de Pilar o en su departamento del centro, porque ni los horarios ni las distancias ameritan el viaje. Su tiempo es su patrimonio. Distribuye la vida y las horas en sus tres hijos, en sus tres trabajos y en sus tres pasiones: la docencia, la investigación y la música. Dormir es, en este ideario, un desperdicio.
El que duerme cuatro horas por día es Yamil Ponce. Se define como alguien sencillo, que intenta ser buen padre, a quien le gusta la medicina y le apasionan otras cuestiones. Tiene un perro y tres hijos: los mellizos Elián y Sofía, de tres años, y Yael de ocho.
La hermana de Ponce, 16 años más grande que él, murió hace dos años de Gripe A. La pérdida por culpa de un virus dejó impotente a un hombre que cura con la manos y que se hace amigo de sus pacientes. Es, según su currículum, profesor en medicina, docente universitario, médico y cirujano cardiovascular. Es, según la compulsión, recurso o necesidad periodística por titular o etiquetar, el héroe que le salvó la vida a Frank Joseph Wolek, el turista estadounidense que fue asaltado y apuñalado por dos delincuentes de 17 y 18 años en el barrio de La Boca, en la zona de Caminito.
Si Dios me puso en este camino, no fue para que me eche a dormir. Vengo de una familia muy humilde: haber llegado a estudiar secundario es un milagro. Yo le debo a mi sociedad
Yamil nació en los medios el 8 de diciembre de 2017. Un día antes sucedió algo que no suele ocurrir: eligió descansar. "Estaba por ir a tomar algo con un amigo hasta que le dije: 'Mejor me voy a dormir temprano porque no sé, estoy medio apagado'. Entonces me acosté un poco antes. Como el 8 de diciembre es feriado, llegué rápido al hospital porque no había mucho tránsito. Cuando estoy casi subiendo al tercer piso, me llaman para avisar que estaba viniendo un paciente en gravísimo estado, apuñalado. Bajé a verlo: tenía perforaciones por todos lados, unas diez recuerdo haber contado, pero tenía dos que habían atravesado el corazón y cuatro que habían atravesado los pulmones", recordó.
No sabía quién era. No le importaba. Esa persona que en ese momento estaba en una camilla a minutos de morir se convertiría días después en su amigo y en su invitado de honor de la cena de fin de año. Pero en ese momento no le interesaba quién era o qué hizo para estar ahí: "Lo único que hacemos es concentrarnos para ayudar a salvarle la vida. Me acuerdo que fue todo muy rápido. Para mí fue un milagro. En la medicina no creemos en milagros, porque pensamos que tienen que ser como algo mágico. Milagro fue todo lo que pasó: que alguien haya visto esa situación, que otro haya llamado al SAME, que el paciente haya venido, que el ascensorista esté justo llegando abajo. El milagro es ése".
El médico reniega del calificativo de héroe y dice ser apenas un instrumento más en la cadena de hechos que le devolvió la vida a Wolek. "Ese día practicamos una técnica quirúrgica que vengo haciendo con éxito hace muchos años. Si le hubiésemos hecho caso a lo que dicen los libros, el paciente habría muerto", reveló sin modestia. Acepta que desde aquel día su vida cambió: "Me siento con más responsabilidad de la que tenía antes. Si bien soy responsable de las cosas que hago, ahora siento más responsabilidad porque mucha gente de mi país se apoyó en mí. Con mis errores y mis virtudes, lo que quiero es no defraudar a mi país. Siento eso".
Hubo una revolución social por el caso. El turista estadounidense -que por entonces tenía 54 años, es fotógrafo y artista conceptual- fue asaltado por dos adolescentes. Al mayor de ellos, a Juan Pablo Kukoc lo mató por la espalda el policía bonaerense Luis Oscar Chocobar, quien mientras se dirigía a su trabajo vestido de civil advirtió el robo y corrió tres cuadras al delincuente antes de gatillar. Una cámara de seguridad registró el asesinato. El presidente Mauricio Macri recibió al efectivo en la Casa Rosada y la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich defendió públicamente su accionar. En enero, el oficial fue procesado por "homicidio agravado por uso de arma y en exceso de la legítima defensa" y se le trabó un embargo de 420 mil pesos sobre sus bienes. En octubre, la Corte Suprema de Justicia desestimó un recurso de queja de la defensa, anuló las apelaciones, asentó su procesamiento y ahora Chocobar deberá ir a juicio acusado de "homicidio agravado en exceso del cumplimiento del deber".
Ese día practicamos una técnica quirúrgica que vengo haciendo con éxito hace muchos años. Si le hubiésemos hecho caso a lo que dicen los libros, el paciente habría muerto
Yamil destacó que la sociedad prestó especial atención a este acontecimiento. Subrayó que intervino la política desde sus más altas esferas, nombró al presidente argentino, al presidente boliviano y al canciller de los Estados Unidos. Pero prefirió detenerse y recuperar la historia del renacimiento de Wolek: "Me llaman a los cuatro días de la operación diciéndome que lo estaban por despertar, por si quería ir a verlo. Y estuve ahí cuando se despertó. Yo estaba al lado en silencio cuando abrió los ojos. Estaba un poco desorientado, me miró un rato y me dijo: 'Vos fuiste mi médico'. No sé si fue una corazonada o qué. Le dije que sí, que estábamos muy contentos de que estuviera vivo y bien, le pedí disculpas en nombre mi país por la situación que había vivido y le conté que todos estábamos haciendo fuerzas para que se recupere". Esa fue su primera charla.
Después se hicieron amigos. Joe estuvo 54 días en Argentina, 21 de ellos los vivió internado. La noche del 31 de diciembre de 2017 la pasó acompañado por su mujer y por la familia del médico que le devolvió la vida. "Estaban en un país solos, sin hablar el idioma y en Año Nuevo. Se me ocurrió algo que se le hubiese ocurrido a cualquiera. Les dije que vinieran para casa. La pasamos muy bien", narró.
Durante los primeros minutos de 2018 cantaron. Bajaron unos parlantes, los acomodaron en el quincho y armaron un karaoke. Hicieron una rueda de canto. El cirujano entonó un tango con su papá: "A Joe le tocaba New York, New York, al estilo Frank Sinatra, pero no sé qué pasó que la cinta saltó y de golpe empezó My way (A mí manera). La cantó con mucho sentimiento, nos conmovió a todos por cómo la entonó y por cómo estaba, a una semana de haber salido de la internación".
Cantar es eso que Yamil hace cuando elige no dormir. En su casa de Pilar montó un mini estudio en la planta alta. Pintó las paredes de dos colores distintos: cuando canta tango, mira la pared roja; cuando canta folclore, mira la pared verde. Confesó que le producen sentimientos de vértigo y fervor, y de paz y solemnidad. De los laterales cuelgan dos guitarras criollas, dos guitarras acústicas, una guitarra eléctrica, un rosario y varios cuadros y distinciones. Hay un violonchelo, un bongó, dos órganos, dos micrófonos, púas y partituras de música cristiana y canciones de Luis Miguel. Es su refugio, su retiro artístico, su sala de terapia.
"No tengo tiempo para ensayos. Cuando intento tocar algo son las dos o tres de la mañana. Lo que hago es para no matar el don (hace señas de comillas). Trato de no tener excusas para practicar". Sin excusas, pasó de tocar Barroco del pianista y compositor argentino Juan Fernando Bebu Silvetti en la versión de Raúl Di Blácido a cantar Puerto Sánchez del poeta, músico y cantautor argentino Jorge Méndez. "Escucho de todo: música cristiana, clásica, folclore, cumbia, chamamé, cuarteto, tango. En un solo viaje en mi auto voy de Mozart a Rodrigo. En mi casa se escuchaba Chopin: mi mamá había ahorrado para comprarse unos discos de música clásica. La cumbia y el cuarteto me entraron por los poros. Y el tango es de mi viejo. Me levantaba escuchando 'LT24 Radio San Nicolás la mañana del tango, la mañana del 2×4′", recitó.
Yamil nació en Villa Libertador San Martín, Entre Ríos, pero se crió en San Nicolás, al norte de la provincia de Buenos Aires, hasta los 15 años. Nunca le faltó comida pero recuerda algunos años que califica como "complejos". Su madre hacía trabajos de peluquería en su casa y su papá era tornero. Vivían a media cuadra de la virgen de San Nicolás. Los domingos de misa era trapito: "Aprovechaba para cuidar autos. No es que mi mamá me lo pidiera, pero yo me ganaba unos mangos. Y me di cuenta que al lavarlos, ganaba el doble. Así que ahí organicé un grupito de chicos que lavábamos autos. Con lo que ganaba, me podía pagar un mes más de música".
Hizo primer grado en una escuela privada. Pero él quería ir enfrente, donde estaban los chicos con guardapolvo del colegio público. No puede explicar bien por qué pero se sentía mejor ahí. "Recuerdo cosas muy buenas de maestras excelentes, pero también recuerdo un dicho que alguien dijo al pasar: 'Pensar que de éstos que están acá, no va a salir uno como la gente'. Yo era muy chiquito cuando escuché esa frase. Por estadística lo dijo. Pero también me acuerdo de una frase de mi mamá. Cada vez que iba al colegio a la mañana me decía: 'Si tuviste la oportunidad de soñarlo, tenés la oportunidad de lograrlo. Sino no lo hubieses soñado…'. Ese dicho marcó un camino fuerte en mi vida".
De chico, ya sabía lo que quería ser. Soñaba con dos profesiones distintas. "Estaba entre ser basurero o médico", reconoció. Basurero porque sentía atracción por el trabajo de un conocido que sobrevivía encontrando utilidades en los desperdicios de otros. Y médico por el doctor Fosa, su pediatra y la inspiración de su oficio: "Tanto cariño le tenía que le decía Papá Fosa. Él no usaba mucho estetoscopio. Aceraba su oído a mi espalda y me pedía 'tosé, tosé de vuelta'. Yo sentía que me curaba, que me sentía mejor. 'Qué bueno lo que hace este hombre. Me gustaría hacerlo a mí', pensaba".
Volvió a Entre Ríos, a la localidad Puiggari, para estudiar medicina en la Universidad Adventista del Plata. Sus padres se habían mudado circunstancialmente a Europa para trabajar como misioneros en iglesias de España y Portugal. Estuvo de pupilo: solventó sus estudios con becas y sus ingresos con arreglos de partituras.
Mientras estudiaba, participaba en un conjunto vocal. Su inicio en la música fue obra de la casualidad, designio divino. Cuando tenía seis años acompañó a su madre a su primera clase de piano. A él lo pusieron a jugar con un auricular enchufado al teclado. "Me divertía con el teclado mientras mi mamá aprendía. A las dos o tres clases, se ve que enchufé mal el auricular y salió el sonido por los parlantes. Y lo que salió era lo que estaba tocando mi mamá: había sacado completa la obra. El profesor le dijo a mi mamá que yo tenía oído. Pero como no había plata para los dos, ella me cedió su lugar en el estudio".
Siguió estudiando piano y saxo hasta los 16 años. También toca trompeta, violonchelo y guitarra. Pero su instrumento es el órgano de iglesia, el órgano con pedales. Dijo que canta de caradura, que canta porque le gusta que la gente se ponga contenta, que canta porque cantar, bailar y reír no le hace mal a nadie. Reveló que cuando opera pone música y que le canta, fuera del protocolo y el academicismo, a sus pacientes. Lo hace desde los 18 años, desde que era estudiante de medicina. "A veces algún colega se pone pudoroso o le parece cursi. Pero va avanzando la época, van avanzando los tiempos. Deberíamos plantearnos ser un poco más naturales", recomendó.
Yamil no imagina la vida sin la música y, menos, la medicina sin la música. "La música es un arte que va directo al corazón y eso es lo que intento llevarles a mis pacientes", afirmó. "Llevarle una canción al corazón" es un lema que aprendió de sus profesores. Su justificación tiene sustento profesional: "La alegría y el ejercicio de canto libera endorfinas, endorfinas buenas, que estimulan al sistema inmune para protegerlo de bacterias, virus, microbios. Tener buenas endorfinas al practicar canto o ejercicios con instrumentos creo que es bueno".
En el servicio de cirugía cardiovascular atiende a pacientes a los que se le taparon o reventaron las arterias. Yamil sugiere que el 95% de sus enfermos son producto del cigarrillo. Lo que les canta obedece a un patrón generacional: "Si yo te digo: gente de más de 70 años, a la que le gusta el cigarrillo, el alcohol y alguna otra cosa, es raro que prefiera lo melódico. Va de la mano con el tango. No es que critico al tango por eso: antes había poca información. A esa gente, a parte de unirles el cigarrillo y otros vicios de la noche, en alguna forma los unió el tango". Pero no tiene repertorio, improvisa. Canta boleros, chistes, canciones de fe y esperanza.
Es muy bueno ser un buen médico pero es más lindo ser un médico bueno. Parecen las mismas cosas pero no lo son
Leonardo Facundo Ortolino es un músico que lo contactó a través del canal propio de YouTube. Coordinaron juntarse para tocar y cantar temas de tango y folclore en salones acordes. Como el tiempo no sobra, acordaron encontrarse en las guardias del Argerich. Por eso algunos viernes, en los pasillos del hospital, suele celebrarse un show íntimo del cirujano cardiovascular. El ensayo es el preludio de un sueño. "Si vamos a ir a tocar a un salón, van a ir amigos, conocidos y nos van a aplaudir siempre. Mi sueño es poder cantar alguna vez en una estación de tren o en una línea de subte, más que nada en la línea del subte D. Esa es la prueba de fuego, ahí vamos a ver cómo reacciona la gente, ahí vamos a ver si realmente estamos llegando a la gente o no".
"Si tuviste la oportunidad de soñarlo, tenés la oportunidad de lograrlo. Sino no lo hubieses soñado…". La frase que grabó de su madre resurge. Para imaginarse cantando y tocando en una estación de subte, Yamil Ponce tuvo que haberlo soñado. Lo habrá hecho en una de esas noches cortas de sueño.
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