Pepo tiene el pelo blanco como la nieve andina. Todas las tardes de su nueva vida en libertad, cuando Armando, el ser humano que le da de comer, se le acerca, le mete un escupitajo en la cara. Está en su naturaleza. O no. Armando Scoppa bromea que no, que es la bronca que le quedó de cuando lo explotaban en los pasillos de la villa 31. Una llama macho real usado para cotillón, para que los niños se saquen fotos con él un domingo cualquiera, como si fuera La Puna o Cochabamba. Armando entiende los rencores de Pepo con la humanidad, y deja que lance sus bolas de saliva pegajosa. Él se protege con un cartón; sabe que dos o tres impactos y ya está. Pepo no escupe más hasta la tarde siguiente.
A Pegui la tenían gordita y lista en el jardín de una casa suburbana. La iban a comer. Es una chancha negra, robusta, apenas más chica que un Fiat 600. Alguien le avisó a Gabriela Bezeric, la esposa de Armando, y juntos fueron y la rescataron. Por unos pesos a cambio, Pegui se salvó. Desde hace unos años se pasea con la libertad domesticada de un perro. Pegui se sabe un poco reina del lugar y se echa al barro para atraer el amor de Gabriela, que se agacha y le acaricia la panza, las tetas, las orejas, la nariz. "Es muy inteligente, pero es un chancho, aclárenlo", nos dice la mujer mientras el animal hace perturbadores gemidos de placer. "Si tuviera plata le haría una cirugía de nariz", ríe Bezeric, y luego susurra: "Cuando está en celo, Pepo siempre se la quiere montar".
Hay momentos y lugares a los que les sobran los eufemismos. Estas dos hectáreas arboladas en General Rodríguez no podían llevar otro nombre que el que tienen. No hay misterios en lo que Armando, Gabriela y su hermana Noemí hacen. El sitio se llama El paraíso de los animales. Es una granja de rescate, refugio y cuidado de animales y es la vida, literalmente, de estos tres seres humanos.
El paraíso nació formalmente hace 44 años, pero las hermanas Bezeric traen desde su niñez en el conurbano bonaerense un amor por los animales que trasciende casi todo lo comprensible. Por eso Gabriela teme al futuro cercano. La asociación civil, creada en 1995, cuando se mudaron a este predio al costado de la Autopista del Oeste, necesita fondos para sostener la alimentación de los 700 animales que viven aquí, a una hora de Capital: caballos que tiraban carros, perros atropellados, gatos famélicos, pavos reales judicializados y embargados a sus dueños, vacas de banquina, toros, conejos, cabras, patos, Pegui, Pepo y sus amigos. Todos están en riesgo.
Gabriela y Armando y Noemí se preguntan qué será de estos animales cuando ellos no estén. Sin eufemismos. Los tres responsables (Noemí se dedica a tareas administrativas y de comunicación) son el único sostén, pero tienen entre 70 y 75 años. "Somos nosotros y nadie más, cuando me muera todo esto es de los animales, pero no hay nadie más, quién los va a cuidar, no sé", dice Gabriela, alma y madre del proyecto iniciado en 1974.
El grupo de 13 caballos, dos toros y una vaca vuelve de pastar en un terreno cercano. Los arría Armando. Gabriela espera en la tranquera del paraíso. Como si fueran sus hijos, a medida que entran al establo los presenta. "Este es el toro Chuky, este es Domingo", señala y aparece un caballo petiso. "Este es Nano, vení Nano, se lo compré a un borracho por 300 pesos", dice, y Nano se detiene y nos mira y no se irá hasta que Gabriela le diga "andate". Al lado de Nano pasa un caballo negro y hermoso. Gabriela, vegetariana como Armando y Noemí, se acerca al corcel y cuenta su pasado, con orgullo por el presente: "Iban a hacer un asado con él".
En El paraíso no hay excenciones impositivas. Y hay deudas. Lo poco que tienen lo destinan a los alimentos para sus animales. La comida para los 120 perros rescatados (34 duermen con Gabriela, sí, en la misma casa dentro de este predio, y "solo tres son civilizados", bromea) les insume 1.500 pesos por día. Los 60 gatos demandan 8 bolsas de 15 kilos de comida por mes. Cada bolsa sale $1.200. La forrajería para las 37 cabras cuesta 1.000 pesos por día. Y además hay que saciar el hambre de gallinas, patos, ovejas y más.
"Sobrevivimos con mínimas donaciones", explica Gabriela y amplía con sequedad: "Ya vendimos todo para subsistir. ¿Viste todo? Todo". Cuenta que una señora les da 10 mil pesos cada tanto. "Vamos juntando pero siempre debiendo. Le debo 60 mil pesos a una fábrica de alimentos para perros. Armando no tiene para el dentista. A mí me gustaría cenar afuera. Pero todo lo que tenemos es para ellos", agrega Bezeric, quien prefiere evitar las fotos: "Yo estoy desarreglada y los importantes son los animales".
Gabriela financió y sostuvo su paraíso durante décadas con sus altos ingresos como peluquera de perros aristócratas de Palermo Chico ("ganaba 1.200 dólares por mes, era furor, tenía anillos de oro y me movía en remís"), y la ayuda de una empresaria estadounidense, quien les regaló, entre otras cosas, media hectárea de un terreno lindero.
Las turbulencias económicas dejaron los proyectos de El paraíso frustrados. Habían empezado a construir unos dormis para que se alojaran turistas en busca de aventuras y contacto con los animales. La estructura quedó ahí, como vestigios del futuro. También está suspendida la idea más ambiciosa de Gabriela, su último sueño: "Quiero construir un hospital veterinario", revela la mujer, y muestra una construcción semiabandonada, frente a donde viven las 37 cabras y los tres chanchitos (Pepo, Alcancía y otro sin nombre).
El paraíso de los animales es un lugar lleno de plantas, árboles, senderos de madera, corrales y jaulas. Andan por ahí conejos, patos, palomas. Los caballos se cruzan con los gatos. Una gallina se aferra al lomo de una cabra. "Se la quiere montar", avisa Gabriela, cuya pasión por el cuidado de los animales viene de su infancia. Ella se encarga de curar a los animales lastimados y de darles contención emocional. La relación que tienen Gabriela y Armando es asombrosa, simbiótica. Pero en el origen de este amor hay dolor.
"Todos tenemos un trauma y este es el mío", confiesa Gabriela. Recuerda cuando su papá, un camionero devenido en empresario fabricante de relojes de taxis, les traía cabritos para acariciarlos a su casa de Wilde, para darles de comer y sacarse fotos. "Pero los cabritos al otro día se iban y no volvían más", explica Bezeric y se pasa el dedo índice por el cuello, con los ojos bien abiertos, como una gallina degollada.
Eso la traumó, dice, y junto a Noemí empezaron a juntar perros callejeros en un baldío, los escondían ahí y los curaban a escondidas del padre. Eran unas niñas. Años más tarde, el propio padre compró una quinta y las hermanas pudieron llevar perros, gatos y conejos. Su padre se enfermó, el proyecto perdió apoyo económico y Gabriela tuvo que empezar a trabajar. Ya vivía en Boulogne, zona norte, y viajaba en colectivo a Palermo para bañar y peinar perros de la alta alcurnia. "Ochenta gatos habré traído en el colectivo desde Plaza Italia, los choferes ya sabían", ríe.
Cuando vivía en Boulogne conoció a Armando, que era su vecino. Fue el 1º de julio de 1974. "Él me dio la noticia de que había muerto Perón", cuenta Gabriela, y Armando sonríe con esfuerzo, porque su cara se le llena de nostalgia. Nunca más se separaron y comenzaron una vida compartida para ayudar y salvar animales. "Armando me trajo todos los perros de la Panamericana, los lastimados, los abandonados, un caballo deforme, todo", enumera la mujer, para dar magnitud de la vocación y el amor, aunque se seca pronto y lanza con dolor: "He visto mucha maldad".
El paraíso no lucra con visitas al lugar (el que quiere puede ir, pero no se cobra entrada) ni entrega animales en adopción. La única manera que tiene de subsistir es con la ayuda solidaria de socios o voluntarios, que ahora no existen. Semanas atrás, el intendente de General Rodríguez, Darío Kubar, les entregó un "Certificado de reconocimiento", por "su apoyo a la comunidad". Pero de momento no hay apoyo económico.
"El problema mío es el costo. Vivimos solamente para darles de comer a ellos", se lamenta Gabriela, mientras acaricia a un cabrito manso. Condicionada por su pasado, se ve presa del futuro. "Yo sé que con esto no voy a arreglar el mundo. Y ahora que no hay dinero es una carga", se lamenta.
Los ojos se le abrillantan. Pero con esfuerzo, Gabriela vuelve hablar. "No lo digo por el dinero. Estoy cada vez más sensible y no soporto las muertes", pronuncia, y se calla. Su mirada se pierde en un caballo blanco despeinado que busca comida en una caja de cartón vacía.