La dura confesión de la hija de un genocida: “Mi viejo nunca se arrepintió de lo que hizo”

Su padre era uno de los jefes de la maternidad clandestina de Campo de Mayo. Acusado de participar en la apropiación de bebés y en los “vuelos de la muerte”, se suicidó en 2012. Erika Lederer habló con Infobae y contó una historia que aún no cicatriza.

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Erika Lederer (Maximiliano Luna)
Erika Lederer (Maximiliano Luna)

Ese martes de agosto de 2012 Erika se enteró temprano de que había aparecido el nieto 106, Pablo Gaona Miranda. Es abogada y entendía lo que significaba la noticia. Hacía un mes que a su padre le habían pedido la indagatoria porque como obstetra del hospital de Campo de Mayo había firmado certificados de nacimiento falsos para entregar hijos de secuestrados a sus apropiadores. La aparición de Pablo aceleraría los tiempos y le avisaron que iban por él. Esa misma noche, Ricardo Lederer se mató de un tiro en la boca. Pasó el tiempo pero Erika cada vez está más convencida: "Mi viejo nunca se arrepintió de lo que hizo".

Erika Lederer nació en 1976 en Salta y al mes la familia se mudó a La Plata. Le cuesta encontrar recuerdos gratos en la infancia. Los otros le salen fácil. Los puede relatar con detalles y con mucha crudeza: "Cuando venían mis amigos a almorzar mi viejo pasaba diapositivas en el living con imágenes de autopsias. Un día llevé un gatito de la calle a casa y él lo mató. Lo pasó por la tijera de jardinero y lo tiró en una bolsa de basura. Era un tipo muy violento, supongo que por esos ataques es que le decían el 'Loco'".

Dice que esos arranques le generaban una profunda vergüenza a la nena que ella era. Que al principio no lo entendía, pero que eran situaciones que la ponían mal. "Se ponía las botas y maltrataba a todo el mundo. Le gritaba al verdulero, al tipo que se cruzaba. Se ufanaba siempre de haber ido a patear la puerta del Registro Civil de Salta para que mi nombre tuviera la 'k', como se escribe en alemán. Todas esas cosas me hacían ruido, fueron piezas que fui juntando y que un día tomaron otro significado", recuerda Erika.

Tenía 12 años cuando Página/12 publicó una nota sobre los militares que visitaban a Ramón Camps en la cárcel. Ricardo Lederer aparecía entre quienes frecuentaban al jefe de la Policía Bonaerense durante la dictadura y ese diario llegó a manos de Erika. "Creo que ese fue el primer vínculo con la verdad. Fue algo que se iba quebrando por todos lados y que un día se rompió", analiza hoy respecto del enorme rompecabezas personal que sigue intentado armar.

Su secundaria la hizo precisamente en un colegio alemán en Villa Ballester, en San Martín. La lecturas del filósofo Martin Heidegger le abrieron un mundo que no conocía. Asegura que estuvo un tiempo largo sin hablar en la escuela y que algunos la tildaban de autista. "Imaginate que no tenía ganas de abrir la boca. Escuchaba y leía. En mi casa los enfrentamientos eran cada vez peores. Sentía que teníamos dos idiomas distintos. El me cagaba a palos. Creo que no toleraba lo que veía en mí".

El Hospital Militar de Campo
El Hospital Militar de Campo de Mayo

El nombre de Ricardo Lederer aparece en varias causas de apropiación de bebés en centros de detención durante la dictadura. Estaba acusado en casos en El Vesubio y Campo de Mayo. Allí una enfermera lo señala como uno de los médicos que participó de partos de mujeres detenidas. Con su firma se realizó la entrega ilegal de Pablo Gaona Miranda, que tenía sólo dos meses, cuando fue secuestrado junto a sus padres, Ricardo Gaona Paiva y Rosa Miranda, en mayo de 1978.

Erika cuenta que además de participar del robo de bebés, su padre solía ser parte de los médicos que subían a los aviones a aplicar anestésicos a los secuestrados que luego serían tirados al río en los "vuelos de la muerte". Los detalles de los relatos de su padre sobre esas incursiones aéreas decidió contárselos a la Justicia a pedido de abogados de derechos humanos. "El tenía una moral muy particular. Era católico y médico y hacer estas tareas no le generaba problemas", señala.

"Mi casa estaba llena de armas de todos los calibres. Un día él tuvo una discusión con mi vieja y terminó apuntándole a la cabeza. Entonces pensé que si eso le hacía a la gente de su familia, no quería ni pensar lo brutal que debía ser desconocidos", relata Erika y remarca varias veces que ella no se siente una víctima. "Víctimas son los que desaparecieron y los chicos que fueron apropiados. Yo no soy víctima del aparato represivo; en todo caso de un delito como la violencia de género", agrega.

(Maximiliano Luna)
(Maximiliano Luna)

—Tu papá era médico, ¿nunca pensaste en la posibilidad de ser hija de desaparecidos?
—Mi viejo tenía pretensiones de depurar la raza. Le daba asco mezclarse con "zurdos y montoneros". Supongo que por eso nunca contemplé la posibilidad de que fueramos hijos de otro que no fuera él. Nos hicimos los análisis por pedido de la Justicia, pero ni en ese momento lo pensé.

—Tenés un hermano y a tu mamá, ¿cómo fue la relación con ellos?
—A mi vieja le preguntás por lo que pasó en este tiempo y para ella no pasó nada. Sólo extraña las épocas en que comía faisán con vajilla de plata en el casino de oficiales. Ella fue testigo de todo lo que mi viejo me hacía. Mi hermano me pregunta por qué tengo tanto odio y me pide que olvide. Es difícil olvidar cuando hay tanta gente a la que le faltan familiares.

—¿Cómo se recicló tu padre con la llegada de la democracia?
—Dejó de ser militar y fue a parar a la Policía Bonaerense. Me llegaron relatos espantosos de lo que hacía cuando era subcomisario en Tigre. Siguió un largo tiempo haciendo abuso de autoridad. También trabajó para empresas privadas. Pero nunca se recicló. Imaginate que incluso estuvo con la sublevación carapintada de Aldo Rico en Campo de Mayo.

A la vuelta de unas vacaciones, cuando tenía 24 años, Erika entró a su habitación y se encontró todo revuelto. La biblioteca tirada, el colchón dado vuelta, la ropa en el piso. Revolvió los libros desesperada, buscó dos periódicos de un grupo trotskista que le habían entregado en la facultad y no los encontró. Sintió miedo, sabía lo que le iba a pasar. "Fue la última paliza, después de eso no me podía quedar más. Me recibí y ya no volví. Pasé los primeros meses en la parte de atrás de un local nocturno. No me importaba adónde iba, lo único que quería era salir de ahí".

—¿Después de que te fuiste cómo fue la relación con él?
—No hablábamos muy seguido. Tampoco nos veíamos. Creo que la última vez que vino a ver a mis hijos ya estaba pensando la idea del suicidio porque después de estar acá me llamó y me dijo que me quería. Fue algo así como un "te quiero pero no te perdono".

—¿Y vos lo perdonaste?
—No, yo no lo perdono por lo que hizo.

Las voces de los hijos de genocidas se conocieron en mayo del año pasado tras el fallo de la Corte Suprema que beneficiaba con el 2×1 a militares condenados por delitos de lesa humanidad. Unos se manifestaron en contra de la decisión judicial y otros ocuparon lugares en los medios para opinar a favor. Mientras varios sectores volvían a planear tímidamente la vieja idea de la reconciliación, estalló por todos lados la carta de Mariana, la hija de Etchecolaz, que disipó muchos fantasmas. Erika formó parte de los primeros encuentros de aquellos hijos pero hoy es más cauta al alzar la voz en nombre de alguien. "Desde Ex Hijxs e Hijxas de Genocidas nos juntamos para poder recabar datos que ayuden a otros a encontrar a sus familiares. Cuando aparecimos como colectivo, enfrentando el fallo de la Corte, el gobierno no supo qué hacer con esa nueva voz. Pero luego se escucharon a algunos hijos que tienen expectativas de reconciliación y arrepentimiento. De que sus padres van a hablar y pedir perdón. No creo que sea una cuestión de culpas sino de responsabilidad por los hechos que cometieron".

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