Es sábado en Parque Chas, juega el nene. Patea un penal afuera, el padre le grita, le dice que así no era como habían practicado. Lo que no dice es lo que sueña: que su hijo sea como Messi. En Rusia, penal para Argentina. Va Messi, patea, ataja el arquero. No puede ser, nadie lo cree: Messi es el mejor de los mejores, no puede fallar. Pero falla, y entonces comienza a ser el peor. Frustración. En los estudios de Infobae, un par de días después, Stella Maris Gulian -psicoanalista de niñez, adolescencia y adultez– traza un puente entre Buenos Aires y Moscú: "¿Por qué un hijo tiene que ser el mejor, y no el mejor de lo posible? Porque no es lo mismo ser 'el mejor' que ser 'el mejor de lo posible'; ser 'el mejor de lo posible' da margen de error". Y sigue, con el ojo en el Mundial: "Los argentinos creemos que en algunas facetas somos los mejores, por ejemplo en el fútbol: creemos que tenemos los mejores jugadores". Miembro AME de la Escuela Freudiana de Buenos Aires y autora, entre otros libros, de "De padres, juegos y juguetes en el análisis con niños" (Letra Viva, 2017) Gulian concluye: "Seguramente los tengamos, pero a veces fallan. Y no lo podemos tolerar, nos deprimimos porque a veces fallan. Y porque ellos fallan, creemos que fallamos nosotros."
—¿Cuál es el significado de errar para los niños y niñas?
—Eso va a depender de cada uno. Se puede vivir el error como una herida terrible, insoportable, o se puede vivir un error simplemente diciendo "Me equivoqué. ¿Qué tendría que haber hecho? Avanzo". Si es así, de este último modo, está todo genial. El tema es cuando el error abre una herida que no se soporta, una herida que te hace sentir humillado o humillada, porque eso no te permite avanzar en la vida.
—¿Y de qué depende que ese error se interprete de un modo u otro? Porque hay errores que se siguen recordando siendo adultos. Por ejemplo, un chico que se robó una figurita, o que le pegó a otro.
—Los ejemplos valen. El que se robó una figurita: depende muchísimo del grupo y, eventualmente, del adulto responsable en ese momento. Ese chico puede haber sido catalogado como ladrón, o simplemente como el que le sacó algo al otro u otra. En este caso, con que se le explique que hay que respetar al otro, ayuda. Pero si es catalogado como ladrón es complicado. Repito: depende cómo el otro lea el actuar de ese chico, porque todo chico tiene, en gran parte de su vida, un otro que le está marcando lo que hace.
—Que no necesariamente son los padres. Puede ser la familia…
—Claro, la familia, la escuela, los maestros, los directivos, los padres de otros chicos: marcan y opinan sobre el actuar de los otros. Y lo que los otros dicen a veces es muy humillante. Esto es lo que llega a afectar.
—¿Cómo afecta la autoexigencia a un niño? ¿Cuánto influye en cómo se vivencia un error?
—El tener que no fallar, en la niñez, lleva a preguntarnos qué pasa con los adultos que educan a ese niño. Los padres, los abuelos, incluso la escuela. ¿Por qué no se puede tolerar que haya alguna fallita? ¿Por qué siempre tienen que estar sosteniendo la bandera? ¿Por qué solamente tendría que ser de ese modo y no de otro? ¿Por qué tiene que ser el mejor, y no el mejor de lo posible? Porque no es lo mismo ser "el mejor" que ser "el mejor de lo posible", porque "el mejor de lo posible" da margen para cometer un error.
—"Hago lo que puedo"…
—"Hago lo más que puedo con lo que tengo". Porque "el mejor" significa ser Dios. Y si yo me creo Dios, ¿qué va a pasar cuando vaya al mundo adulto? Voy a encontrar muchos mejores que yo. Entonces, la posibilidad de fallar, la posibilidad de errar, es mucho mayor. ¿Cómo nos preparamos entonces para el mundo adulto? Es mucho sufrimiento para un chico.
—¿Y de dónde surge esa autoexigencia? ¿Cuál es el caldo de cultivo para un chico tan perfeccionista, que siente que no se puede equivocar y que tiene que hacer todo perfecto?
—Eso está en el ambiente donde el niño se educó, donde se crió. Está en los padres. Todos nuestros padres nos dieron un espejo donde mirarnos. Y en ese espejo nos miramos como amables, queribles, o nos vemos como desgraciados, que no valemos. Podemos ser la maravilla del otro o la basura del otro, y en el medio, todas las variantes. ¿Por qué un padre tendría que querer de su hijo la perfección? Obviamente podríamos pensar que ese hijo le va a dar la perfección a sí mismo -esa perfección que el padre o la madre no tiene-, simplemente por el hecho de ser el padre o la madre. Por ejemplo, un Maradona.
—O sea, un padre perfeccionista busca que su hijo sea perfecto para cumplir con sus faltas…
—Tal cual. Por ejemplo: "Mi hijo tiene que ser un Maradona". Entonces, le exigen, en el fútbol, que sea lo mejor, pero lo mejor de lo mejor. Y cuando el chico no puede, porque va a haber muchos momentos en que el chico no pueda, el padre lo reta, lo humilla, no lo tolera. Entonces, si el espejo donde el chico se mira es así, es muy difícil -es imposible en realidad- llegar a ser amable a esa imagen. En el fondo, entonces, lo que hay es una terrible frustración. Porque no soy lo que el otro espera de mí. En realidad, lo que espera de mí es algo imposible. Porque ¿cómo cumplir con esa perfección, con ese "10" que el otro exige?
—Trabajás mucho con niños y niñas y también con adolescentes. ¿Cuáles son las exigencias más habituales de padres a hijos?
—Hay muchos padres jóvenes que quieren que sus hijos sean "recontra piolas", por ejemplo.
—¿Cómo es eso?
—Padres que, más que padres, son hermanos. Entonces alimentan cosas que tienen que ver con el entorno histórico. Por ejemplo, está re piola que mi hijo se emborrache. Está re piola que mi hijo vaya a los boliches y se mate a trompadas contra otro.
—Entonces la exigencia es machista, básicamente.
—En este caso, sí. El chico puede terminar preso, pero siempre respondiendo a las exigencias del padre, que espera de él que se haga hombre, que se haga macho.
—Y además existen exigencias en el estudio y en otras áreas, ¿no?
—En el estudio no son las más, pero sí hay chicos de los que se espera que sean excelentes. Y que se sorprenden porque se sacan 9 y no 10. Tienen que ser perfectos. Y al chico le dan pocas herramientas como para que pueda avanzar en eso, que le sirva de algo en la vida.
—Ahora, un niño o una niña que tiene ese caldo de cultivo en la casa y en la escuela, y que por lo tanto va creciendo con un nivel de autoexigencia tan grande, ¿qué herramientas tiene para poder cambiarlo, vivir más relajado y ser más feliz?
—Hay herramientas que te las da la vida. Los padres de tus amigos, los maestros con los que te cruzás a lo largo de los años escolares, compañeros de trabajo, amigos, amigas. Son ejemplos que van surgiendo, y que podés tomar o dejar.
—Mirar otros modelos…
—Exacto. Otros modelos que permitan empezar a cuestionar por qué todo tiene que ser del modo en que uno lo creyó hasta ese presente.
—Esos cuestionamientos uno se los encuentra en el niño o en el adolescente que después entra en el mundo laboral y empieza a chocar con otras realidades.
—Sí, para lo cual nosotros, los psicoanalistas, lo que evaluamos es si los padres donaron o no donaron lo que llamamos el intervalo. Es decir, si los padres dieron la posibilidad o el margen de interrogación. Si me han permitido interrogar mi actuar: ¿tengo que ser el mejor o ser el mejor de lo posible? En el hacer algo lo mejor posible hay un margen de error, que es tolerable. Pero en el tener que ser el mejor, no hay margen. Y eso es una donación que uno recibe del otro.
—¿Y de adulto se puede trabajar eso?
—Sí, si tenés la suerte de hacerlo, sí. También están los espacios profesionales donde esto podés interrogarlos, las terapias.
—Niños y niñas que no tuvieron esas herramientas, ni en el contexto ni en su casa, que sufren esta autoexigencia incluso hasta llegar a adultos: esta sociedad está llena de autoexigentes que no toleran cometer un error. ¿Cuál es el riesgo de eso?
—Creer que sos el mejor conduce a la frustración, a pensar que sos lo peor, porque pasás de querer ser el mejor a ser el peor al no cumplir con la meta. Y, a veces, lleva a casos de depresión. En casos muy extremos, al suicidio. Lamentablemente los hay.
—Las personas que viven mirando el error ajeno, ¿tienen que ver con esta autoexigencia también?
—Hay muchas personas que se pasan señalando el error en el otro, y no miran los errores en sí. La pregunta es por qué. No podría generalizar, pero solamente preguntaría por qué están todo el tiempo con el dedito cuestionando al otro. Las personas que siempre quieren tener la razón, por ejemplo, que es otra forma de pensar lo mismo: hay gente que prefiere tener la razón a ser feliz. Y entonces discute, discute y discute porque no puede tolerar que el otro no acepte su punto de vista. Es una pena, porque se va aislando cada vez más, va quedando fuera del mundo. Y realmente quién quiere estar cerca de una persona así.
—A los argentinos, ¿nos cuesta aceptar nuestros errores, pedir perdón, hacernos cargo?
—Sí, se nota en el Mundial, sin ir más lejos. Nosotros creemos que en algunas facetas somos los mejores, por ejemplo en el fútbol: creemos que tenemos los mejores jugadores. Seguramente los tengamos, pero a veces fallan. Y no podemos tolerar, y nos deprimimos, porque a veces fallen. Y porque ellos fallan, creemos que fallamos nosotros. Es muy del argentino eso. Creer que Dios es argentino, y que está de nuestro lado.
—La conclusión sería que tenemos que saber pedir perdón y mirarnos al ombligo…
—Sería bueno. Y mirar en qué nos equivocamos y por qué estamos como estamos. En todo concepto: por qué estamos como estamos. A nivel social, político, personal, laboral, lo que sea. Preguntarnos al menos "¿Y yo qué hice al respecto?", "¿Y yo por qué estoy dónde estoy?", "¿Y por qué llegué a dónde llegué?", "¿Y por qué me equivoqué?", "¿Yo tengo algo que ver?", "¿Podría haber hecho alguna otra cosa?". Esto nos va a ayudar más que poner el dedo en el ombligo ajeno.
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