Todavía usaba la alianza de oro pero había vuelto a la casa de sus padres. Su esposa, finalmente, le había dicho "basta". No se había animado a hacerlo aquella noche en la que él la agarró del cuello y la arrojó a la cama, la bajó al piso de los pelos y la neutralizó a patadas. Lo había hecho después, cuando se vio a sí misma en la cocina buscando desesperadamente una cuchilla para defenderse de su marido.
Hacía tiempo que Juan había vuelto a dormir en su viejo colchón de una plaza cuando pensó en la cronología de su vida: había agredido a su primera novia, había hecho lo mismo con su esposa y el futuro no mostraba indicios de ser distinto. Fue en ese contexto que encendió la computadora y escribió: "Ayuda para hombres violentos".
Hace un año, cuando llegó al espacio de "Asistencia a varones que han ejercido violencia" del Gobierno de la Ciudad, generó cierta sorpresa. Era común que llegaran hombres obligados por la Justicia a hacer un tratamiento después de que una mujer los denunciara. No era común, en cambio, que llegara alguien por su cuenta. Aún hoy es así: de los 160 hombres que están en tratamiento, sólo 12 van voluntariamente. Juan llegó a éste porque vive en Flores pero hay al menos 25 lugares en el país que se ocupan de los varones violentos.
"Empecé a maltratarla apenas empezó el noviazgo, eso lo entendí durante el tratamiento", cuenta Juan (32) a Infobae. "Habíamos quedado en vernos para desayunar y me dijo: ´Mejor nos vemos después, se me complicó'. Directamente dejé de hablarle. El primer maltrato fue el silencio".
Mientras tanto, los primeros insultos ya estaban listos para salir a escena: primero pelotuda, después tarada, estúpida. Juan baja la mirada cuando enumera las agresiones verbales pero no usa eufemismos. Tiene frescos los detalles porque, desde que va al grupo de los jueves, escribe todo lo que siente en un diario personal.
La violencia siguió cocinándose y fue después de otra discusión que llegó la primera muestra de violencia física: "Me quería ir y no me dejaba. Recién ahora entiendo que ella estaba tratando de calmarme pero yo lo vivía como una provocación. La agarré de los pelos y la saqué. La tiré al piso, la arrastré. Ella tiene una hija y la nena estaba ahí, viendo todo".
Desde entonces, cada pelea terminaba peor: le comprimía los brazos, le dejaba marcas moradas, "o me acercaba con fuerza y la embestía". Seguían varios días de silencio y el clásico pedido de perdón. Fue en ese contexto que se casaron y viajaron a la Patagonia para celebrarlo. "Su luna de miel -como escribió Horacio Quiroga en El Almohadón de plumas- fue un largo escalofrío".
Ya le había dicho "puta" por tardar en atender el teléfono, ya la había azotado con el cinturón, ya le había destrozado la ropa y los maquillajes que él mismo le había regalado cuando sucedió "lo más grave": "No me acuerdo por qué estábamos discutiendo, porque ya peleábamos por todo. La agarré de la cabeza, la levanté y la tiré a la cama. Ella es muy menudita. Después la tiré al piso y le seguí dando patadas". Hecha un ovillo en el suelo de la habitación, ella repetía dos palabras: "Me duele".
Juan lo cuenta con la mirada baja y clavada en un punto fijo, como si estuviera viendo la escena en loop. Es la primera vez que se le quiebra la voz. "Nunca imaginé que iba a llegar a tanto -dice-. Le podría haber quebrado el cuello". No había pensando, sin embargo, en pedir ayuda: "Me parecía normal irme, pedir perdón después, esperar a que las cosas se calmaran y rogar que no me denunciara. Pero volvía a pasar. Y empecé a tener la sensación de que si no hacía algo iba a terminar matándola".
Enfermo, animal, bestia, psicópata, monstruo, mal nacido. Palabras más, palabras menos, así suelen calificarse a los hombres violentos. Quien habla de eso con Infobae es el psicólogo especializado en violencia familiar (UBA), Aníbal Muzzin. Es, además, fundador y coordinador del "Grupo para hombres que ejercen violencia hacia la pareja" del Hospital T. Alvarez.
"Pensar que quienes ejercen violencia son monstruos, bestias o enfermos irrecuperables es un gran mito. Los índices que se manejan a nivel mundial indican que aproximadamente 8 de cada 10 hombres que ejercen violencia contra la mujer no son psicópatas. Esto quiere decir que hay un 80% de ellos que se pueden recuperar", explica.
Hace 7 años que Muzzin coordina este grupo: calcula que ya atendió a 200 hombres. Le pagaban por hacerlo hasta que le quitaron el presupuesto. Muzzin, sin embargo, decidió seguir haciéndolo ad honorem.
"Es un error creer que no hay que ocuparse de ellos. Si sólo atendemos a la mujer maltratada, ese hombre vuelve a ponerse en pareja y maltrata a la que sigue", explica. "El tratamiento es complejo, tenemos que deconstruir una identidad masculina que se fue forjando desde que nació. Hacerlo con perspectiva de género y de derechos humanos tiene un objetivo primario: la protección de la mujer y de los hijos y, en proyección, de toda la sociedad".
Graciela Ferreira es psicóloga y dirige desde 1985 la Asociación Argentina de Prevención de la Violencia Familiar. Este enorme departamento antiguo, en Balvanera, no es un lugar "para hombres": al contrario, aquí sigue viniendo Corina Fernández, la mujer que fue baleada por su pareja y se salvó, de casualidad, de entrar en la lista de femicidios.
Ferreira no toca de oído. Es lunes, son casi las 10 de la noche y está sentada frente a 26 hombres que asisten al grupo de reflexión. El timbre no para de sonar y en la puerta no hay policías, como sí sucede en otros países. Cada uno que llega -algunos no tienen ni 30 años, otros pasan los 70- se sienta en el círculo. "Vamos a tener que abrir una sucursal", bromea ella.
"No nacen con el gen de la violencia", explica luego a Infobae. "Por lo general, son hombres que fueron amasándose en situaciones traumáticas desde la infancia: hablo de maltrato, de serias carencias afectivas y ni hablar si hubo abuso sexual. Toda esa furia y ese resentimiento va quedando embolsado. ¿Cuándo explota esa bolsa? En la segunda oportunidad que se tiene en la vida de tener una relación íntima: la pareja y los hijos. Creer que los hombres son violentos sólo por haber nacido en una sociedad patriarcal es una simplificación enorme".
Es fácil reconocer a quienes vienen a este grupo obligados por la Justicia: tienen un papel en la mano que ella debe firmarles, su postura corporal muestra resistencia y desinterés y están convencidos de que les pusieron una restricción perimetral porque sus ex les hicieron una cama. También es fácil reconocer a la minoría que viene por su cuenta.
Uno de ellos, campeón de karate, pide la palabra y dice: "Estoy acá porque tengo un problema de violencia. No me gusta lo que soy, no me gusta en lo que me convertí. Estoy enojado con la vida. Ayer me levanté a llevar a mi hijo al colegio y me vio tan furioso que me dijo: 'Papi, si te molesta levantarte puedo ir solo. Mi mujer me tiene miedo, mi nene me tiene miedo". La psicóloga lo felicita: le dice que si puede registrar lo que le pasa, la mitad de la batalla está ganada.
A su lado, un hombre grande -bigotes blancos, camisa adentro-, está en otra etapa del proceso. "Yo la tuve como una reina", dice, a su turno. La psicóloga lo interrumpe: "¿La? ¿La tuve? Parece que hubiera cuidado a una maceta. Veo que seguimos con el balde en la cabeza". Hay un muchacho joven que cuenta la historia de una conocida que hace poco se arrojó por el balcón. "Yo me pregunto qué tan cerca estuvimos nosotros, mi mujer y yo, de haber terminado así", se pregunta.
En la redacción de Infobae, Juan escucha la anécdota de aquel muchacho desconocido y se siente identificado. También a él un factor externo le hizo tomar dimensión. "Ya estaba en tratamiento cuando vi una noticia de un hombre que le disparó en la cabeza a su esposa y a su nena de 9 años. Me impactó tanto que tuve que apagar la televisión. Yo no había llegado a ese nivel pero pensé: '¿Y si un golpe le hubiese provocado la muerte? Aquella noche que la levanté del cuello….no sé cómo no pasó".
Juan llegó al grupo y le dijo a la psicóloga: "Prométame que voy a recuperar a mi familia". La especialista permaneció en silencio: no era ese el objetivo. Durante el tratamiento, lo ayudaron a reparar en la cronología completa de su vida, porque él y su hermano habían crecido viendo cómo su padre se emborrachaba y le pegaba a su madre. De grande, Juan no sólo le pegaba a su esposa, también a su padre. Nunca -le mostraron- había podido decirle, con palabras y no con piñas, lo que él sentía cada vez que lo veía llegar borracho listo para iniciar un ataque.
"Pasé por un proceso de mucha culpa, de mucha vergüenza. Todavía sigo tratando de aceptar lo que hice", dice Juan. "Recuerdo que antes de buscar ayuda pensaba: ¿mi vida va a ser así siempre? ¿voy a seguir siendo violento y lastimando a la persona que esté al lado mío? Yo ya perdí a mi familia, así y todo creo que estoy mejorando. Estoy aprendiendo a decir lo que siento, a guardar silencio, a controlar los impulsos y las reacciones".
Los grupos tienen, por lo general, las mismas restricciones: no aceptan agresores sexuales, delincuentes, adictos (en consumo), ni hombres con patologías severas. En el Alvarez desarrollaron un sistema para medir la efectividad del tratamiento (que debe durar, por lo menos, 3 años): entrevistan a las mujeres que siguen conviviendo con ellos y a sus ex, con quienes siguen teniendo relación cuando tienen hijos en común.
Entonces ¿vale la pena intentar una recuperación? "Claro. Ya se sabe que las cárceles no recuperan a nadie. Lo que hacemos acá es mucho más que una terapia, es casi reeducarlos", opina Graciela Ferreira. "Yo no sé en qué piensan quienes creen que los estamos justificando. ¿Qué alternativa proponen? ¿dejamos que sigan golpeando? ¿Nos organizamos y los matamos a todos? Eso no es feminismo. Si no fortalecés a la persona que ejerce violencia, va a seguir haciéndolo desde su fragilidad emocional. Cualquier persona merece una alternativa de recuperación, y ocuparnos de ellos también es evitar otro femicidio".