David Garland (62) es uno de los más importantes expertos mundiales en el campo de la criminología y la teoría social. Sus trabajos son una referencia al nivel de clásicos como Vigilar y Castigar, de Michel Foucault, o Cárcel y fábrica de Dario Melossi y Massimo Pavarini.
Invitado para participar de una actividad organizada por la Universidad Nacional del Litoral, la editorial Siglo XX publicó recientemente Castigar y asistir, una de sus investigaciones principales jamás editadas sobre suelo argentino. Allí realiza un minucioso análisis sobre la evolución del paradigma penal en el Reino Unido: el pasaje de tratar a los individuos como personas libres y responsables -que eligieron delinquir-, a la visión criminológica que apunta entiende a los sujetos como producto de un contexto, en la cual debe buscarse su reinserción social. Hasta que estas posturas y prácticas también entraron en crisis a finales en los años ochenta del siglo XX.
Por primera vez en el país, Garland tuvo un mano a mano con Infobae y habló sobre los debates centrales detrás del abordaje de las políticas penales. ¿Por qué suelen fracasar los programas para prevenir y erradicar la delincuencia? ¿Qué efectos produce el "populismo penal"? ¿Qué problemas comparten la izquierda y la derecha en la falta de respuestas acordes para llevar el delito a su mínima? ¿Por qué el Estado de Bienestar (Welfare state) británico tampoco tuvo éxito?
— ¿Podría explicar de manera sintética cuál es la utilidad de su investigación para quienes no la conocen?
— El proyecto del libro es ubicar ubicar el mundo del crimen y la justicia criminal en un contexto más amplio, teniendo en cuenta la relación de los ciudadanos con el Estado. En vez de determinar qué castigos deben aplicarse y qué penas en una clave moral, apunto a explicar cómo las condiciones políticas y económicas influyen en el sistema penal. Mi ejemplo es la sociedad británica; cómo ésta desde final del siglo XIX se transforma de una sociedad de libre mercado, de laissez faire, a una que se presenta abierta al Estado de bienestar. Y cómo esa transformación de la política económica implicó cambios en la justicia criminal y sobre el "gobierno de los pobres" en un país.
— ¿Es extrapolable su estudio de caso para entender las cárceles y las lógicas de los sistemas penales de otros países?
— Es un libro de historia pero también de teoría sociológica. Mi teoría sociológica lo que pretende hacer es unir las teorías del poder y de un discurso de "supra poder", y como se articula hacia abajo en la administración de las cortes. Parto de las ideas del marxismo y de Michel Foucault.
— Sin embargo, ese punto de partida habría sido insuficiente. ¿Qué problemas o "puntos ciegos" le encontró a esas teorías como para tener que desarrollar una nueva?
— Las teorías de Marx sobre la formación del Estado y las transformaciones del sistema capitalista son persuasivas, pero no conectan directamente con los detalles de la justicia penal. Michel Foucault expone en Vigilar y Castigar explica en detalle los aspectos de la administración de justicia, pero en mi opinión sus argumentos eran insuficientes para exponer las acciones, las ideas y las motivaciones de los grupos sociales y los actores. Su teoría era muy determinista: mi perspectiva introduce más acciones y elecciones. A diferencia del trabajo de Foucault, lo que muestro es cómo los programas y prácticas penales discursivas son debatidos, contrapuestos y transformados en los procesos políticos. Estas luchas explica las ambigüedades y contradicciones de nuestros sistemas penales. Lo que intento hacer es una genealogía que busca comprender el presente de la realidad penal.
— ¿Qué tipo de consecuencias económicas y sociales produce un sistema penal?
— En mi caso de estudio, el mayor impacto fue ideológico. Las teorías sobre el sistema judicial produjeron una idea acerca del individuo que delinquía, separando el hecho criminal de la estructura económica y capitalista en la que vivía. En los Estados Unidos, las consecuencias que tiene actualmente la justicia penal es mucho mayor. Por ejemplo, si el país tuviera una tasa normal de detenciones, el desempleo sería 2 puntos más altos.
— En su libro deja de manifiesto cómo los objetivos políticos de las cárceles y de la administración de justicia se va modificando con el tiempo.
— Lo que estudié fue cómo ciertas ideas del sistema penal desde fines del siglo XIX se transformaron a lo largo del siglo XX. Los procesos de cambio involucraron una crisis en la estructura y los valores del viejo sistema, que coincidió con la crisis del capitalismo industrial en Inglaterra. Con el decrecimiento de los pobres, el desempleo y el aumento del poder de los sindicatos, aparece el manto de la seguridad social. En estos contextos surgen las nuevas ideas y desafíos. Algunos intelectuales y reformistas se adecuaron al nuevo contexto político; otros insistieron con la pureza de las teorías, y fueron rechazados. La nueva criminología de fines de siglo XIX fue muy crítica del mercado y de la estructura social. Pero las partes del programa que se implementaron se enfocaron sobre el individuo, cuando proponía cambios al nivel de la comunidad y la familia.
— ¿Por qué fracasaron los sistemas penales del Estado de bienestar?
— La pregunta que hay que hacer es cuál es la medida del éxito. Si lo que evaluamos es que las políticas de castigo fueron mejores y más humanas, entonces no fallaron. Pero si el éxito tiene que ver con bajar la tasa de criminalidad, lo que no se observa ahí es que las medidas del sistema penal "welfarista" siempre llegan demasiado tarde. Las naciones que tienen un Estado de bienestar potentes y bien fundados tienen menores niveles de criminalidad y de violencia en comparación con aquellos que es más débil.
— En su análisis sobre el sistema penal victoriano, usted identifica esa idea de que "a los delincuentes hay que odiarlos" y que, por lo tanto, merecen el peor castigo posible. Pese a que pasaron 100 años y ser una idea tan antigua, ¿por qué persiste en la actualidad?
— Desde fines del siglo XIX y hasta 1970, la mayor parte de los penalistas combatieron estas ideas. No solo los expertos, si no que muchos políticos progresistas pensaron que era un tratamiento barbárico. Lo impulsaban la gente que no estaba educada ni informada en el tema. Pero en los años 80′ y 90′, los líderes políticos en Estados Unidos empezaron a conectar con esas viejas actitudes y las abrazaron, creían que ese debía ser la respuesta de "apego a la ley". Ese fue el comienzo del fin del sistema penal "welfarista".
— ¿Qué consecuencias tiene este "populismo" penal?
— Es diferente en cada lugar. Por ejemplo, en los Estados Unidos se produjo que sean encarcelados un número masivo de hombres pobres, provenientes de las minorías. Cuando Michel Foucault escribió Vigilar y Castigar en 1975, decía que el castigo se había convertido en una tarea embarazosa para el sistema judicial, algo vergonzante. Los jueces tuvieron que recurrir a argumentos "científicos" y criminológicos para justificar que lo que hacían no era castigar, si no que estaban reformando y "ayudando" al individuo. Hoy en día ni siquiera se necesita esa coartada. El castigo severo pasó a ser la opinión dominante y una de las facultades que el Estado debe enarbolar.
— Los políticos progresistas suelen estar de acuerdo con que hay que asistir y reinsertar a las personas en conflicto con la ley. Sin embargo, esto suele implicar un mayor control social, algo reñido con las ideas progresistas de libertad. ¿Cómo se resuelve esta contradicción?
— El libro fue justamente pensado para diagnosticar esa contradicción y para mostrar que una aproximación progresista con respecto al sistema penal necesita un abordaje no penal. Con abordaje no penal me refiero a que el énfasis se ponga en la inversión social para prevenir el crimen. Ninguna sociedad invierte en seguridad social, seguros contra el desempleo, protección familiar, educación y salud pública para controlar el delito. La ironía es que la mejor forma de tratar el crimen es no criminológica. La dificultad está en que son cuestiones estructurales de muy largo alcance, aunque pueden hacerse cosas de corto plazo que no requieren masivas inversiones, pero es algo que describo en otro libro (risas).
— En su trabajo usted advierte que uno de los objetivos del sistema penal británico en el siglo XIX era el control de las "clases peligrosas". ¿Es un rasgo que suele persistir?
— Las "clases peligrosas" o enemigos convenientes del sistema penal van cambiando a lo largo del tiempo. En los Estados Unidos, las clases peligrosas mutaron desde los jóvenes afroamericanos varones a los musulmanes y latinoamericanos. Los peligros dependen de cómo funciona un sistema económico y social, no es algo intrínseco a un grupo particular. A comienzos del siglo XX, algunos teóricos advertían que había clases peligrosas porque decían no estaban preparadas para el trabajo o eran mentalmente pobres y no se les podía enseñar ni incorporar al grueso del tejido social. Hasta que el país entra en guerra y toda la población es incorporada al Ejército o a las filas de empleo. El problema de que había de inadecuación al trabajo, de pronto, desapareció.
— En Argentina, la tasa de encarcelamiento aumenta año a año y las prisiones están desbordadas. La prisión preventiva predomina, pocos juicios llegan a condena y los presos están hacinados. El debate suele pasar únicamente en que los delincuentes no estén en la calle. De acuerdo a sus estudios y formación, ¿cómo definiría esta forma de gestión de la seguridad?
— Esto que describes sobre Argentina me es muy familiar porque es lo que viene sucediendo en Estados Unidos en los últimos cuarenta años. La presunción con el que sistema opera es que todo individuo que alguna vez delinquió es una amenaza para el sistema y, por lo tanto, tiene que ser contenido y vigilado.
Esta concepción coincide cuando las tasas de delincuencia y homicidio alcanzaron sus niveles históricos más altos y la violencia pasó a percibirse como una amenaza existencial. El encarcelamiento y el control penal son vistas como respuestas necesarias. Las ideas sobre proporcionalidad del castigo y del riesgo desaparecieron porque este miedo tiene un apego emocional muy grande.
La consecuencia es que millones y millones de personas son encarceladas de manera innecesaria, con un alto costo económico y en última medida, improductiva. Si bien es verdad que hay individuos peligrosos y deben ser recluidos, también es cierto que la mayoría de los criminales superan su fase criminal cuando alcanzan la franja de los 20 y 30 años. Cuando se encarcela a una persona, se le reduce el capital humano y social, generando un problema mucho más serio para la familia y la comunidad en la que vive. El encarcelamiento en escala masiva puede llegar a prevenir el delito en algún grado en el corto plazo, pero a la larga es criminogénica: produce más crimen.
* David Garland es profesor de Derecho y Sociología en la Universidad de Nueva York. Es editor fundador de la revista internacional Punishment & Society, ha publicado
numerosos artículos y libros, entre los que se destacan "Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social" (1990); "La cultura del control. Crimen y orden social en la
sociedad contemporánea" (2001), y "Una institución particular. La pena de muerte en Estados Unidos en la era de la abolición" (2010).