Ese lunes de invierno, Martín tomó el tren Sarmiento cuando todavía era de noche. Acababa de cumplir 21 años, no había terminado el secundario, y el de la AMIA era su primer trabajo en blanco. Su función era ocuparse de las tareas de mantenimiento pero esa mañana le tocó reemplazar a un mozo que había salido de vacaciones.
Martín preparó café, lo colocó en la bandeja con ruedas, subió al quinto piso y empezó a repartirlo por las oficinas. Cuando terminó, volvió al subsuelo y apoyó la vajilla en la pileta: fue en ese segundo que la luz se cortó, la explosión lo revoleó y gran parte del edificio se derrumbó encima.
"Quedé acostado boca arriba. No me podía mover, del pecho hacia abajo estaba enterrado por los escombros", cuenta Martín Cano (45) a Infobae. El dolor era porque tenía los dos pies fracturados y una pila de escombros incrustados en la espalda. No sólo estaba atrapado por el derrumbe: la grampa que unos minutos antes sostenía la mesada de mármol ahora presionaba tanto a la altura de la ingle que creyó que la tenía clavada.
La cabeza había quedado elevada a unos 35 centímetros del suelo, apoyada en una almohada de piedras. Pero eso mismo que con el correr de las horas le provocó un dolor extremo, fue lo que terminó salvándole la vida.
Como era muy joven e inexperto, lo primero que creyó fue que había tocado una llave de gas y provocado la explosión. "Era una cueva. No se veía nada, tampoco se escuchaba nada de lo que estaba pasando afuera". Pero en la cueva no estaba solo. "Cacho" (Jacobo Chemauel), otro empleado de maestranza, había quedado sentado con las piernas atrapadas. Más lejos se escuchaba balbucear a "Buby" (Bernardo Mirochnik), otro compañero.
Mientras muchos argentinos mirábamos el horror por televisión, ellos pedían auxilio a gritos desde la profundidad del edificio. Nadie los escuchó.
"Pasaban las horas y yo empecé a desesperarme. Me faltaba el aire, ya no tenía saliva para tragar de tanto polvo que tenía en la boca, y me había orinado varias veces por el frío. A Cacho no lo veía pero escuchaba que me decía: 'Quedate tranquilo, algo pasó, ya van a venir los bomberos a sacarnos. Pensá en tu bebé. ¿Vos lo querés llevar al jardín? ¿Querés verlo crecer?Bueno, entonces tenés que tener paciencia'". El bebé del que le hablaba era su hijo Daniel, que el 18 de julio de 1994, tenía 3 meses.
Fue Cacho quien le preguntó si podía mover las manos, y le indicó que "muy lentamente" y "sin moverse demasiado" se quitara las piedras del pecho para respirar mejor. Pero se hizo de noche -la explosión fue a las 9.53 de la mañana-y Martín confirmó lo que ya pensaba: "Acá abajo no nos van a encontrar nunca". A Buby ya habían dejado de escucharlo.
Hacía más de 10 horas que estaban atrapados cuando oyeron una voz lejana en el silencio absoluto. "¿Hay alguien ahí?". Los dos gritaron. Un bombero les pidió que tirara una piedra para que el sonido los guiara. Después, hicieron un pequeño agujero en una pared para evaluar cómo sacarlos sin provocar un nuevo derrumbe que los sepultara a todos. Pero volvieron a irse.
"Yo me desesperé otra vez, pensé que nos dejaban. Mucho tiempo después me enteré que se había caído otra parte del edificio y habían tenido que salir". Pero volvieron. Uno de los rescatistas -Horacio Paz- le pasó una linterna y su reloj por el agujero de la pared. "Eso me calmó. Pensé: 'Si me da su reloj no se va a ir'. Mientras tanto, me hablaba por el agujero. Me decía que seguro iba a tener más hijos y que cuando fuera grande iba a ser abuelo e iba a llevar a mis nietos a la plaza", se emociona.
Seguían tratando de entrar a sacarlo cuando un tanque de agua de 5.000 litros reventó. "Yo estaba acostado y el agua empezó a subir. Los bomberos empezaron a correr pidiendo mangueras que chuparan el agua y alguien gritó: '¡Dale, que se está ahogando!'. Pensé: 'Tanto tiempo esperando que me encontraran y ahora me voy a morir ahogado. Lo único que vi fue la imagen de mi mamá". Su mamá había muerto cuando él tenía 14 años; Martín estaba a punto de dejar huérfano a su hijo.
"Empecé a tragar agua y quedé sumergido durante unos segundos". Pero Martín tenía la cabeza elevada por esa almohada de piedras y, de repente, el agua frenó y bajó un poco: sólo quedó afuera su nariz. "Si hubiera estado al ras del piso, no la contaba".
Cuando los bomberos quisieron sacarlo, vieron que la grampa de la mesada mantenía su pierna presionada. "Les pregunté si tenía los pies. Después me contaron que pensaron en amputarme la pierna pero dijeron que no porque yo era muy joven y tenía un bebé muy chiquito".
Dos bomberos se arriesgaron a meterse con él en la cueva, le fracturaron otra parte de un pie y lo sacaron. Habían pasado 12 horas y media desde la explosión y Martín nunca había perdido la conciencia. A Cacho lograron sacarlo 36 horas después pero el final no fue el que imaginaron en la oscuridad. Como tenía diabetes y hubo que amputarlo, Cacho murió a los pocos días.
-¿Qué te pasa hoy cuando pensás en esos hombres que te sacaron?
-No me abandonaron y se arriesgaron tanto que podrían haber muerto conmigo. Hoy daría mi vida también por ellos-, dice Martín.
Dos días después, internado en el el Hospital de Clínicas, Martín escuchó en su radio portátil que no había explotado una caldera sino una bomba: que 85 personas habían muerto y más de 300 estaban heridas. Para volver a caminar, necesitó un año y medio de rehabilitación. Y apenas pudo, volvió a trabajar a la AMIA. Hoy hay sólo tres sobrevivientes del atentado que siguen trabajando aquí. Martín es uno de ellos.
Lo cuenta mientras camina por el lugar en el que se salvó dos veces de la muerte, aunque el edificio de Pasteur al 600 no se parece al anterior. Como en el atentado murieron muchas personas que pasaban por la vereda y los primeros fueron los que estaban en la recepción, el edificio fue reconstruido unos 20 metros hacia adentro. Donde Martín quedó atrapado ahora hay una plaza seca.
Pasaron 24 años y su vida de sobreviviente siguió enhebrándose con hilos de vida e hilos de muerte. En febrero de 2012, Martín fue a la estación de Merlo, donde vivió siempre, a tomar el tren Sarmiento para ir a trabajar a la AMIA. Tenía que tomar el tren que luego chocó en la estación de Once (y que dejó 51 personas muertas), pero lo perdió y tomó el siguiente.
Además del bebé que tenía meses cuando estalló la bomba, tuvo otros cuatro hijos con Lorena, su mujer desde la adolescencia. Pero Lorena murió inesperadamente por una hepatitis fulminante y dejó a Martín viudo a los 44 años. "Mis hijos terminaron quedándose sin su mamá. Pienso que me tocó sobrevivir porque tenía que estar acá para ser esto que soy ahora: un poco madre, un poco padre", suspira. El año pasado también murió de cáncer su hermana, a los 45 años.
Martín estuvo "a punto de tirarse en una cama". Bajó 11 kilos, casi no dormía. Sus compañeros de AMIA lloraban en silencio por él. Pero sus hijos lo ayudaron a levantarse y los nietos que fueron llegando volvieron a ponerle sonido a la casa. También llegó Celia, su nuevo amor, mamá de cuatro chicos. Celia llegó a la vida de Martín en el peor momento pero no huyó, no lo abandonó, no lo dejó tirado. Lo mismo que hicieron los bomberos aquel lunes frío, hace 24 años.