Una diferencia entre el último golpe de Estado y los anteriores fue que en 1976 los militares tuvieron mucho tiempo para preparar su retorno al poder impulsados por diversos grupos y a la vista de todos. En una de las entrevistas para mi libro "Disposición Final", el ex general Jorge Rafael Videla me dijo que la conspiración comenzó nueve meses antes, si tenemos en cuenta las primeras conversaciones que mantuvo con los civiles que querían conocer al nuevo jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. O siete meses si contamos desde que esos contactos se formalizaron, cuando Videla asumió como comandante en jefe del Ejército, o poco más de cinco meses si se considera el momento en que el golpe adquirió el impulso decisivo, a mediados de octubre de 1975, cuando el senador Ítalo Argentino Luder declinó reemplazar a la presidenta Isabel Martínez de Perón en el golpe palaciego que le propuso un grupo de militares y civiles, incluidos varios dirigentes peronistas.
Todas las fuentes que consulté coincidieron en que Isabelita, la viuda del general Juan Domingo Perón, que había muerto el 1 de julio de 1974, cayó casi en soledad, con el apoyo de un grupo minúsculo formado por sus colaboradores más cercanos y un grupo de políticos y sindicalistas, encabezados por el metalúrgico Lorenzo Miguel.
Pero, ¿cómo fue aquel día del que hoy se cumplen 42 años?
Julio González se había convertido en un hombre clave del entorno de Isabel Perón desde su doble puesto de secretario privado de la viuda de Perón y secretario Legal y Técnico de la Presidencia.
González me contó que el martes 23 de marzo llegó a Olivos a las 8 de la mañana y que Isabel "estaba extraordinariamente bien esa mañana. Había descansado por la noche y su semblante y tono de voz eran alegres. No recuerdo si viajamos a la Casa de Gobierno en automóvil o en helicóptero. Ya en la Casa de Gobierno, la jornada fue normal. La Presidenta almorzó con Lorenzo Miguel, Rogelio Papagno (sindicalista de los albañiles) y el ministro de Trabajo, Miguel Unamuno", entre otros.
Tres horas antes, el ministro de Defensa, José Deheza, se había reunido con Videla; el almirante Emilio Eduardo Massera, jefe de la Armada, y Orlando Ramón Agosti, de la Fuerza Aérea, en una de los encuentros de rutina de los martes por la mañana. Videla me aseguró que, si bien ya habían cumplido con todos los preparativos para el golpe, todavía no habían señalado el día en el que detendrían a la viuda de Perón.
—Todos se atribuyen cuándo fue fijado el Día D. Y la verdad es que surgió de casualidad, cuando el ministro Deheza, para sorpresa de nuestra parte, nos pide un nuevo apoyo a la Presidente.
Según Videla, se produjo el siguiente diálogo.
—Deheza: La Presidente necesita del apoyo de los comandantes militares para poder llevar adelante el gobierno.
—Videla: A la Presidente ya se le dieron algunas ideas, pero nunca obtuvimos respuestas por lo cual pensamos que nuestra opinión no era válida.
—Deheza: El apoyo de ustedes es imprescindible porque no la dejan gobernar.
—Massera: No es la función nuestra darle apoyo porque quedaría ella como un mero mascarón de proa.
Videla cuenta que "la reunión termina así y a nosotros nos llama la atención el pedido, que indicaba una debilidad tremenda de la Presidente y del gobierno".
En tanto, Deheza, un cordobés que era yerno de Eduardo Lonardi, el general nacionalista que, bajo el lema "Ni vencedores ni vencidos", encabezó el golpe de 1955 contra Perón, le informó por teléfono a González que a las 19 se volvería a reunir con los comandantes "para obtener una respuesta decisiva sobre la posición de las Fuerzas Armadas frente al gobierno constitucional", afirmó el secretario Técnico de la Presidencia y privado de la Presidenta.
A medida que avanzaba la tarde, las versiones sobre el golpe se multiplicaban y González se preocupaba cada vez más. Isabel seguía "bastante serena, inmutable en su despacho". El funcionario de confianza de Isabelita recordó que los llamados telefónicos "eran incesantes" y cargados de malas noticias. Por ejemplo, a las 20 llamaron los gobernadores de La Rioja, Carlos Menem, y San Luis, Elías Adre.
—Me aseguraron que la insurrección era un hecho y que las guarniciones militares de ambas provincias estarían aprestadas para hacerse cargo de los gobiernos provinciales.
El título del vespertino La Razón era muy expresivo: "Es inminente el final. Todo está dicho".
En el ministerio de Defensa, Deheza, comenzaba la segunda reunión del día con los tres comandantes. Videla dijo que "nos volvió a convocar de manera urgente, con el mismo reclamo".
—Deheza: Hablé con la Señora. Insiste en que ustedes le den su apoyo.
—Videla: La Señora es Presidente por voluntad popular. Si todavía tiene el poder, que lo ejerza. Si no, que renuncie.
Deheza ofreció otro punto de vista, muy distinto: afirmó que en ese encuentro, "volví a hablar de las leyes antisubversivas que se iban a aprobar por decreto-ley, de los planes del gobierno, de la necesidad de respetar la Constitución y de los peligros que un golpe podría acarrear. Videla me dijo: 'Doctor, quisiera que usted exponga la posición del gobierno ante los altos mandos del Ejército para lo cual le pido que mañana a las 12 concurra a la sede de mi comando, donde convocaré a los comandantes de cuerpo que no se encuentran en Buenos Aires'. Dos horas después, daba el golpe, y a la hora de la cita, yo estaba detenido."
En la Casa Rosada aumentaba la ansiedad, como recordó González.
—Pasadas ya las 21 y ante la carencia absoluta de noticias sobre las conversaciones en el Ministerio de Defensa, Isabel me ordenó que convocase a todos los ministros. Cuando eran ya las 22, recibí el llamado del doctor Deheza: "Recién termino de hablar con los comandantes, doctor. Voy para la Casa de Gobierno a informar a la Presidenta", dijo con perceptible preocupación en su voz.
Deheza habló primero a solas con la Presidenta, que luego hizo pasar a todos los funcionarios. Según González, Deheza señaló que "los comandantes estaban disgustados con la acción de gobierno, con la situación del país y con el desenvolvimiento de la guerrilla; que los mandos medios trasuntaban su disconformidad; que el Poder Ejecutivo había dado muchas marchas y contramarchas; que había vacío de poder."
El ministro de Defensa, siempre según González, dijo que también se refirió al proyecto para "bordaberrizar" el gobierno, que consistía en, entre otras medidas de excepción, la "clausura del Congreso y en regir el país por decretos ley y con el cogobierno de las Fuerzas Armadas". Era lo que ya había sucedido en Uruguay bajo el gobierno de Juan María Bordaberry. Deheza agregó que Massera le había dicho que la Armada "ya había propuesto esto a la señora Presidente por medio del ministro (Aníbal) Demarco y que no había obtenido respuesta alguna".
—Sí, es cierto. El almirante me propuso eso, pero yo consideré que no era de importancia comunicárselo a la señora Presidente —dijo Demarco.
González sostiene que Isabel Perón fulminó con la mirada a Demarco, que era el ministro de Bienestar Social y miembro también de su "entorno" junto con su esposa.
Deheza continuó con su exposición: "Mañana a las 10 tengo una reunión con los comandantes y vamos a continuar nuestras conversaciones. Luego, ellos van a venir conmigo a informar a la señora Presidente". Y agregó que Videla le había asegurado que "seguiríamos conversando". En conclusión, según el ministro, todos podían irse a dormir tranquilos porque no habría golpe, al menos aquella noche.
En eso llegó el ministro del Interior, Roberto Ares, que entró al recinto presidencial agitando su mano derecha, en la que sostenía un cigarrillo.
—¡Un golpe de Estado! Estoy anonadado con lo que oigo. ¡Cómo puede, señora Presidente, creerse una cosa así! Estuve cenando con el jefe de Policía y no hay absolutamente nada.
Ares venía de comer en un restaurante de Martínez, en el Gran Buenos Aires, con el general Albano Harguindeguy, que en febrero había sido nombrado jefe de la Policía Federal por el gobierno de Isabel, en otra muestra más del poder que los militares habían logrado de una gestión que se caía a pedazos.
—Ares era un señorazo y lo apreciaba mucho, pero no le podía decir que se venía el golpe y que yo lo iba a reemplazar. Yo ya sabía que el golpe sería al día siguiente, me lo habían confirmado el día anterior. Estábamos comiendo con Ares y todo el mundo andaba muy nervioso: sonaba el teléfono de él y sonaba también mi teléfono. Hasta que en un momento, le digo: "Me parece, ministro, que lo mejor va a ser que cada uno se vaya a su puesto de trabajo". Le pareció bien y nos fuimos. Cuando volvía por Libertador, veo un tanque y me doy cuenta de que todo estaba dicho —sostuvo Harguindeguy.
Las palabras de Ares frente a la Presidenta sirvieron para retemplar el ánimo de Isabel, el "entorno" y los políticos y sindicalistas "verticalistas", que fueron abandonando la Casa Rosada cuando transcurrían los primeros minutos del miércoles 24 de marzo. "Juéguense por nosotros; pagamos 2,10", dijo a los periodistas que hacían guardia un sorpresivamente locuaz Lorenzo Miguel. "Destapen champán, que no hay golpe militar", gritó el diputado chaqueño Adam Pedrini, justo detrás de su comprovinciano y flamante vicepresidente primero del Partido Justicialista, el gobernador Deolindo Bittel.
Pero, el golpe ya estaba en marcha. Luego del encuentro con Deheza, los tres comandantes llegaron a la conclusión, según Videla, "de que mañana van a volver con la misma exigencia y nosotros no podremos decirles nada distinto. Esto ya no tiene sentido".
—Ya estaba todo preparado para el golpe; sólo faltaba fijar el Día D y la Hora H. Nos enteramos que la Presidente estaba en su despacho. Los tres comandantes cambiamos opiniones y coincidimos: "Nos largamos ahora". Llamamos a la Casa Militar, donde ubicamos al almirante "El Colorado" Fernández, que nos dice: "La Señora usará el helicóptero para su regreso a Olivos". "Ponga en marcha la Operación Perdiz", le ordena Massera. Habíamos previsto que la detención de la Presidente no se hiciera ni en Olivos ni en la Casa Rosada para evitarle al jefe de Granaderos que tuviera que combatir en su defensa. Habíamos pensado, entre otras variables, en fraguar una emergencia que hiciera que el helicóptero aterrizara en el Aeroparque, a mitad de camino. Así se hizo, y un general, un almirante y un brigadier la detuvieron.
Isabelita cayó y muchos argentinos recibieron la noticia con alivio y satisfacción: estaban hartos de su gobierno, de ella, de la inflación, del desabastecimiento, de la violencia política —en 1975 hubo 1.065 muertos por razones políticas— y de las denuncias de corrupción.
En tanto, los grupos guerrilleros, en especial Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, festejaron la caída: creyeron que el golpe los acercaba a la revolución socialista.
Nadie podía imaginar aquel 24 de marzo soleado y alegre que la dictadura sería aún peor con su secuela de miles de víctimas por la aplicación del método bautizado "Disposición Final", el descalabro económico y la guerra perdida por las Islas Malvinas.
Este texto está incluido en "Disposición Final". El último libro de Ceferino Reato es "Salvo que me muera antes".