Miguel Espeche: "Aquel que se queja siempre se va empobreciendo, cree que el otro tiene que arreglar su vida"

El psicólogo especialista en Vínculos analizó en Infobae las causas y consecuencias de vivir quejándose, y propone modos de superarla

9370 veces se repite la frase "Este país no tiene arreglo" en una simple búsqueda de Google. Los resultados conducen a sitios de casi toda la América Latina de habla hispana y la propia España; quien proponga su equivalente en cualquier otro idioma, al menos de lo que llamamos Occidente, seguramente encontrará tantos otros, o más. "Este país no tiene arreglo" fue la elegida, pero podría ser cualquier otra frase que resuma, condense, un malestar que clausure el sentido e impida la reacción, el cambio, la esperanza de que todo puede ser distinto: la queja, de ella se trata, vive en cada uno de nosotros –seamos ciudadanos, trabajadores, padres, madres, hijos, mitades de una pareja, o cualquier otro rol que podamos protagonizar eventualmente- y nos evita hacernos cargo de la parte que nos toca, nuestra responsabilidad. Nacidos y criados en ella, la pregunta es cómo superamos la queja, cómo dejamos de ser una eterna víctima del otro –del que nos quejamos- para asumirnos como seres activos. Y, por qué no, transformar el mundo.

"Ese Otro puede ser una persona, una situación, un país, Dios. Puede ser cualquiera cosa menos nosotros mismos", explica Miguel Espeche, psicólogo y psicoterapeuta, especialista en Vínculos y en Salud Mental Comunitaria. Define la queja como una expresión de disconformidad respecto de lo que el otro hace o deja de hacer, "algo que no tendría que ver con uno: es una victimización de la persona respecto del hacer ajeno".

Autor de "Criar sin miedo" (Aguilar, 2009) -título con el que también bautizó una charla TEDxRíodelaPlata– dedicado a problematizar la influencia del miedo en la relación entre padres e hijos, Espeche analizó en Infobae los alcances de la queja en nuestra vida cotidiana, no sin advertir a los quejosos crónicos: "La queja aburre. Cuando uno empieza a sentirse así, y ve que al otro le pasa lo mismo, ahí es cuando hay que suspender y ver qué hacer, por qué otro lugar ir, y pensar uno mismo qué puede aportar que no sea queja".

-Hay quienes hablan de una adicción a la queja. ¿Cuál es el límite entre quejarse y ser adicto?

-Cuando uno se queja supone que hubo una especie de pacto que se rompió: las cosas habían sido pactadas de cierta manera, el otro no lo cumplió, y entonces uno aprecia que está ocurriendo algo negativo que el otro debiera arreglar. Por supuesto que no siempre somos culpables o responsables de todas las cosas que están ocurriendo. Notificamos al otro, lo hacemos saber de nuestro descontento una, dos veces. Pero cuando eso se transforma en un método de vida, uno se convierte en una víctima de las circunstancias. Aquel que se queja siempre se va empobreciendo, cree que el otro tiene que arreglar su vida. Y eso no está bien. El adicto a la queja es aquel que siente que no puede hacer nada, se queja todo el tiempo, se vuelve un resentido. Porque eso es lo que genera la queja como método: resentimiento, una sensación agresiva, violenta, de disconformidad que te va rumiando, te va envenenando, porque es el otro el que debiera hacer algo. Y el otro, en general, no lo hace.

-¿Qué tanto de realidad hay en la queja?

-Tiene siempre una base de realidad, pero es una realidad parcial. Porque no es que siempre estamos a merced de las circunstancias. Nos pueden pasar cosas, pero después hacemos algo con esas cosas que nos pasan.

-¿Y cuál es el riesgo de quedarse en la queja, de no cambiar y tirarle siempre la pelota al otro? ¿La depresión?

-Claro, porque el peligro de la queja es que uno en general tiene una parte de razón. Pero hay que entender que si uno se queda en eso, se desangra. Puede ser depresión o simplemente una sensación de impotencia, pero no por una situación puntual sino, como la vida misma, uno es impotente frente a todo, y entonces se abruma.

-Como si fuéramos incapaces de mirar lo que uno puede modificar sobre su realidad…

Uno quiere que la realidad que vaya a modificarse sea la del otro. Que, insisto, puede estar bien en parte. Pero supongamos que el otro no cambia:¿vas seguir quejándote? Ahí es donde hay que empezar a hacer algo con eso que está pasando, sin entrar en la queja: una actitud más proactiva, más creativa, tomar decisiones, definir los campos. ¿Viste cuando uno dice "Es lo que hay"? Es eso: con este plantel, vamos a jugar. No nos quejamos porque no hay otros jugadores, es con este plantel. Y ahí a veces se potencian las cosas de una manera positiva, si se sale del universo de la queja.

-¿Y qué pasa en las parejas cuando alguno de sus integrantes es adicto a la queja? ¿Cómo se puede resolver?

-Primero hay que decir la palabra que merece esa dinámica: es insufrible.

-Pero pasa mucho…

-Pasa muchísimo. Porque todos quieren que la pareja sea lo que te salve del vacío existencial. Se cree que la pareja te llena los vacíos del alma, cuando en realidad la pareja es lo que hacés después de que desbordaste de amor. O sea, cuando tenés mucho amor, sale ese amor de vos hacia el otro y generás una tercera instancia que es el vínculo con el otro, que es como el hijo de ambos. Pero cuando uno ve que está agujereado, que el otro tiene que llenar ese vacío existencial -y no ocurre- viene la queja.

-¿Cuál es el riesgo para esa pareja?

-Romperse. Cansarse. Abrumarse. Entrar en un descreimiento, perder la fe en la relación. Porque se le adjudica a la pareja muchas cosas que tienen que ver con uno mismo. La pasividad frente a la existencia es un tema personal. Uno puede ser receptivo a lo que pasa, pero no pasivo. Pasivo es como inerte: él me tiene que agarrar a upa y llevarme hacia la felicidad; ella tiene que cuidarme y hacer de la mamá que he perdido. Ese tipo de cosas que subyacen en el inconsciente de una relación es más bien una parte infantil.¿Cuándo nos quejábamos más? Cuando éramos chiquititos, cuando mamá no nos daba la comida. Pero esto de quejarse siempre marca al otro. El que siente que el otro se queja de él -un hombre, una mujer-, que siente que su pareja está quejosa todo el tiempo, también entra en impotencia, porque dice "¿Cómo puedo satisfacer esta situación?", "No logro generarle la felicidad que supongo que debiera generarle". Y ahí se entra en un circuito, muy negativo, que hace olvidar -porque esto es lo triste, sobre todo en el terreno de la pareja- que no es que no haya cosas lindas, sino que simplemente se olvidan por tanto abundar en el terreno de la queja.

-La queja tapa todo…

-La queja tapa todo. Es como si fuera una hemorragia.

-¿Y esto mismo pasa en los vínculos entre padres e hijos, entre madres e hijos?

-En todo tipo de queja. Es un sistema. Incluso a nivel político, cuando uno se queja de los gobiernos, pero no genera acciones cívicas; se queja de la suciedad de la ciudad pero tira el papelito. Siempre es otro, el otro. Pero insisto, una de las partes más particulares de la queja es que tiene una parte importante de razón.

-¿Los argentinos somos de los más quejosos?

-No conozco tanto el mundo como para hacer comparaciones. La cultura occidental es quejosa, cree que el mundo no es como debería ser, que hay que cambiarlo, y entonces nos quejamos de nuestro destino como seres humanos, de ser como somos. Viste que siempre se dice que hay que cambiar el mundo. Yo siempre digo "No, para qué cambiarlo: pongámosle amor y por ahí cambia". Cuando uno sí le pone amor a algo, las cosas logran su mejor versión. En cambio, si uno quiere cambiar, cambiar y cambiar entra a haber cierta violencia en la situación. Quejarse sobre el destino no ayuda a ese destino. Entonces no sé si solo somos los argentinos: como cultura somos bastante quejosos, en relación a otras culturas que por ahí uno ve más sonrientes y felices pero que quizá no tienen la heladera tan llena como nosotros, o no están en las condiciones económicas que suponemos que serían las que condicionan la felicidad.

-¿Y cómo se supera la mera queja?

-Hay que sentirse protagonista del problema, no solo víctima. Hay una especie de industrialización de la victimización. Incluso hay corrientes filosóficas que lo están estudiando: todo el tiempo vernos como víctimas nos pone también a la merced de manejos políticos, personales, nos infantiliza y nos acerca a la violencia. Porque como siempre es el otro quien nos hace daño, entonces a veces nos tomamos la potestad de hacerle daño nosotros.

-Como argentinos, entonces, si todo el tiempo estamos quejándonos de la corrupción, por ejemplo, ¿eso podría resultarnos peligroso?

-Desde luego. Quejarse de la corrupción no es tan eficaz como favorecer la honestidad. Por ejemplo: ¿quién te dice que hay que enaltecer la honestidad como valor? Nadie. Todo el mundo lucha contra la corrupción, pero nadie riega la plantita de la honestidad, por ejemplo. Está bien que luchemos contra la corrupción, pero si no regás a la vez la plantita de la honestidad, del coraje para hacer las cosas bien, entonces siempre la corrupción va a terminar ganando. Uno dice: no es solo luchar contra la corrupción, es generar algo bueno. No solo luchar contra algo malo.

-Ser buen ciudadano…

-Ser buen ciudadano, hacer que la valoración de la vida vaya por ese lado. Grabar por ejemplo cámaras secretas no solo cuando una persona hace un chanchullo sino cuando alguien le dice que no a alguna coima. Porque pasa. Y será más o menos frecuente, no podemos saberlo. Pero pasa. Eso también va generando un efecto de ventilación emocional y espiritual que nos mejora y nos saca del universo de la queja, y de vernos víctimas de una cosa tan horrible como es la vida misma, pareciera. El otro día un taxista me decía: "Todos nos quejamos de la vida, pero nadie se quiere bajar de la vida. Por algo será". Algo bueno tendrá. A veces hay que fijarse más en eso.

-¿Podrías enumerar algunos consejos prácticos para cuando uno se da cuenta de que se está poniendo en víctima y está todo el tiempo quejándose? Para poder salir de ese lugar…

-La queja es muy aburrida. Y cuando uno empieza a sentirse aburrido, el otro también. Aunque tengas razón, ahí hay que suspender para ver qué hacer, por qué otro lugar ir, y pensar uno mismo qué puede aportar que no sea queja. Otro, un poco en la línea de lo que vengo diciendo: ver qué tengo yo que ver con esto. Pero no preocupado en pensar. "Si soy yo el que tengo que ver, el otro sale libre de culpa y cargo". No: el otro también seguramente es culpable de algo. Pero vos también. Porque el vínculo es como un hijo: tiene el ADN de los dos. Entonces, se trata de ver cuál es la parte de cada uno. Sin que eso signifique que el otro no tenga que analizar lo propio, y sin que eso signifique tampoco que ambos estén en igualdad de condiciones. Por ejemplo, en una situación de violencia, el otro obviamente es más culpable. Pero en los estudios que se hacen en psicología, por ejemplo, se ve que la víctima también tiene cosas para hacer. No solamente decir: "Soy víctima de violencia". Justamente se sale de ese lugar cuando se supera ese lugar pasivo de la victimización, cuando se toman resoluciones. Por ese lado va la cuestión de la queja. Sobre todo porque genera una densidad insoportable, entonces mejor suspender, respirar hondo, abrir la ventana, que entre el aire. Y ver si logramos cambiar de clima".