Carlos revuelve su café y mira hacia el río. Por ahí está su barco, que fue su refugio hace 40 años, cuando el colegio se convirtió en una sede del infierno. "Tenía 12 años y un grupo de amigos espectacular. Era muy feliz -suspira-. Lo que pasó después me hace acordar a esas mañanas en las que uno se para frente al río, sonríe y piensa 'qué día hermoso', y no ve que atrás se está formando una tormenta negra".
Carlos Castrillo es abogado y tiene 54 años. Se considera "sobreviviente del bullying" porque, explica, un sobreviviente "es alguien que atravesó una situación límite que condicionó el resto de su vida". Lo que está por contar no es la historia del bullying que se cuenta siempre -una foto estática que empieza y termina en el colegio-. Lo que está por contar es lo que pasa después, cuando el secundario termina pero "el demonio" queda adentro.
Fue a los 10 años la primera vez, y no fue en el colegio. Carlos había empezado a navegar y había viajado con una delegación de 15 chicos a un campeonato sudamericano: "Yo era muy introvertido. Y una de sus diversiones a la noche, cuando ya estábamos en la cama, era pegarte hasta hacerte llorar. Sólo cuando llorabas te dejaban", arranca. Nadie le dio demasiada importancia. Eran "cosas de chicos" y lo que a él le faltaba era sentido del humor.
No había riesgo de que algo así le ocurriera en el colegio, porque allí estaban sus amigos íntimos. Pero su séptimo grado comenzó en Estados Unidos (sus padres lo enviaron a vivir unos meses con un tío) y Carlos volvió a Argentina hablando inglés fluido y contagiado de un espíritu entusiasta. Ese año, salió abanderado y ganó todas las medalla que había. "Se ve que me estaba convirtiendo en el nerd que había que eliminar, como fuera".
Hubo, en el viaje de egresados, algunas pistas de lo que estaba por venir: horas oyendo a sus compañeros burlarse porque su nombre -Carlos Vicente- "sonaba a telenovela venezolana". Hubo otras en el primer año de secundaria, cuando los más grandes buscaban a los nuevos para patearlos.
En segundo año ya no quedaron dudas: "Volvía del recreo y había un papelito en mi pupitre que decía 'sos un boludo'. O cada vez que yo hablaba los de atrás, 7 u 8 a la vez, susurraban 'boludo, boludo, boludo'". Tenía 14 años cuando decidió hacer una fiesta para que después lo invitaran a otras: "A ellos no los invité. Y a medida que se acercaba el día me iban llegando amenazas. Decían que iban a entrar por la fuerza y que yo iba a pasar mi fiesta encerrado en el baño".
No sucedió ahí pero sí cuando una amiga organizó otra fiesta y le pidió a Carlos que lo ayudara con la lista de invitados. "Los taché. Cuando se enteraron, me quisieron linchar". Carlos estaba bailando cuando los vio llegar. "Empezaron a rodearme, a escupirme. Me señalaban, decían 'es él'. Yo no pesaban ni 50 kilos y en el colegio se jugaba al rugby así que, sumado al miedo de entrar en una pelea, mi sensación era 'acá me matan'".
Era subirse a un ascensor y el resto repetir 'boludo, boludo, boludo'. Era inaugurar el teléfono fijo con un llamado: "Hola, boludo". "Ya no eran algunos, porque eso se empieza a contagiar. Era una especie de ameba que estaba en todas partes". La palabra que elige no es casual: las amebas cambian de forma todo el tiempo y se alimentan de organismos más pequeños, a los que fagocitan.
Fue ese mismo año que, desde el patio, Carlos vio el humo que salía de la zona de las aulas. "Habían tirado mi bolso a la basura, con mis carpetas, mis libros, y lo habían prendido fuego". Fue la primera vez que "explotó" y su mamá lo convenció para que hablara con el psicólogo y el cura del colegio. "Lo hice. Pero alguien me dijo: 'estas cosas no se arreglan así, no podés delatar a otro, si sos hombre tenés que arreglarlo como hombre'. Ahí me convencí de que, además de boludo, era un gallina'".
El bullying lo había limado tanto que el mundo del yachting se convirtió en su refugio. Y a los 16 años, cuando con su equipo ganaron el mundial en Turquía, Carlos se asustó: "Nos hicieron una nota en El Gráfico, todos estaban felices. Yo no. Pensaba "si fui abanderado y me lincharon ahora que salí campeón, en el colegio me entierran".
No fue eso lo que pasó: lo aplaudieron. Ahora las chicas querían salir con él. "No importaba, yo seguía sintiéndome el boludo. El bullying, al igual que el abuso sexual, te hace perder tus propios límites: hay alguien que entra y sale como quiere, pasa por encima tuyo como quiere".
No funcionó con la chica que lo había deslumbrado porque apareció el síndrome de estrés postraumático: "Volvió todo aquello y terminé sintiendo que me estaba invadiendo". Carlos ya estaba corroído: "Tenía una inseguridad terrible. Me acuerdo que empecé el psicólogo y le dije: '¿cómo se puede estar seguro de que uno está seguro?'".
Terminó el secundario "tirado en una cama, mirando una lamparita". Le diagnosticaron depresión y lo medicaron pero siguió conviviendo con el demonio: podía explicarle todo a sus compañeros de universidad pero no podía dar un examen. "Llegué a pensar en el suicidio. ¿Por qué no lo hice? Siempre creí en la Reencarnación, entonces pensaba: 'Si me pego un tiro, va a ser como el juego de la Oca: voy a volver dos pasos atrás, voy a volver a vivirlo. El temor a volver a vivir aquel infierno se trasladó a toda mi vida".
Fue tratar, siempre, de desaparecer. Ese era el consejo que su hermano le había dado en el colegio –"no sobresalgas", "pasá desapercibido"-. De las 28 materias que tenía en Derecho, 20 las rindió libres "para no mezclarme con nadie". Carlos recién pudo hablar de lo que había vivido cuando su hija empezó a sufrir bullying por Facebook.
"Me acordé de aquella frase: 'esto se arregla como lo arreglan los hombres" y pensé: ¿qué le digo a mi hija? ¿que la agarre de las mechas? ¿Que lleve un cuchillo al colegio? ¿que le pegue? Yo había leído mucho y ya sabía que los dos son víctimas, tanto el que es agredido como el que agrede". Todavía creyendo que se iban a burlar de él, Carlos contó en el colegio el drama que había significado el bullying en su vida.
Hablar, ya lo había notado, tenía un efecto reparador enorme. Y hace dos meses, cuando el bullying seguía siendo tema central de su terapia, Carlos leyó la historia de una mujer de 35 años recién diagnosticada con Parkinson. Decía que contar lo que estaba viviendo la había ayudado a lidiar mejor con la enfermedad. Carlos hizo lo suyo: escribió lo que le había pasado y se lo envió al grupo de amigos de aquella época.
"Yo me sentía el hipócrita que se reía de las anécdotas pero nunca decía lo que había sentido", confiesa. No había intención de acusar ni deseos de venganza: "Algunos pidieron perdón, otros me agradecieron, otro dijo 'qué hijos de puta fuimos'. Pero aunque ninguno hubiera contestado, el proceso de sacar eso de adentro terminó en el momento en el que hice click, enviar. Ese fue el día en que pude reconstruir mi límite. Fue poder decir 'la raya era esta, nadie va volver cruzarla sin mi consentimiento".
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