Diego está preso desde hace 17 años. Pasó por varios penales hasta que fue trasladado a éste, en San Martín, un complejo penitenciario de máxima seguridad construido al lado de un basural. Desde aquí, la basura se huele pero no se ve: hay un muro de hormigón -6 metros en las fauces de la tierra y otros 6 hacia arriba- que los separa.
Rodrigo ya trabajaba acá cuando Diego llegó: era un joven guardiacárcel uniformado, apenas menor que él. No tenían nada en común -uno vigilaba y el otro era vigilado, uno podía atravesar las rejas, el otro no-, y nunca se prestaron demasiada atención. Hasta que la universidad llegó a esta cárcel y arrasó con los roles. Diego se anotó en una carrera con miras a convertirse en licenciado. Rodrigo también.
"Me crié en Vicente López, fui a la primaria a dos cuadras de la quinta presidencial pero siempre tuve que mentir sobre mi identidad. Mi mamá es chaqueña y analfabeta, mi papá es tapicero. Yo era el único de piel oscura en el aula, no podía decir que vivía en la villa. Esos fueron mis primeros marcos de exclusión", analiza Diego Tejerina (36), en diálogo con Infobae.
Después, dejó el secundario. Quedó detenido a los 18 años (no dar detalles del delito es condición para esta entrevista) y lleva 17 años privado de su libertad, lo que significa que vivió la mitad de su vida de un lado de las rejas y la otra mitad, del otro. "Nunca tuve expectativas de ir a la universidad, básicamente porque nunca tuve expectativas de vida", sigue. Habla y a sus espaldas se erige la biblioteca. Este es su territorio: Diego es ahora el bibliotecario de la Unidad 48 y el referente del centro de estudios que la universidad de San Martín llevó al interior de la cárcel (CUSAM).
Claro que hay presos que cursan carreras en otras cárceles del país pero este programa (una idea de varios detenidos que derivó en un acuerdo entre la universidad y el Servicio Penitenciario bonaerense) tiene una particularidad: es el único que permite que presos y guardiacárceles estudien juntos dentro de la cárcel en toda América Latina.
Ceba un mate Diego y lo toma Rodrigo Altamirano, el guardiacárcel que está a su lado, de civil. "Yo tampoco había pensando en ser universitario pero, cuando apareció la oportunidad, me dije: 'no la puedo desaprovechar'", cuenta. "Al principio sentía un poquito la tensión, es natural que ellos pensaran: '¿Qué hace éste acá?','¿Es un infiltrado que nos viene a vigilar?'. Fue un proceso pero en poco tiempo estábamos todos mezclados compartiendo mates, textos y debates. No éramos presos y penitenciarios, éramos estudiantes".
Los dos se anotaron en la Licenciatura en Sociología, la única carrera que había disponible cuando se creó el CUSAM, hace casi 10 años. La sede está vigilada desde las alturas del muro pero está más cuidada por los estudiantes que por cualquier otro.
En la puerta hay dos carteles pintados a mano: "Sin berretines amigo" y "Fantasmas, no". Nada de pavadas, nada de fingir querer estudiar para obtener el beneficio de un juez, nada de hacer algo que ponga en tela de juicio este espacio. "Yo venía a cursar mientras estaba de servicio y también en mis francos -dice Rodrigo-. Es un viajecito, porque vivo en Merlo y tengo dos hijos chiquitos, pero no quería que nadie pensara que lo hacía para zafar del trabajo".
Diego habla de hoy evocando el "antes", de todos los años en los que fue un preso comido por la rutina: "Hay un tiempo muerto que se apodera de tu vida, que se alimenta del ocio y rompe lazos. Ya no sos padre, ya no sos hermano, ya no sos amigo, sos solamente un preso. Eso aniquila, te destruye. Acá uno es un zombie social, yo sentía que mi vida no tenía sentido", dice a Infobae.
La Sociología le permitió, en principio, hacer una autopsia de su infancia y de su adolescencia: "Yo veía a mis padres trabajar todo el día pero vivía en un espacio de 4 metros por 3 mientras los otros chicos de Vicente López tenían casas de 3 pisos y autos lujosos. Yo soñaba con que mi casa tuviera una ventana, una teja. No entendía por qué era tan injusto y no sabía cómo decirlo. No hablaba, y alguien que no tiene forma de comunicarse lo hace con actos, a los golpes. Ese silencio va entrando al cuerpo como un virus. Eso empezó a crecer dentro de mí: odio, rencor, resentimiento. Hoy, por mi formación, sé que eso se llama 'deshumanizar': no tener sentido de vida, oscurecer las expectativas, borrar los sueños".
Fue la universidad -repite- la que le puso sentido a su vida, le dio una dirección y le permitió proyectarse a largo plazo. En 2016, Diego se recibió de Licenciado en sociología. Había hecho una especie de CBC, aprobado 32 materias y su tesis de grado.
La alegría de esa graduación se ve en las fotos impresas, en blanco y negro, que pegaron con cinta en una pared de la biblioteca. Ya era, además, docente: "Yo, que tengo una mamá analfabeta, empecé a dar clases a los detenidos que no sabían ni leer ni escribir", dice Diego, y se emociona: "Me acuerdo que cuando me recibí mi viejo me llamó y me dijo: 'Hijo, ya me puedo morir tranquilo".
Como el dique ya se había roto, Diego comenzó a estudiar la segunda licenciatura que llegó al penal: Trabajo Social, que tiene 30 materias. Rodrigo lo deja hablar y en su mirada se ve lo que piensa: "Escucharlo hablar es un gusto. Es un ejemplo, ojalá pueda contagiar a otros", dice después.
La vida de Rodrigo también cambió de dirección después de haberse recibido de Sociólogo, el año pasado. En los 12 años que hace que trabaja como agente penitenciario, había pasado por todas las áreas: la guardia de seguridad fuera del muro, la administración y el área de vigilancia en el penal. Había atravesado las clásicas situaciones en las que presos y guardiacárceles están en bandos opuestos: peleas entre internos, la amenaza de un motín, enfrentamientos con tiros, heridos.
Pero ya no trabaja en el penal sino acá: es el nuevo coordinador universitario. Además, quiere ser docente y enseñar Historia o ética Ciudadana a los jóvenes detenidos.
Fue acá mismo que Diego y Rodrigo empezaron a amasar una idea: copiar un modelo de alfabetización que se implementó en Cuba para aplicarlo entre los detenidos. Relevar, a través de encuestas, cuántas personas en el complejo no saben leer ni escribir y luego alfabetizarlas. "Si tenemos éxito y logramos que acá no haya más analfabetos, tal vez podamos proponer el modelo para que lo usen en otras cárceles de la provincia de Buenos Aires".
Diego también logró dejar de sentirse incómodo con la presencia de un guardiacárcel cerca, como le pasó cuando empezaron a estudiar juntos. "Para mí él no es el guardiacárcel, es Rodrigo. Y lo que hace me sigue alimentando la esperanza de creer que hay otra forma de vivir", le dice.
Y puede, ahora sí, pensarse a largo plazo. Tiene posibilidades de quedar en libertad pronto y dice que, cuando eso suceda, quiere ocuparse de los chicos y de los adolescentes. "Ese es el momento del gran quiebre en el que definís tu identidad. No sabés si vas a ser chorro, narco, policía o lo que sea y no sabés que existen otras alternativas. Ese fue el momento en el que yo terminé preso. Quiero llegar a ellos antes de que ellos lleguen a la cárcel".
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