Hace tres años, en la Argentina las mujeres aprendimos a ir hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo, con la memoria en vaivén y voluntad de futuro. También aprendimos a hablar en primera persona del singular y en primera del plural casi en simultáneo. No se trata de ejercicios de destreza física o lingüística sino del comienzo de una era que nos tiene como protagonistas y que abraza básicamente una consigna: la de respetarnos y hacernos respetar. Comenzamos diciendo "basta de femicidios". Ahora decimos que es tiempo legalizar el aborto.
En 2015 fue la sociedad en su conjunto la que reclamó Ni una Menos, y entonces ya fue imposible hacerse el desentendido ante la violencia contra las mujeres con el argumento de que se trata de un hecho privado. La indignación salió a la calle y con ella llegaron los recuerdos: miles y miles de mujeres de todas las edades comenzaron a repensar sus vidas y a revivir la cantidad de veces que habían sido agredidas física o psicológicamente por sus parejas. El padecimiento privado se hizo público y en esa catarsis colectiva cada una sintió que podía ser la otra. Pegarle a una mujer se convirtió al fin en delito a los ojos de todos y agredirla verbalmente o descalificarla comenzó a tener un enorme costo social. Falta muchísimo todavía pero el solo hecho de que la palabra femicidio haya dejado de ser un término técnico para poder ser nombrado por todos como una tragedia ya es un avance. Ponerles nombre a las cosas siempre es el primer paso para admitir su existencia.
Hasta ahora el aborto fue cosa de muchas y negocio de pocos. En este país, aborto sigue siendo sinónimo de oprobio, de secreto, de castigo, de humillación clandestina. Pero ahora, cuando por primera vez el grito sagrado de las mujeres se escucha con claridad también sobre este tema y una potente ola verde reclama lo que considera una injusticia que avasalla libertades, resurgieron historias atroces que estaban reprimidas; todos leímos, escuchamos, soñamos y recordamos en estos días momentos oscuros, esos de los que preferimos no hablar porque hacen daño. Que levante la mano la persona adulta que lee esto y alguna vez no abortó, no acompañó a abortar a alguien o no supo que en su familia o en su entorno más cercano algunas mujeres habían abortado. Es un buen día para ser sinceros, convengamos. Es un buen día para hacer la discusión sobre el origen de la vida a un lado y asumir que la falta de ley no evita los abortos y que, más allá de la chicana que asegura que "el aborto es un problema burgués", las más perjudicadas por la ilegalidad son las mujeres pobres que llegan desangradas a las guardias con abortos mal hechos o autoinfligidos.
Hoy se vota en la Cámara de Diputados el proyecto de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Es el séptimo que se presenta y recién ahora llega al recinto porque antes siempre fue cajoneado por presiones, por convicciones, por miedo… La presidenta que por cuestiones de género debió ser la gran impulsora era contraria a la ley y el presidente menos pensado habilitó la discusión. No tiene importancia si Cristina Kirchner ahora cambió de opinión y si -de llegar la discusión al Senado-, dará su voto a favor. Tampoco tiene importancia cuál fue el verdadero motivo por el cual Macri sirvió la mesa del debate: hoy estamos parados donde no imaginábamos, ante la posibilidad real de ponerle punto final a la hipocresía y a una vergüenza atroz, la de condenar a la ilegalidad a las mujeres que por diferentes motivos no pueden seguir adelante con un embarazo y ya se sienten suficientemente abrumadas con su propio tormento. Ojalá los legisladores estén a la altura de la Historia.
Con los ojos puestos en el Congreso, me cuento entre quienes confían en que hoy se vote para que este país deje de engañarse. Sé que puede no pasar; que las presiones son enormes y que no todos están convencidos de que una mujer debe ser dueña de elegir su maternidad. Sin embargo, nunca antes habíamos avanzado tanto: no imagino en absoluto que podamos volver a barrer todo bajo la alfombra como si nada hubiera sucedido. Ya nos animamos a hablar de aborto y a discutirlo en las casas y en las escuelas. Los chicos, todos, nos están mirando, estamos discutiendo su futuro. Ya no hay retorno a la hipocresía.