Me levanto antes de las 8, sobresaltada: ¿me están cascoteando la habitación? Siento los piedrazos en el techo, que es de un plástico duro, y salgo al pasillo así, con el pijama que hoy celebra una semana ininterrumpida de uso. No veo que a nadie se le haya movido un músculo con el ataque aéreo. Después, me explican. Se llama "cencellada": las estalactitas que colgaban de cables, techos y barandas empezaron a desprenderse.
Voy a ducharme y reviso mi mochila por enésima vez: confirmo que vine a la Antártida con dos remeras (una de mangas cortas) y dos bombachas pero atención-: traje maquillajes. Salvo el saquito de hilo, no se me ocurre nada más inútil. Empiezo a pensar en recurrir al trueque –¿un rubor por una remera limpia?- porque acá no hay nada que se pueda comprar, y entonces no, tu plata no vale.
Ya no sé en qué día estamos. Convivo en la Base Marambio con las mismas 88 personas desde el miércoles pasado: nuestro Gran Hermano tiene ahora un condimento particular en su escenografía. Algunas ventanas quedaron completamente bloqueadas por una nieve compacta mezclada con una especie de arcilla gris llamada "permafrost". Sacamos una foto: alguien nos dice en las redes sociales que parece "El grito", la obra de Munch.
Thomas Khazki, mi compañero en Infobae, recibe un whatsapp: "Buen día, o la hora que sea allá" y confirmamos lo poco que sabemos sobre la Antártida (por las dudas: vivimos en la misma hora que ustedes). Creo que Thomy tiene algún tipo de entrenamiento militar porque sabe racionar perfectamente: trajo dos jeans y todavía no quiere usar el segundo. Tengo 16 años más que él y se nota: hoy le dije "cámbiate ese pantalón por Dios, lo parás y camina solo". No lo hizo.
Llevamos seis días varados en la Antártida y una pregunta de Julián Barreras, el encargado de base, me da el indicio que necesito para saber que tal vez esto venga para largo: "¿Querés unas pantuflitas?", me dice, en cordobés profundo. Escribo con las medias térmicas donadas y con pantuflas azules talle 41: me sobra suela de todos lados. Hoy nos explicaron cómo usar el lavarropas industrial, que está atrás de la cocina: quienes vienen a pasar un año pueden lavar ropa más o menos cada 20 días.
Hasta ahora, el miércoles iba a ser nuestra gran chance de que el Hércules pudiera venir a buscarnos. Contesto por acá una de las preguntas que más nos hicieron durante estos días: "¿Por qué se fue el avión que los llevó?". La respuesta es que su misión era traernos a presenciar una ceremonia que iba durar dos horas y llevarse a la dotación que acababa de cumplir un año entero en la Antártida. Había un vuelo programado para el día siguiente, a lo sumo el posterior, por eso aceptamos quedarnos. Después vino el temporal.
Las chances eran del 50/60 por ciento pero hoy bajaron al 40. Se espera que el miércoles sea un día con nubosidad baja, lo que reduciría demasiado la visibilidad. El jueves vendrá a visitarnos una masa de aire polar, por eso ya está calificado como "no operable". Podría ser el viernes por la tarde, con altas probabilidades de ver en la base Marambio el Boca-River. Mientras escribo veo que comenzó a nevar y leo el nuevo parte meteorológico: acaba de resucitar una posibilidad de volver mañana.
No somos los únicos que estamos dando vueltas en la calesita del tiempo. Los pilotos del Twin Otter, el avión que espera aburrido en el hangar, tampoco pueden hacer lo suyo: no pueden volar a otras bases y lanzarles carga o víveres ni anevizar para llevar personal. No pueden hacer relevamientos fotográficos de glaciares y, afortunadamente, nadie en otra base necesita una evacuación sanitaria.
Lo que hicieron entonces hoy los pilotos y los mecánicos fue cocinar empanadas de carne cortada a cuchillo para los periodistas varados. Acá no hay tapas de empanadas prolijas con separadores: los muchachos amasaron para nosotros.
Cocinaron Jeremías Vega -el comandante-, Juan Ordovini -el copiloto-, los mecánicos Aldo Latorre y Pablo Arrayán, Leandro Herrera –el auxiliar de carga- y Osvaldo González, el encargado de la aviónica (la electrónica del avión). Son los llamados "Águilas" y, de acuerdo a su rango, son Águila 1, Águila 2, Águila 3 y así.
Brindamos con un vino Colón con una etiqueta pegada con lapicera que decía "Rutini, edición limitada" y nos sentimos tan locales que pedimos llamarnos Águila 7, 8, 9 y 10. Nos dicen que "ningún problema" pero que el bautismo es afuera. Mis fuentes me advierten que te tiran nieve en la cabeza y, cuando te distraés, te meten un poco por la nuca, a través del cuello del buzo polar. La térmica está en 7 grados bajo cero y sonreímos con cara de "bueno, la próxima".
No hay mascotas –el tratado Antártico prohíbe traer especies no nativas- pero el olorcito a empanadas caseras, las anécdotas de sobremesa de los pilotos sobre "momentos de pánico durante un vuelo" o la del hombre que el año pasado se desorientó y sobrevivió una noche a la intemperie hacen de este hangar antártico nuestro hogar antártico.
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