Salí de mi cama cucheta a las 8 de la mañana. En la Base Marambio era la hora exacta de "la formación", por eso Celeste Córdoba -"Primer teniente" de la Fuerza Aérea y mi compañera de cuarto- ya se había ido. Volvió un rato después, yo había dejado la luz prendida pero había vuelto a meterme en la cama: "El día está hermoso -dijo-. Parece que viene el avión a buscarnos".
Es Thomas Khazki -21 años, mi compañero en Infobae– quien me enseña hoy: lo veo ponerse lo primero que encuentra, buscar su valija rígida y salir. Reconozco que nos hemos burlado de él: con ráfagas de viento que han llegado a ser huracanadas, su drone y mi saquito de hilo competían en inutilidad.
Pero Thomy nunca perdió la confianza: había venido a la Antártida a volar el drone y siempre había tenido claro que, en el momento en que el piloto tuviera el viento manso como para aterrizar el Hércules, él iba a tener el mismo viento manso para hacer lo suyo. Lo veo elevar su ave sobre el mar congelado de la península antártica y me emociona. Cuando termina, nos abrazamos.
Salió el sol pero la sensación térmica es de 10 grados bajo cero. Tenemos un par de horas para hacer lo que el temporal de viento, niebla y nieve nos obligó a poner en pausa durante seis días. Veo a los pilotos y a los mecánicos del Twin Otter -los que ayer nos hicieron empanadas caseras- preparar el avión para llevarnos a conocer la Antártida desde el cielo.
Contando a la tripulación completa, somos ocho en el pequeño avión con el que usualmente llevan víveres y personas a otras bases. Y lo que se crea es un ambiente de fascinación silenciosa e intimidad. Es difícil explicar con palabras lo que vemos. Y es difícil explicar lo que me pasó en el cuerpo en el momento en el que uno de los tripulantes me convidó un mate.
Pido permiso para desabrocharme el cinturón y grabar desde otra ventana. Me agacho en el espacio mínimo, miro por la ventana y así me quedo durante un rato, sobrevolando la Antártida, arrodillada ante la inmensidad.
Miro los bloques de hielo, algunos tienen lagunas en sus techos. Alguien me explica que estos témpanos están sueltos pero que, cuando están mas cerca de la caleta, hay pingüinos en esas lagunas. Vemos la Isla Cockburn, que había estado escondida por la niebla. El mar es azul donde no está congelado y los pedazos sueltos de hielo parecen papelitos en la cancha. Desde acá puedo ver y dimensionar la Base Marambio, a la que íbamos a visitar por dos horas y en la que terminamos viviendo seis días.
Bajamos del Twin y el comodoro Lucas Carol Lugones, el nuevo jefe de la base, nos llama a su oficina. Quiere entregarnos un diploma que certifica que esta es nuestra primera vez en la Antártida. Cuenta que a él le dieron el suyo en 1994 pero era demasiado joven y no le dio importancia. Nos pide que no hagamos lo mismo, que la primera vez es única.
Nos habla del esfuerzo que hacen quienes vienen a mantener las bases argentinas, a "hacer Patria", y nos cuenta que esta mañana sucedió lo que más temen quienes vienen a invernar a la Antártida. A Carlos Cavallero, el pronosticador, le avisaron que había muerto su mamá.
Cruzo a Carlos en un pasillo apenas salgo de la oficina. Quisiera abrazarlo pero vengo aguantando el llanto desde la mañana y tengo miedo de hacerlo quebrar: decidió no volver y se lo ve fuerte.
Me preguntan si estoy contenta de que al fin podamos volver y tardo en contestar: lo estoy, pero también estoy contenta porque haber quedado varados fue lo que nos permitió vivir una aventura así. Camino por una pasarela entre la nieve con mi mochila y veo, a lo lejos, que está llegando el Hércules.
Alguien me grita desde la torre de control y me saca una foto desde allá arriba. Mauricio Laurizi, el jefe del Centro Meteorológico, baja a darme un abrazo. Le digo "gracias", porque lo taladré a preguntas durante todos estos días, y me contesta: "Gracias a ustedes, por contarle a todos lo que hacemos acá". Una amiga me hace notar que parece la despedida de la casa del Gran Hermano.
Voy al comedor a despedirme de los cocineros y de "las Marías" (los ayudantes de cocina y los que lavan los platos). En el camino, me cruzo a Julián Barreras, el encargado de base. Le digo "gracias por todo" y ya sé que voy a llorar. Me abraza largo cuando se da cuenta. Detrás del abrazo, veo el cartel de madera que cuelga en el comedor de este pedacito de la Antártida:
"Cuando llegaste apenas me conocías, cuando te vayas me llevarás contigo".