Cinco años después de su muerte, el Videla que recuerdo es un anciano muy delgado, levemente encorvado, que rezaba el rosario todas las tardes y comulgaba todos los domingos, y que afirmaba que dormía muy tranquilo, sin ningún tipo de remordimientos por las miles de personas que habían sido asesinadas y desaparecidas durante su dictadura.
"Pongamos que eran siete mil y ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia". Es una de las frases que puedo citar de memoria, entre las muchas que me impactaron durante las nueve entrevistas que le realice entre octubre de 2011 y marzo de 2012.
Esas entrevistas, junto con reportajes a militares, guerrilleros, políticos, sindicalistas y empresarios, dieron origen al libro Disposición Final, publicado el 13 de abril de 2012.
Las entrevistas ocurrieron en su celda en el penal de Campo de Mayo. Jorge Rafael Videla había sido condenado varias veces a prisión perpetua; muy lúcido, parecía detenido en el tiempo en el que fue la persona más poderosa del país y contaba los hechos que había protagonizado como si hubieran sido realizados por otra persona, con una precisión y una frialdad llamativas.
Videla fue encontrado muerto sentado en el inodoro de su celda el 17 de mayo de 2013, poco más de un año después de la publicación de Disposición Final, a los 87 años. Luego de un accidente en la prisión y sin haber recibido ningún tipo de asistencia médica.
Para ese momento, Videla y otros once militares presos por crímenes de lesa humanidad habían sido trasladados a Marcos Paz, a una cárcel común, de máxima seguridad, y más alejada de la Capital Federal. La señal para los represores y sus familiares era muy clara: no tenían que hablar con periodistas.
En Disposición Final queda claro que Videla sabía mucho más de lo que me dijo sobre el destino de los desaparecidos.
En octubre de 2011, señaló que, junto con otros militares presos, estaba pensando en elaborar un documento para reunir toda la información que tenían sobre ese tema, pero unos meses después había desistido, en especial por la negativa de algunos de sus camaradas, como Luciano Benjamín Menéndez.
Yo esperaba que el gobierno de la presidenta Cristina Kirchner aprovechara ese quiebre entre los represores y encontrara la forma de acceder a esa información para satisfacer las necesidades de tantos parientes y amigos de los desaparecidos, que seguían —siguen— buscando los restos de sus seres queridos.
Pero, el kirchnerismo había construido una visión tan binaria, tan maniquea, de la violencia política en los 70 que no soportaba un mínimo corrimiento a su "teoría de ángeles y demonios".
Por ejemplo, Videla afirmó que los jefes militares llegaron al golpe de 1976 convencidos de que "siete mil u ocho mil personas debían morir". Una matanza de criminales, una violación masiva a los derechos humanos. Sin embargo, Cristina Kirchner, sus partidarios y las organizaciones de derechos humanos no podían admitir un número inferior a la cifra de los 30 mil detenidos desaparecidos.
Todos ellos sabían —saben— que ese número es falso —de hecho, no pueden indicar una fuente concreta, precisa, que lo avale— pero lo han transformado en una bandera política que ya no se atreven a arriar.
Además, la admisión de Videla de que la dictadura apeló a las desapariciones para evitar que la gente supiera qué estaba sucediendo y "no provocar protestas", liberaba a los ciudadanos de la culpa que muchos podían todavía sentir por no haber reaccionado a tiempo frente a tanto salvajismo.
El kirchnerismo, con el desparpajo que lo caracteriza, solía utilizar esa "mala conciencia" con fines extorsivos o de castigo, como cuando fue derrotado en las elecciones legislativas de 2009 y sus voceros salieron a acusar a las clases medias de haber respaldado la represión ilegal.
De acuerdo con el kirchnerismo, la reconstrucción de los 70 debía hacerse solo con los relatos de las víctimas de la dictadura y de sus parientes, amigos y compañeros o camaradas políticos. El objetivo era la memoria, con su frecuente ilusión maniquea de la división de la humanidad entre buenos y malos, y no la historia, con su búsqueda de la verdad.
Por ese motivo, no podían admitir la más mínima mención a la violencia de las guerrillas, en especial los atentados previos al golpe de Estado, que contribuyeron a que muchos argentinos recibieran con alivio a los militares. Más aún: los insurgentes —que no defendían la democracia ni los derechos humanos— cometieron el error de creer que se trataba de una crisis revolucionaria sin darse cuenta de que, en realidad, era una crisis reaccionaria, y jugaron —también ellos— al golpe. Lecturas apuradas y mecánicas de Marx, ignorancia total de Gramsci.
En un libro sobre el pasado, el contexto es un punto clave. Marx dice en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte que un golpe de Estado no puede ser considerado como "un rayo caído desde un cielo sereno". Hay que analizar también el cielo, es decir las circunstancias y condiciones en las que los hombres hacen su propia historia. El kirchnerismo recortaba del contexto solo lo que le convenía según sus peleas del momento, como las relaciones de los militares con determinados empresarios que, por distintas razones, le incomodaban.
Pero, Disposición Final molestó también a familiares, abogados y amigos del ex dictador también por otro motivo, además del traslado a una cárcel común, mucho más lejos de la Capital Federal que Campo de Mayo.
Ellos sostenían que Videla tenía todo para perder si contestaba preguntas sobre la represión ilegal. Yo siempre los evité; si pude entrevistarlo fue por circunstancias fortuitas. Algunos de sus amigos no podían creer que hubiera sido tan explícito en este libro. "Dígame la verdad: ¿usted lo grabó con un micrófono oculto?", me preguntó varios meses después un general retirado.
A Videla el libro no le gustó. Cuarenta días después de su publicación, envió una carta a La Nación desmintiendo dos de los dichos que yo le atribuía: que los militares habían llegado a la conclusión de que debían matar a 7 mil u 8 mil personas, y que no estuviera arrepentido por su responsabilidad en ese plan de exterminio. Le contesté mostrando las notas con sus declaraciones, que en un exceso de formalismo que me favoreció habían sido firmadas por él con sus iniciales.
Creo que le ocurrió algo previsible: una cosa es hablar sobre todos estos hechos bárbaros con una frialdad marcial, como si hubieran sido ideados y ejecutados por otra persona; otra cosa, muy distinta, es verlos impreso en negro sobre blanco, como un documento histórico, que resistirá el paso del tiempo y seguirá al alcance de todos sus descendientes.
El libro tampoco fue bien recibido por las Fuerzas Armadas. "Con todos los esfuerzos que hacemos para mostrar una institución insertada en la sociedad, con una mirada hacia adelante, vuelve ahora este tema del pasado, que en ningún modo está en la agenda de las fuerzas", le dijo un vocero al periodista Mariano de Vedia, de La Nación, el 15 de abril de 2012. Según De Vedia, "entre los oficiales retirados y en actividad se interpretó que las confesiones del ex dictador 'terminan siendo funcionales al gobierno kirchnerista, que quiere que se hable de los que pasó hace 35 años y no de los escándalos que hoy envuelven a la política argentina'".
De acuerdo con Videla, los generales llegaron al 24 de marzo de 1976 con un consenso básico: tenían que matar a todas las personas que ellos consideraban "irrecuperables". Fue el golpe de Estado más organizado y previsible de la historia; en los cafés y los bares se hacían apuestas sobre cuándo los militares se levantarían contra el gobierno constitucional de Isabel Perón.
Disposición Final también fue repudiado por los organismos de derechos humanos: pensaban —piensan— que no hay darles voz a los represores de la dictadura, a los genocidas.
El paradigma oficial sobre cómo se deben presentar las noticias referidas a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura sigue sin admitir preguntas a esos personajes. Hay que ignorarlos. A pesar de que son los únicos que tienen todas las explicaciones; por ejemplo, qué había pasado con los restos de los detenidos desaparecidos.
¡Cómo habrá sido de fuerte ese paradigma que TN no quiso pasar en exclusiva los videos que le había grabado a Videla con mi celular y que C5N lo hizo pero en un programa donde participé junto a Estela Carlotto, la titular de las Abuelas de Plaza de Mayo! ¡Tuvo que bendecirme Carlotto! Ella se mostró entusiasmada porque, objetivamente, los dichos de Videla en el libro avalaban muchas de las denuncias de los organismos de derechos humanos, aunque luego fue tomando distancia, a tono con la reacción del gobierno kirchnerista.
Y eso que para la Introducción incluí, como criterio de autoridad, las declaraciones a Página 12 de Jon Lee Anderson, ícono global de los periodistas progresistas, para defender la entrevista que le hizo al ex dictador chileno Augusto Pinochet.
Me resultó el colmo del cinismo el argumento crítico elegido por algunos periodistas militantes: me reprocharon que al conocer a Videla le hubiera dado la mano. ¿Qué pretendían? ¿Qué en el patio de la cárcel lo insultara o le hiciera pito catalán mientras intentaba entrevistarlo? Mi objetivo era —debía ser— lograr una oportunidad para hacerle buenas preguntas en beneficio de los lectores.
Y eso que en este libro Videla admitió por primera vez que la dictadura que él encabezaba elaboró y ejecutó un plan sistemático para "eliminar a un conjunto grande de personas", que estaban detenidas, a merced de los militares, tal como los familiares y amigos de las víctimas y los organismos de derechos humanos siempre denunciaron.
Por ese motivo, fue incorporado como prueba en distintas causas judiciales sobre la violación de derechos humanos en la dictadura.
Hace un par de meses, me sucedió algo muy curioso durante una visita al Archivo Nacional de la Memoria. Una familiar de desaparecidos me increpó por las entrevistas a Videla, siempre con el argumento de que no hay que darles voz a los genocidas.
—Yo repudio su visita. Pero, estamos en democracia —me dijo, palabras más, palabras menos.
Y enseguida me recriminó que el ex dictador no me haya dado más información sobre dónde están los cuerpos aún no encontrados.
—No entiendo: ¿hay que entrevistar a esa gente o no hay que entrevistarlos? —le pregunté.
—Si dicen la verdad, sí —me contestó.
—Mire que en ese libro Videla reconoce por primera vez el plan sistemático para asesinar y desaparecer a miles de personas.
—No sé, no lo leí.
—Y léalo.
—Nunca lo voy a leer.
*Periodista, su último libro es "Salvo que me muera antes".