En 2012 me di cuenta de que cada año mi hijo de diez comía su propio peso en azúcar. En realidad, el azúcar eran unos kilos más: unos treinta kilos de dulce contra veinticuatro de niño. El dato no llegó a través de un estudio médico que tuvimos que hacer por la aparición de una enfermedad, ni de la evaluación de un nutricionista. En algún momento, simplemente me detuve en los gustos de Benjamín, en lo que comía y tomaba en los recreos, en el almuerzo de la escuela y en la merienda y la cena que le servía yo en casa, en lo que compraba su abuela para ofrecerle a él cuando iba a visitarla, e hice la cuenta.
Empecé tímidamente por mi alacena y terminé horas internada en la góndola del supermercado dando vuelta producto a producto con pulsión detectivesca. Así, provista del celular que amplía las imágenes como una lupa, entre juguitos, galletitas, cereales, postrecitos, yogures, unas (pocas) golosinas, unas (poquísimas) comidas congeladas y snacks, eso fue lo que sumé: unas veintitrés cucharadas de azúcar agregada al día.
Una cantidad tres veces mayor al límite estipulado por la Organización Mundial de la Salud.
A mi favor puedo decir que hasta 2015 nadie decretaría formalmente ningún límite al consumo de azúcar.
Algo similar sucedía con el resto de los ingredientes que fui descubriendo entre nombres y siglas enigmáticas: si tenía que guiarme por lo que pasaba a mi alrededor, nadie parecía alarmarse porque un pan de molde (cuya receta original es harina, levadura, agua y sal) tuviera, además de azúcar, veinte aditivos diferentes que incluían colorantes, espesantes, reguladores de la acidez, antiaglutinantes y edulcorantes.
¿No se alarmaban?, ¿o confiaban en que estaban ejerciendo un consumo responsable basado en el equilibrio, la moderación y la indulgencia controlada?
No es fácil ver el engaño cuando todo parece estar tremendamente expuesto. Mi búsqueda duró unas cuantas semanas. Bajo la luz blanca del sector lácteos, me detuve entre las cajas que proponen un desayuno divertido y energético, entre aderezos, sopas y postres en sobre, en el gélido pasillo de los congelados, y anoté: casi todo —también lo salado— tiene azúcar; el yogur de frutillas no tiene frutillas; el chocolate en polvo no tiene cacao; las galletitas de distinto sabor son todas harina, aceite y aditivos más una variedad de saborizantes y aromatizantes; los nuggets de pollo son maíz y vísceras; las hamburguesas de carne tienen más soja que carne.
Conclusiones:
1. Nada es lo que parece.
2. No conozco muchos de los ingredientes que está comiendo mi hijo.
3. Eligiendo una gran variedad de cajas, potes y bolsas estoy dándole de comer una y otra vez lo mismo: harina blanca, almidón, aceite de soja, maíz y palma, colorantes, espesantes, conservantes, sal y azúcar, que él últimamente pareciera preferir por sobre todas las comidas que yo le preparo.
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Lo que no sucede con las caries, los problemas hormonales, los cambios en el temperamento, sucede con la obesidad infantil: los niños y niñas que la padecen son de lo más evidente. Se trata de millones y cualquiera los puede ver: caminando por la calle, sentados en el aula, jugando en la plaza o en la playa o en la pileta del club. No hay atuendo que los oculte. Ahí están:
Uno de cada diez menores de cinco años.
Tres de cada diez adolescentes.
Se habla de ellos en congresos agrupándolos en cifras espeluznantes: cuarenta millones, toda una nueva generación. Se legisla en su nombre y las marcas —que procuran nunca mostrarlos ni en sus publicidades, ni en sus acciones de marketing— tienen en cada uno de sus departamentos, cabezas orientadas a atender la epidemia. Lanzan productos "saludables", promueven eventos deportivos, patrocinan investigaciones científicas que les quiten la responsabilidad de encima y, en otra clara lección que les dejaron las tabacaleras, hasta generan el material legal necesario para salir en su defensa.
El contexto es tan claro como border: una cosa pareciera ser la gordura y otra muy distinta quienes la padecen.
La obesidad es cada vez más un problema de todos, pero, al mismo tiempo, cada gordo se señala con el dedo y se expone sin contexto en busca de una causa responsable para esa "desgracia personal": problemas genéticos, emocionales, de pereza, de irresponsabilidad familiar o de pura glotonería. El diagnóstico individual suele ser arbitrario pero peor es la solución que les dan. Un "elige su propia aventura" en un catálogo donde conviven ideas de lo más brutales y humillantes.
Por supuesto, mi hijo tuvo y tiene compañeros con sobrepeso y algunos diagnosticados con obesidad, y ninguno la pasa bien. Pero ese año José fue el que la pasó peor.
Era sexto grado y José había ingresado al colegio un año antes. Un chico tímido de ojos verde seco y boca con forma de corazón que sabía volver solo en colectivo cuando ninguno de sus compañeros todavía se animaba a tanto. También era hijo de una madre que estaba sola, Susana: una mujer unos diez años más grande que yo, que cada dos meses quedaba desempleada y tenía que volver a empezar.
—¿Tiene amigos José? —le pregunté a Benjamín.
—Pocos.
—¿Por?
—Qué sé yo, mamá: no habla mucho, no juega al fútbol, ni idea.
Una tarde lo invitamos a casa y resultó un chico amable y educado pero entre ellos no congeniaron.
Al tiempo volví a verlo a la salida: me saludó de lejos con un gesto rápido, llevaba auriculares, caminaba aislándose.
—No puedo entender que la madre lo vea así de gordo y no haga nada —dijo por lo bajo Andrea, madre de otros cinco chicos en el colegio.
—Además cada vez está peor —le respondió Marta.
—Es más fácil dejar que el chico coma lo que quiere que educarlo —terminó Inés. Aunque, por supuesto, ninguna tenía idea de lo que ocurría adentro de esa casa, ni estaba dispuesta a imaginar que José seguramente comía lo mismo que sus hijos.
Quien tomó el caso fue Miguel, el profesor de educación física. Si todos corrían una vuelta a la cancha, a José lo hacía correr dos. Cada vez que lo lograba le daba un regalo: figuritas, un monedero, una birome. Lo nombró su ayudante. Le dio ejercicios para llevarse a la casa.
—Pero yo creo que no hace nada. Si en la clase a veces parece que se va a morir de lo rojo que queda —me dijo Benjamín con susto. El mismo susto que nos dio a las madres y los padres que estuvimos presentes cuando, en la sede deportiva del colegio, se celebró el día familiar y Miguel se propuso tener su momento ¡Oh capitán, mi capitán! robado de La sociedad de los poetas muertos.
Hubo juegos de postas, de embolsados, y la carrera final.
Miguel —remera negra ajustada, bronceado eterno, anteojos de sol— parecía haber esperado este momento el año entero. Dio la largada y los chicos corrieron. También José, que tardó unos quince minutos más que el resto en tocar la línea de llegada. Lo hizo llorando. Con la cara bordó. Agitado y agarrándose el pecho como si se estuviera infartando. No le resultó nada emocionante que sus compañeros, como les había pedido Miguel, lo aplaudieran en masa. Se tomó de la mano de su madre, le dijo algo por lo bajo, y sin mediar palabra abandonaron juntos el predio.
Al año siguiente, mi hijo cambió de colegio y no volveríamos a saber de José ni de Miguel, pero cuanto más me interiorizaba en estos temas más me daba cuenta de que esa obsesión motivacionista del profesor de gimnasia estaba lejos de representar un caso aislado.
Según un estudio publicado en The Lancet, el 90 por ciento de los profesionales que trabajan en políticas públicas considera que la obesidad es un asunto donde prima la fuerza de voluntad. "La motivación personal influye muy fuertemente en la obesidad", dijeron específicamente como si estuvieran dando una sentencia.
Así, si bien hay algo parecido a un acuerdo en lo que a prevención se refiere —y de esa preocupación en común nacieron muchas de estas leyes que viajé a conocer—, cuando el tema tiene un nombre, un rostro, una historia y ese peso que no se revierte tan fácil como se ganó, todo entra en el terreno de lo oscuro.
En el tiempo que dediqué a hacer este libro conocí muchísimos casos como el de José. Niños, niñas y hasta bebés, pululando por hospitales, consultorios privados y gurúes que les prometían adelgazar como los evangelistas que a las tres de la mañana prometen dar en su misa el elixir para la buena suerte.
Para todos esos chicos las leyes llegaron tarde. Lo que llegó en vez fue la respuesta de una sociedad que, con o sin ambo blanco y diploma, encontró en la gordofobia un modo de canalizar sus peores demonios.
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